Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Derguín apartó la mirada y siguió hablando con la reina. Ziyam respiró hondo. En dos o tres días como mucho, tendría que volver a Atagaira con el ejército y quizá nunca volvería a ver al Zemalnit. Aquel pensamiento le resultaba insoportable.

Maldita estúpida, se recriminó. Derguín sólo era un hombre, un ser inferior, un pene dotado de dos piernas que lo transportaban de un lado a otro.

Nunca, se repitió. Nunca volverás a verlo. Olvídalo…

¿Nunca? Tal vez no… Ziyam tenía todavía una última carta, un dado cargado con plomo. Con ciento cincuenta kilos de plomo, de hecho. Pensando en ello, se permitió una sonrisa.

– Pronto serás reina, mi señora -le susurró al oído Tyanna, una de sus partidarias en la corte. Sin duda había malinterpretado su gesto.

Por fin, Derguín se fue de la tienda. Tanaquil estaba empeorando con rapidez y ningún varón debía ver morir a la reina. Pero antes de salir, el Zemalnit se volvió y echó una última mirada atrás.

Directamente a Ziyam.

¡Él también siente algo por mí! No puede evitarlo, siente algo por mí. La princesa notó cómo se le subía la sangre al rostro, pero poseía el suficiente dominio sobre sí misma como para controlar incluso aquel rubor.

La nueva jefa de las Teburashi, Antea, se acercó a Ziyam y le dijo:

– La reina quiere hablar contigo.

– Sus deseos son órdenes para mí -contestó Ziyam a la jefa de la guardia, sin apenas reprimir el sarcasmo.

Si la piel de las Atagairas es blanca, la de Tanaquil ahora parecía de mármol, de un mármol que hubiera perdido todo su lustre. Sus ojos de acero empezaban a empañarse como los de un pez que llevara demasiado tiempo en la cesta de la pescadería.

– Tengo que pedirte perdón, hija mía -dijo la reina, con voz entrecortada. El aliento le olía a sangre y a muerte, y Ziyam tuvo que hacer un esfuerzo para no apartarse de ella.

– ¿Pedirme perdón, madre? ¿Por qué?

¿Por haberme marcado como si fuera una vaca? ¿Por haber arruinado mi rostro? ¡Qué tontería!

– Fui demasiado blanda e indulgente contigo. Tenías dos hermanas mayores. Nunca pensé que te tocaría sobrellevar la pesada carga de reinar.

¿Blanda? ¿Indulgente? Había que tener mucha desfachatez para pensar eso. Pero Ziyam se mordió la lengua y se limitó a responder:

– Intentaré ser digna de ti y de mis hermanas, madre.

Tanaquil le agarró la mano y tiró de ella para acercarla más.

– Debes madurar, Ziyam.

– Sí, madre.

– Ser reina no consiste en satisfacer todos tus caprichos ni en ver cumplida siempre tu voluntad. No consiste en recompensar a quienes te adulen y castigar a quienes te critiquen.

– Qué poco me conoces si piensas que…

– ¡Escúchame! -Tanaquil tosió, y unas gotas de sangre mancharon la mejilla de Ziyam. Ésta intentó reprimirse, pero no pudo evitarlo y se limpió con el dorso de la mano. Su madre prosiguió-: Debes ser grande. Hoy hemos triunfado en una gloriosa batalla, y por toda Tramórea se cantarán romances celebrando nuestra carga temeraria contra esos monstruos del infierno. Pero el corazón me dice que vendrán tiempos más duros y pruebas más arduas.

– Las afrontaré, madre.

– ¡Sé grande!

– Sí, madre, ya me lo has dicho.

– ¡Debes conseguir que no hablen de ti como Ziyam, hija de Tanaquil, sino que me recuerden a mí como Tanaquil, la madre de Ziyam!

El esfuerzo de aquella breve perorata pareció consumir del todo a la reina, que cerró los ojos durante unos segundos. ¿Ya está?, se preguntó Ziyam. Pero Tanaquil volvió a abrirlos y la miró. Estaba llorando. Ziyam nunca la había visto llorar, ni cuando le anunciaron que Tylse había muerto en las lejanas tierras del oeste ni cuando supo que los Glabros habían violado y matado a Tildara.

– Las Atagairas te necesitarán. El futuro es más oscuro que los…

Todavía dijo algo más, pero con voz tan débil que Ziyam no entendió sus palabras. La mirada de la reina empezó a quedarse fija, y su hija comprendió que la muerte ya agitaba sus alas negras sobre su pecho. Un segundo antes de que los dedos de Tanaquil perdieran sus últimas fuerzas, Ziyam los soltó. Fue una minúscula revancha, un segundo de venganza. La reina de Atagaira expiró buscando en vano los dedos de su hija para un último apretón.

Durante un largo rato nadie habló alrededor del lecho. Después, la médica acercó un espejito a la boca de Tanaquil y comprobó que no se empañaba. Se volvió hacia Antea y asintió.

La jefa de las Teburashi tomó la mano izquierda de la reina. En ella, y no en la derecha, de modo que no la estorbara para empuñar la lanza ni la espada, llevaba el sello real: un anillo de oro que representaba a un dragón terrestre, de cuerpo de serpiente y cabeza barbada.

La misma señal que la gran Iluanka había tatuado en el cuerpo de Ariel, la mocosa de Derguín, pensó Ziyam con rencor. Su propia marca era una cabeza de águila a media espalda. Una marca regia, sin duda. Pero habría preferido una dragona, el emblema de la gran Iluanka, que moraba bajo tierra, enemiga de los dioses del cielo.

Pues, aunque las Atagairas rendían culto a los Yúgaroi por no malquistarse con ellos, no les tenían demasiado cariño, y menos a los varones. Sabían que, desde las alturas del Bardaliut, acechaban y aguardaban el momento de volver a apoderarse de Tramórea y esclavizar a los humanos.

Que lo hicieran, si así era su voluntad. Las Atagairas, protegidas por la gran Iluanka, sabrían defenderse de ellos.

– Mi señora…

Ziyam se había abismado tanto en sus pensamientos que llevaba un rato sin ver ni escuchar. Antea volvió a carraspear y le tendió el sello que había pertenecido a su madre y a su abuela, y antes que ellas a un larguísimo linaje de mujeres.

Ziyam extendió la mano izquierda. Antea le tomó la punta de los dedos. La princesa percibió en ella un leve temblor. Habían sido amantes. Tan sólo una vez. Antea había querido repetir la experiencia, pero Ziyam se negó: solía racionar sus encantos y sus favores para crear vínculos que más bien eran grilletes de acero.

La jefa de las Teburashi le puso el sello en el dedo corazón. Tenía un tacto frío, casi como hielo, y Ziyam comprendió que en realidad no era de oro, sino de algún metal creado con mezcla de orfebrería y magia. Los dedos de la princesa eran muy finos, mientras que los de su madre eran bastos y espatulados. Pero el anillo pareció fluir como si se fundiera de nuevo en el crisol, se abrazó al dedo de Ziyam y se ajustó a él.

– La reina Tanaquil ha muerto -declaró Antea, cerrando los párpados de Tanaquil. Después desenvainó la espada, casi seis palmos de hoja, y la levantó sobre su cabeza-. ¡Larga vida a la reina Ziyam!

Sonó un prolongado chirrido cuando decenas de espadas salieron de sus fundas. Muchas estaban melladas tras la batalla y algunas seguían manchadas de sangre.

– ¡Larga vida a la reina Ziyam! -aclamaron las demás mujeres que atestaban la tienda.

Ziyam levantó las manos y las saludó a todas, girando sobre sus talones. Luego se miró el anillo y recorrió el delicado relieve con los dedos. Ahora era reina y muchas cosas antes vedadas quedaban al alcance de su mano. El poder que ansiaba era suyo.

Pero, mientras acariciaba el grabado de Iluanka, no le pidió a la dragona acrecentar su reino, vencer a los varones extranjeros en mil batallas o engendrar Atagairas que heredaran su gloria. Para su propia sorpresa, musitó:

– Haz que el Zemalnit sea mío.

27 DE ANFIUNDANIL RUINAS DE NIDRA

Mientras mandaba la Horda, el duque Forcas mantuvo la costumbre de enviar cayanes a Mígranz. De este modo mantenía comunicación con el general Grondo, que se había quedado en la fortaleza con poco más de mil hombres.

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