José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– ¡Dios mío! -exclamó casi saltando de la silla.

– ¿Qué? ¿Qué?

– ¡Dios mío, Dios mío!

– ¿Qué, Tom? ¿Qué ocurre?

Tomás le mostró el índice a Moliarti.

– ¿Lo ve?

– ¿Qué?

El dedo señalaba el guarismo 5, con Geburah delante.

– Esto.

– Sí, es un cinco. ¿Y?

– ¿Cuál es el primer guarismo de la pregunta de Toscano?

– ¿El 545?

– Sí. ¿Cuál es el primero de esos guarismos?

– Pues el cinco, claro. ¿Y?

– ¿Y cuáles son los otros dos guarismos de la pregunta de Toscano?

– ¿En el 545?

– Sí, hombre -se impacientó-. ¿Cuáles son los otros dos guarismos?

– Son el cuatro y el cinco.

– Cuatro y cinco, ¿no? ¿Hay aquí, en el capítulo 5, algún subcapítulo 45?

Moliarti miró el índice.

– Sí, lo hay.

– Por tanto, como ve, en el capítulo 5, titulado Geburah, hay un subcapítulo 45. ¿Es cierto?

– Es cierto.

– Entonces lo que Toscano estaba diciendo no era 545, sino 5:45. Capítulo 5, subcapítulo 45. ¿Entiende?

Moliarti abrió la boca.

– He entendido.

– Ahora mire -pidió de nuevo Tomás, volviendo a extenderle el índice-. ¿Cuál es el título del subcapítulo 45?

El estadounidense localizó la línea y leyó.

– «De aquí se deriva una pregunta extraordinaria.»-¿Se da cuenta? -Tomás se rio-. «De aquí se deriva una pregunta extraordinaria.» ¿Y cuál será? -Mostró una vez más la hojita arrugada-. «¿Cuál Eco de Foucault pendiente a 545?» -Alzó la ceja derecha-. Esta es la pregunta extraordinaria.

– ¡Fíjese! -exclamó Moliarti-. ¡Lo hemos descubierto! -Se inclinó una vez más para ver el índice-. ¿En qué página está ese subcapítulo?

Consultaron el índice e identificaron la página del subcapítulo 45.

– Es la página 236.

El estadounidense, entusiasmado, se rio.

– Es lo que decía en el epígrafe, ¿recuerda? -comentó-. «Lo que ocultamos en un lugar lo manifestamos en otro.» -Sus ojos parpadearon, como dominados por un tic nervioso-. Es decir, lo ocultado en la página 545 se manifiesta en la 236.

Tomás hojeó el libro, agitado y exaltado, y, como en un tropel, buscó la página 236. La encontró en un instante e inmovilizó el volumen, analizando el texto con cuidado. En el extremo, a la izquierda, estaban visibles los guarismos «45» en letra pequeña, y a la derecha un epígrafe de Peter Kolosimo, extraído de Tierra sin tiempo.

– «De aquí se deriva una pregunta extraordinaria.» -leyó Tomás-. «¿Los egipcios ya conocían la electricidad?»-¿Qué quiere decir eso?

– No lo sé.

Tomás recorrió la página con ansiedad. Parecía un texto místico, con abundantes referencias a los míticos continentes perdidos de la Atlántida y de Mu, además de la legendaria isla de Avalon y el complejo maya de Chichen Itzá, poblados por los celtas, por los nibelungos y por las civilizaciones desaparecidas del Cáucaso y del Indo. Pero fue al leer el último párrafo cuando el corazón de Tomás se aceleró y sus ojos se desorbitaron hasta el punto de ponerse vidriosos.

– ¡Dios mío! -murmuró llevándose la mano a la boca.

– ¿Qué? ¿Qué?

Le extendió el libro a Moliarti y le señaló el último párrafo de la página.

– Mire lo que Umberto Eco escribió aquí -dijo Tomás. El estadounidense se acomodó las gafas y leyó las frases indicadas.

Sólo un texto curioso sobre Cristóbal Colón: analiza su firma y descubre en ella incluso una referencia a las pirámides. Su intención era reconstruir el Templo de Jerusalén, dado que era gran maestre de los templarios en el exilio. Como era notoriamente un judío portugués y, por tanto, especialista en la cábala, con evocaciones talismánicas calmó las tempestades y dominó el escorbuto.

– Fuck! -concluyó Moliarti.

Capítulo 13

Los golpes en la puerta no eran lo de siempre. Madalena Toscano se había habituado a reconocer los golpes rutinarios, como las llamadas impacientes de su hijo mayor, un hombre de cuarenta años que había hecho un doctorado en Psicología; el tamborileo nervioso de los dedos del menor, un amante de las artes que se ganaba la vida haciendo crítica de cine para un semanario; y el toque acompasado del señor Ferreira, el hombre de la tienda de comestibles que regularmente abastecía el pequeño y viejo frigorífico. Pero esta manera de llamar le parecía diferente; fue rápida y fuerte. Aunque habían llamado sólo una vez, como si el autor intentase aparentar tranquilidad, ocultaba, en el fondo, una urgencia apenas contenida.

– ¿Quién es? -preguntó la vieja señora con su voz trémula, envuelta en su bata, con la cabeza inclinada hacia la puerta-. ¿Quién está ahí?

– Soy yo -respondió un hombre desde el otro lado-. El profesor Tomás Noronha.

– ¿Quién? -insistió ella desconfiada-. ¿Qué profesor?

– El que está retomando la investigación de su marido, señora. Estuve aquí el otro día, ¿no se acuerda?

Madalena entreabrió la puerta, manteniendo la cadena de seguridad, y observó por la rendija, como era su costumbre. Lisboa ya no era la aldea de antaño, solía ella decir ahora, estaba llena de rateros y gente violenta, vagabundos de la peor calaña, bastaba ver las noticias en la televisión. Paralizada por el terror ante todo lo que venía de fuera, toda precaución le parecía poca. Del otro lado de la puerta, no obstante, no vislumbró ninguna amenaza; la miraba desde el pasillo un hombre de pelo castaño oscuro y ojos verdes cristalinos, un rostro sonriente que enseguida reconoció.

– Ah, es usted -exclamó amablemente; luego hizo bastante ruido al quitar la cadena de seguridad y abrió la puerta-. Entre, entre.

Tomás entró en el viejo apartamento. Lo recibió el mismo.lire cerrado, con olor a moho, y la misma luminosidad sombría, con los haces de sol que irrumpían con dificultad por los cortinajes pesados, incapaces de vencer la penumbra oscura de los rincones. Le extendió a su anfitriona un envoltorio blanco, doblado y atado con una cuerda.

– Es para usted.

Madalena miró el pequeño paquete.

– ¿Qué es?

– Son unos dulces que he traído de la pastelería. Para usted.

– Oh, válgame Dios. No tenía por qué molestarse…

– Lo he hecho con mucho gusto.

La mujer lo llevó a la sala y abrió el paquete. Dentro de la cajita de cartón había una trufa, un duchaise caramelizado con Chantilly y huevos hilados y un palmière.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Madalena. Sacó un piatito del armario de la sala y colocó allí los tres pasteles-. ¿Cuál le apetece?

– Son para usted.

– Ah, es demasiado, no puedo comérmelos todos. Además, el médico se pondría hecho una furia conmigo si supiese que estoy comiendo estas golosinas llenas de colesterol. -Extendió el plato-. Coja uno, vamos.

Tomás cogió el duchaise, le parecía francamente apetitoso y hacía mucho tiempo que no le hincaba el diente a uno de aquellos pasteles tiernos y dulces. Madalena se quedó con el palmière crujiente.

– No es por jactarme, pero he elegido muy bien, ¿no le parece? -preguntó él casi chupándose los dedos.

– Sí, sí. Está buenísimo. ¿Le apetece un te?

– No, gracias.

– Ya está hecho -insistió ella.

– Bien, si ya está hecho…

La mujer fue a la cocina y minutos después volvió con una bandeja en sus manos, ocupada con una tetera verde, dos tazas de porcelana antigua y una azucarera metálica. Dejó la bandeja en la mesa y se sirvieron. Era té negro, que a Tomás no le gustaba demasiado, prefería las tisanas más suaves, pero bebió e hizo un gesto indicando que le parecía muy bueno.

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