– O sea, que ella no quiere ni verles.
Moliarti suspiró, abatido.
– Exacto.
– Entonces ¿qué hacemos?
– Vaya usted.
– ¿Yo?
– Sí, claro. A usted, ella no lo conoce. No sabe que usted trabaja para la fundación.
– Disculpe, Nelson, pero no puede ser. ¿Tengo que ir a la casa del difunto a engañar a la viuda?
– ¿Cuál es la alternativa?
– Yo qué sé. Hablen con ella, aclaren las cosas, entiéndanse.
– No es tan fácil, las cosas entre nosotros llegaron a un punto sin retorno. Tendrá que ir usted.
– Oh, Nelson, no puede ser. Yo no voy a engañar a esa mujer…
Moliarti lo encaró con expresión dura, los ojos transfigurados, implacables; ya no era el simpático y relajado estadounidense, de modales afables y cálidos, sino el despiadado hombre de negocios.
– Tom, estamos pagándole dos mil dólares por semana y ofreciéndole un premio de medio millón de dólares si consigue recuperar la investigación oculta del profesor Toscano. ¿Quiere o no quiere ese dinero?
Tomás vaciló, conmovido por el tono frío de las palabras de su interlocutor.
– Pues… claro que lo quiero.
– Entonces vaya a la fucking casa del fucking Toscano y arranque de la fucking viuda todo lo que ella tenga -farfulló Moliarti, con una entonación agresiva, fulminante-. ¿Ha entendido?
Tomás, pasado el primer instante de sorpresa por el repentino cambio de humor de su interlocutor, sintió que algo se sublevaba bullendo en sus entrañas, trepando por su estómago, imparable. Tuvo ganas de levantarse e irse, no admitía que le hablasen en ese tono. Su rostro se sonrojó, era el rubor y el calor de una furia mal contenida. Se levantó de la bancada de piedra, despechado, sin saber adónde ir; vio el bloque de mármol de la tumba de Fernando Pessoa imponiéndose frente a él y, buscando una distracción, un escape, cualquier cosa, se acercó al monumento. Un poema de Ricardo Reis clamaba grabado en la piedra:
Para ser grande, sé íntegro: nada
tuyo exageres ni excluyas.
Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres
en lo mínimo que hagas.
Así en cada lago la luna toda
brilla, porque alta vive.
En aquel instante, Tomás quiso ser grande como Fernando Pessoa, mostrarse íntegro a Moliarti, sin excluir nada, poniendo todo cuanto era y sentía en las palabras que se le estrangulaban en la garganta. Pero instantes después, pasada la erupción inicial, más sereno, más racional, reflexionó. Ser grande, ser tan grande, era un lujo que no podía darse; no quien tenía una hija que necesitaba operarse del corazón y la ayuda de un profesor que el colegio no podía pagar; no quien veía su matrimonio desmoronarse en un mar de preocupaciones por el sombrío futuro de la hija y entre los irresistibles lances de una escandinava atrevida. Dos mil dólares por semana era mucho dinero; más aún lo era el premio de medio millón de dólares si lograba desenterrar toda la investigación de Toscano. Y Tomás sabía que lo lograría.
Se controló. Dio media vuelta y, vencido, resignado, encaró al estadounidense.
– De acuerdo.
Pequeñas gotas de agua se deslizaban por la superficie verde y lisa de las hojas y se acumulaban en el extremo, creciendo al punto de formar una gota grande; la gota engordaba, se hinchaba hasta hacerse demasiado nutrida; en ese momento, se inclinaba en la punta de la hoja y, después de una breve indecisión, pendiendo casi suspendida en el aire, caía pesadamente en la tierra fértil y húmeda. Tras ella venía otra, y otra más, y muchas más por todas partes; las hojas lobuladas y brillantes de la higuera goteaban agua, goteaban tanto que parecían llorar bajo el cielo agreste y cargado de la invernada.
Sentado a la mesa del desayuno y mirando por la ventana, Tomás fijaba la vista en aquella higuera lacrimosa; la miraba pero no la veía, absorto en sus problemas, engolfado en los dilemas de su vida. Constanza había salido hacía diez minutos, hoy le tocaba a ella llevar a Margarida al colegio. Tomás pensaba en las dos y pensaba en Lena; se interrogaba ahora, con alguna seriedad, sobre el camino que recorría, sobre el destino al que lo conducía aquel sendero incierto. Por primera vez en lo que llevaba de matrimonio era infiel y experimentaba sentimientos contradictorios en relación con su comportamiento. Por un lado, nutría un profundo sentimiento de culpa, de vergüenza, tenía una hija que necesitaba atención y una mujer que precisaba ayuda, y allí estaba él enrollado con una alumna casi quince años más joven; pero, por otro lado, había que considerar que aquélla no era una alumna cualquiera, se trataba de una mujer hermosa, dispuesta, que lo había seducido sin que él fuese capaz de resistirse. ¿Qué podía hacer? Era un hombre; ¿y cómo puede un hombre decir que no a una mujer como ésa?
Refunfuñó. Sí, argumentó para sus adentros, llamándose tímidamente a la responsabilidad; era un hombre, es cierto. Pero eso no significaba que se privase de su propia voluntad; que fuese una mera marioneta en manos de una mujer, por más guapa que fuese, por más tentadora que le pareciese; que se comportase de aquella manera, cediendo a los instintos más primarios, a un capricho al final fútil, a aquel devaneo liviano, incluso irresponsable.
Cerró los párpados y se pasó la mano por el pelo, como si con ese simple acto pudiese limpiar la sordidez que sentía que le ensuciaba la mente y le corrompía el alma. Sus motivaciones lo perturbaban, es verdad, pero era más que eso, mucho más; la conciencia lo martirizaba, implacable, despiadada, martilleándolo con preguntas, con dudas, con dilemas, atormentándolo con las decisiones que debía tomar y las realidades que debía enfrentar, torturándolo con la imagen de sus actos, de la relación adúltera en la que se había implicado, de la traición que cometía contra los suyos y, en última instancia, contra sí mismo. ¿Qué lo hacía realmente mantenerse enrollado con Lena? ¿Sería la tentación del fruto prohibido? ¿Sería la demanda de la juventud que se le escapaba a cada instante? ¿O sería el sexo, nada más que el sexo? Sacudió la cabeza, dialogando siempre consigo mismo, examinando sus pulsiones más profundas, más escondidas, más inconfesables.
No. No lo era. No era sólo el sexo, no podía serlo. Le gustaría que lo fuese, pero no lo era. Sería el sexo si se hubiese satisfecho con aquella primera vez, cuando fue a almorzar a la casa de ella y acabaron los dos aferrados el uno al otro, devorándose, liberando la lascivia que los consumía y disfrutando la carne dulce de sus cuerpos, sería el sexo si ambos se hubiese limitado solamente a algunas escapadas inconsecuentes, arrebatadas pero breves; sería el sexo, sólo el sexo, si se hubiese sentido vacío después de poseerla, después de descargar el deseo incontrolable que ella le despertaba y lo hacía arder. La verdad, no obstante, es que Tomás se había vuelto un visitante asiduo de la sueca, después del almuerzo se había habituado a pasar por su apartamento, el adulterio se había transformado en una rutina, cosa de hábito, itinerario apacible en un día de trabajo.
Había algo en ella que despertaba sus deseos más lúbricos. Siempre había oído decir que las mujeres de senos grandes no eran particularmente buenas en la cama; pero, si eso era verdad, Lena representaba sin duda la gran excepción. La sueca se había revelado como una mujer desinhibida, ávida, imaginativa, preocupada por darle placer y enfática cuando disfrutaba de su cuerpo. Además, se mostraba poco exigente en el día a día; le hacía innumerables preguntas sobre la investigación basada en el trabajo del profesor Toscano, pero no le interrogaba sobre su vida familiar, se contentaba con el simple hecho de tenerlo cerca casi todas las tardes. El hecho es que, de una forma casi sin ataduras, manteniendo una tranquilizadora independencia, Lena se había convertido en una parte de su vida, le otorgaba una válvula de escape, una fuga de los problemas diarios, una distracción lúdica.
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