– ¿Qué fundación? -titubeó.
– La de los estadounidenses.
– Yo soy de la Universidad Nova de Lisboa, señora -dijo sorteando el obstáculo de la pregunta-. Soy portugués, como puede ver.
La mujer pareció satisfecha con la respuesta. Quitó la cadena de la cerradura y abrió la puerta, invitándolo a entrar.
– ¿Le apetece un té? -preguntó llevándolo hacia la sala.
– No, gracias, he tomado hace poco el desayuno.
La sala tenía un aspecto decadente, obsoleto. Un papel pintado con motivos floridos y frisos xilográficos decoraba aquella parte de la casa; se veían cuadros de poca calidad estética que, colgados de las paredes, mostraban a hombres de aspecto austero, escenas campestres y barcos antiguos; sofás hundidos y sucios rodeaban un pequeño televisor; del otro lado de la sala, un aparador de pino con taraceas de bronce exhibía fotos en blanco y negro de un matrimonio y de varios niños sonrientes. En la casa olía a moho. Partículas brillantes, iluminadas por el claror del día, se cernían en el espacio junto a las ventanas; parecían luciérnagas minúsculas, puntitos de luz bailando con lentitud, etéreos y fluorescentes: era el polvo que planeaba en el aire estancado de la sala.
Tomás se acomodó en el sofá y su anfitriona le hizo compañía.
– No se fije en el desorden, por favor.
– Qué dice, señora. -Miró alrededor: todo tenía, de hecho, un aspecto descuidado; la limpieza era superficial, se veían manchas en las telas de las cortinas y de los sofás y un fino manto de polvo sobre los muebles-. Todo está muy bien, muy bien. No se preocupe.
– Ah, desde que murió Martinho me he sentido sin fuerzas para poner orden. Estoy muy sola.
Tomás se acordó del nombre del profesor. Martinho Vasconcelos Toscano.
– La vida es así, señora, qué se le va a hacer.
– Pues sí -coincidió la anciana con actitud resignada; tenía un aspecto de mujer educada, aunque muy abatida-. Pero mire que cuesta. ¡Ah, si cuesta!
– La vida son dos días. Cuando queremos acordar… ¡puf!
– Exacto. Son dos días. -Esbozó un gesto amplio, abarcando toda la sala-. Este edificio fue construido por el abuelo de mi marido a principios de siglo, ¿puede creerlo?
– ¿Ah, sí?
– Era de los edificios más bonitos de Lisboa. En aquel tiempo no había estos edificios que hay ahora, esas cosas horrorosas que han construido por aquí. No, en aquel tiempo todo estaba mejor hecho, con buen gusto. La Rotunda tenía unas viviendas hermosas, era algo muy agradable.
– Me imagino.
– Pero el tiempo no perdona. Mire esto. Está todo viejo, estropeado, cayéndose a pedazos. Unos años más y demolerán el edificio, ya le queda poco.
– Sí, tarde o temprano, es inevitable.
La mujer suspiró. Se acomodó la bata y se echó hacia atrás un mechón de pelo.
– Entonces dígame. ¿Qué necesita?
– Bien, necesito consultar los documentos y todos los apuntes que tomó su marido en los últimos seis o siete años.
– ¿La investigación que estaba haciendo para los estadounidenses?
– Pues…, eso… no lo sé bien. Lo que quiero es ver el material que fue compilando.
– Fue la investigación de los estadounidenses. -Tosió-. ¿Sabe? Martinho fue contratado por una fundación de Estados Unidos. Le pagaban una fortuna. Se metió en las bibliotecas y en la Torre do Tombo, a leer manuscritos. Leyó hasta el cansancio, hurgó entre tantos papeles viejos que llegaba a casa con las manos negras de polvo, tanto que daba impresión. A veces esas manchas sólo se iban con lejía. Después, hubo un día en que hizo un descubrimiento que lo dejó muy excitado, parecía un niño cuando llegó a casa. Yo estaba leyendo y él sólo me decía: «Madalena, he descubierto algo extraordinario, extraordinario».
– ¿Y qué era? -quiso saber Tomás, ansioso, inclinándose en el sofá, acercándose a su anfitriona.
– Nunca me lo contó. Martinho era una persona especial, le encantaban los códigos y los acertijos, se pasaba días llenando los crucigramas de los periódicos. Nunca me contaba nada. Sólo me dijo: «Madalena, esto ahora es secreto, pero cuando leas lo que tengo aquí te vas a quedar con la boca abierta, ya verás». Y yo lo dejaba, mientras estuviese entretenido en sus cosas era feliz, ¿no? Hizo varios viajes, fue a Italia y a España, anduvo de un lado a otro, a las vueltas con su investigación. -La mujer tosió nuevamente-. En cierto momento, los estadounidenses comenzaron a atormentarlo, querían saber lo que estaba haciendo, qué había descubierto, en fin, esas cosas. Pero Martinho no soltaba prenda, les decía lo mismo que me decía a mí: «Quédense tranquilos, cuando lo tenga todo listo ya sabrán qué es lo que hay». Pero ellos no se resignaban y la historia comenzó a enturbiarse. Un día, los estadounidenses llegaron y se armó un griterío tremendo, querían a toda costa que Martinho les mostrase lo que había descubierto. -La mujer se llevó las dos manos a su cara-. Mire, el enfado fue tan grande que pensamos que iban a dejar de pagar. Pero no fue así.
– ¿No le parece eso extraño?
– ¿Qué?
– Si insistían tanto en saberlo todo y el profesor Toscano no les decía nada, ¿no le parece extraño que no hayan dejado de pagarle?
– Sí. Pero Martinho me dijo que tenían mucho miedo.
– ¿Ah, sí?
– Sí, estaban asustados.
– ¿Asustados por qué?
– Ah, Martinho no me explicó eso. Eran cosas entre ellos, yo no quería meterme. Pero creo que los estadounidenses temían que Martinho se guardase el descubrimiento y no diese ninguna información a nadie. -Sonrió-. Eso significaba que no conocían a mi marido, ¿no? ¿Que Martinho, una vez concluido su trabajo, lo iba a dejar guardado en un cajón? ¡Ni pensarlo!
– Pero, después de morir su marido, ¿por qué usted no les entregó a los estadounidenses todo el material? Al fin y al cabo, era una manera de conseguir su publicación.
– No lo hice porque Martinho había reñido con ellos. -La viuda se rio y cambió de tono, como si añadiese un paréntesis-. El era profesor universitario, ¿sabe? Sin embargo, a veces, cuando se exaltaba, usaba unas expresiones muy groseras. -Afinó la voz-. Entonces mi marido, una vez, me dijo: «Madalena, ellos no verán nada antes de que esté todo listo. Ni una palabra. Y, si aparecen con palabritas mansas, échalos a escobazos. A escobazos». Conozco muy bien a Martinho: para que él me dijese eso, seguro que había una segunda intención de por medio. De modo que obedecí a su voluntad. Los estadounidenses incluso tienen miedo de poner aquí los pies. Una vez vino uno, que hasta habla portugués, con acento medio brasileño, y se plantó en la puerta, parecía un buitre. Decía que no se marcharía mientras yo no lo atendiese. Eso ocurrió cuando el viaje de Martinho a Brasil. En fin, el hombre se quedó allí varias horas, parecía que había criado raíces, válgame Dios. De manera que tuve que llamar a la policía, ¿sabe? Llegaron y lo obligaron a marcharse.
Tomás tuvo que reírse al imaginarse la escena: Moliarti arrastrado por los barrigudos policías de la PSP fuera del edificio.
– ¿Y él volvió?
– Cuando Martinho murió, ese hombre anduvo una vez más rondando por ahí, parecía un perdiguero en celo. Pero después desapareció, no volví a verlo nunca más.
Tomás se pasó la mano por el pelo, buscando una forma de conducir la conversación hacia el asunto que lo había llevado allí.
– Esa investigación de su marido me está despertando realmente mucha curiosidad -comenzó a decir-. ¿Sabe dónde guardó el material que había recogido?
– Ah, eso debe de estar en su despacho. ¿Quiere verlo?
– Sí, sí.
La mujer lo llevó por el pasillo de la casa, arrastrando la bata por la tarima de roble; algunas tablas estaban despegadas; en otras se abrían enormes rajas. Recorrieron todo el pasillo, sumergido en una penumbra fétida, y entraron en el despacho. Había libros apilados por todas partes, el desorden era general; se veían volúmenes en los estantes y en el suelo, los libros eran tantos que se hacía difícil circular por allí.
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