Almorzaron en bata, con sus cuerpos lánguidos, relajados, la carne saciada y el estómago necesitado de satisfacción. Por lo general, a Tomás no le gustaba el salmón, pero la sueca lo había preparado de una forma diferente, endulzándolo con un condimento escandinavo que atenuaba francamente el sabor fuerte del pescado.
– ¿Cómo se llama este plato? -quiso saber él mientras saboreaba el salmón.
– Gravad lax.
– ¿Cómo haces para que quede tan dulce?
– Oh, es una vieja receta sueca -dijo ella con una sonrisa-. He dejado macerar el salmón durante dos días en azúcar, en sal y…, huy…, en otra cosa que no sé decir en portugués.
– ¿Y la guarnición?
– Eso es gubbrdra.
– Gu… ¿qué?
– Gubbrdra. Es un plato del smorásbord, hecho con anchoas, remolacha, cebolla, alcaparras y yema de huevo. Y la salsa del gravad lax se prepara con mostaza agridulce y perejil. ¿Te gusta?
– Sí -confirmó, meneando la cabeza en gesto de aprobación-. Está bueno.
Se callaron y siguieron disfrutando de la comida. El salmón estaba realmente sabroso, nunca había comido pescado sazonado de esa manera. En la mesa sólo se oía el sonido de los cubiertos y de las mandíbulas masticando la comida. El silencio comenzó a hacerse pesado, embarazoso, como si el sexo hubiese agotado todo el combustible que los atraía, como si no quedase ya nada que decirse y la comida fuese un pretexto conveniente para sostener el silencio.
– ¿Tú me quieres? -preguntó por fin la sueca, observándolo entre los mechones brillantes de pelo rubio que caían sobre su cara.
– Claro, mi pequeña vikinga. Te quiero mucho.
Tomás ya no sabía si decía la verdad o mentía. Ella preguntaba y él respondía lo que pensaba que su amante quería escuchar. Como sabía que la convicción con que pronunciaba las palabras era importante, se había convencido de que la quería de verdad; la creencia imprimía mayor convicción a las palabras. Pero, en su fuero interno, no estaba seguro. Sabía que quería a Constanza, ni por asomo se planteaba abandonar a su mujer. Es cierto que, a veces, en los momentos de mayor arrebato con Lena, admitía la hipótesis, se imaginaba dejando a su mujer y sustituyéndola por su amante; en cuanto regresaba al estado normal, sin embargo, esa posibilidad se desvanecía, se transformaba en mera fantasía, un capricho de la pasión, de la fugaz e intensa exaltación de la voluptuosidad. Tal vez, más que amar a Lena, la deseaba; no deseaba sólo su cuerpo, aunque el cuerpo fuese una parte importante de la ecuación, sino que deseaba su compañía, el escape que ella le proporcionaba, la energía que le transmitía, paradójicamente, para dar nuevo vigor a su matrimonio. Amaba a Constanza y tal vez amase a Lena, pero de modo diferente, admisiblemente fingido. Es posible que confundiera el amor con el deseo de tenerla consigo, de llenar las manos con su cuerpo opulento, de dejar que lo llevase hacia una dimensión alternativa, una realidad donde no existía la trisomía 21, ni problemas cardiacos, ni tampoco la atención que su mujer le restaba para entregársela a la hija discapacitada.
– ¿Y? ¿Cómo va tu investigación? -preguntó la sueca agitando el tenedor con un trozo de salmón-. ¿Has avanzado algo?
El interés de ella por la investigación era genuino, y Tomás ya lo había comprobado. Al principio se sorprendió, no imaginaba que pudiera despertar su curiosidad algo tan oscuro; pero la atención que ella dedicaba a su trabajo lo halagaba; más importante aún, era algo que mantenía vivos sus diálogos, un tema de interés común que fortalecía el vínculo entre ambos.
– Imagínate que ayer fui a la casa del profesor Toscano y la viuda me dejó fotocopiar todos los documentos y apuntes que él había acumulado en sus últimos años.
– Bra -exclamó ella, satisfecha-. ¿Tenía buen material?
– Excelente. -Se inclinó en la silla, cogió la cartera, la abrió, sacó la libreta de notas y se puso a hojearla-. Pero aparentemente lo mejor está guardado en una caja fuerte. -Encontró el mensaje cifrado y se lo mostró a su amante-. El problema es que para acceder a la caja fuerte tendré que descifrar este galimatías.
Lena se inclinó y analizó la cifra.
– No entiendo nada. ¿Serás capaz de sacar algo en limpio de este misterio?
– Qué remedio -dijo Tomás, inclinándose de nuevo sobre la cartera-. Pero sólo veo un recurso. -Sacó de la cartera un libro azul-. Tendré que usar una tabla de frecuencias.
Apoyó el libro sobre la mesa; estaba escrito en inglés y se titulaba Cryptanalysis.
– ¿Eso es una tabla de frecuencias? -quiso saber Lena, mirando la cubierta, donde se destacaban unos cuadrados semejantes, según ella, a crucigramas.
– Este es un libro que contiene varias tablas de frecuencias. -Abrió el volumen y buscó la página; cuando la encontró, se la mostró a su amante-. ¿Lo ves? Tiene tablas de frecuencias en inglés, alemán, francés, italiano, español y portugués.
– ¿Y con esas tablas descifras cualquier mensaje?
Tomás se rio.
– No, mi reina. Sólo las cifras de sustitución.
– ¿Cómo?
– Hay tres tipos de cifras. Las de ocultación, las de transposición y las de sustitución. Una cifra de ocultación es aquella en que el mensaje secreto está escondido de tal modo que nadie se da cuenta siquiera de que existe. El sistema de ocultación más viejo que se conoce es uno que se utilizó en la Antigüedad, cuando se escribía el mensaje en la cabeza rapada de un mensajero, en general un esclavo. Los autores del mensaje dejaban que el pelo del mensajero creciese y sólo entonces le ordenaban ir al encuentro del destinatario. El mensajero pasaba fácilmente junto a los enemigos, que no se enteraban de que había un mensaje escrito bajo el pelo, ¿entiendes? De modo que el destinatario no tenía más que rapar al mensajero para leer el mensaje que llevaba escrito en la cabeza.
– Yo no podría -dijo con una sonrisa Lena, pasándose la mano por el abundante cabello rubio, largo y ondulado-. ¿Y los otros sistemas?
– La cifra de transposición implica la alteración del orden de las letras. Se trata, en el fondo, de un anagrama, como aquel que descifré en Río de Janeiro. Moloc es Colom leído de derecha a izquierda. Un anagrama simple. Es evidente que, para mensajes muy cortos, especialmente aquellos que sólo tienen una palabra, estas cifras son poco seguras, dado que existe un número muy limitado de posibilidades de reordenar las letras. Pero, si yo aumento el número de letras, el número de combinaciones posibles se dispara exponencialmente. Por ejemplo, una frase con sólo treinta y seis letras puede combinarse hasta trillones y trillones de formas diferentes. -Escribió en la libreta de notas «50 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000»-. ¿Lo ves? Este es el número de combinaciones posibles con sólo treinta y seis letras. -Dejó que ella digiriera aquel cinco con treinta y un ceros a la derecha-. Ahora bien, esto implica la existencia de algún sistema de ordenación de las letras, so pena de que este mensaje se vuelva indescifrable incluso para el destinatario. Es el caso del anagrama que descifré, «Moloc, ninundia omastoos». La frase tiene veintiuna letras, lo que significa que posee millones de combinaciones posibles. Acabé entendiendo que ese mensaje cifrado tenía, en la primera línea, donde estaba «Moloc», un sistema de ordenación basado en la simetría simple, en que la primera letra era la última, la segunda era la penúltima, y así sucesivamente, hasta llegar a «Colom». Ya en la segunda línea me encontré con un cruce simétrico según una ruta preestablecida, siendo necesario colocar las dos palabras, una encima de la otra, y cruzarlas alfabéticamente según esa ruta.
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