– ¿No está en portugués?
– Es posible que lo esté -asintió-. Pero no podemos olvidarnos de que el primer acertijo se encontraba en latín. Era la cita de Ovidio. Nada nos asegura que el profesor Toscano no haya elegido también el latín, o incluso cualquier otra lengua muerta, para este mensaje.
– ¿No tienes una tabla de frecuencias del latín?
– No, aquí no. Pero se puede conseguir si hiciera falta. -Volvió la atención hacia el libro con las tablas-. De cualquier modo, ya estuve analizando la tabla en portugués.
– ¿Y ?
– Lo primero que se puede decir es que el portugués tiene algunas características específicas. Por ejemplo, mientras que en inglés, en francés, en alemán, en español y en italiano la letra más frecuente es la «e», en el caso del portugués tiene primacía la «a».
– ¿Ah, sí?
Señaló los valores registrados en las tablas.
– La «a» representa el 13,5 por ciento de las letras usadas como media en un texto en portugués, y la «e» el 13 por ciento. Es verdad que en las demás lenguas latinas existe un equilibrio entre las dos letras, pero siempre con una ligera ventaja para la «e». En las germánicas, la primacía de la «e» es muy grande. En inglés, representa el 13 por ciento de todas las letras, mientras que la «a» se queda en el 7,8 por ciento, siendo incluso superada por la «t», que llega al 9 por ciento. Y en alemán la diferencia es aún más significativa. La «e» alcanza el 18,5 por ciento de frecuencia y la «a» sólo el 5 por ciento, siendo superada por la «n», la «i», la «r» y la «s».
– Por tanto, es imposible encontrar textos sin la letra «e», ¿no?
– Altamente improbable, sí. Pero no diría imposible. El escritor francés Georges Perec escribió en 1969 una novela de doscientas páginas, llamada La disparition, donde logró la proeza de utilizar sólo palabras que no tenían la letra «e». [3]
– ¡Vaya!
– Y lo más increíble es que esa novela fue traducida al inglés, con el título A void, y el traductor encontró la manera de eliminar también la letra «e» del texto en inglés.
Sonó la cafetera y Lena fue a la cocina a buscar el café. Volvió un minuto más tarde, sosteniendo una bandeja con la cafetera y dos tazas antiguas de porcelana blanca, con claras huellas de haber sido muy usadas. Dejó la bandeja en la mesita colocada junto al sofá, cogió la cafetera y llenó las dos tazas; ambos echaron dos dosis de azúcar y revolvieron con la cucharilla de metal, que tintineó en su contacto con la porcelana. Tomás bebió por el borde de la taza; el café llegaba corpulento, denso, cremoso, soltando un vapor caliente, con un fuerte aroma y un color de nuez levemente rojizo.
– ¿Está bueno? -preguntó ella.
– Una maravilla. Pero ¿no tienes nada para un carajillo?
– ¿Cómo?
– Un carajillo, como lo llaman en España: ¿no sabes lo que es?
– No.
– ¿No tienes por ahí coñac o, si no, algún aguardiente?
Lena se levantó y fue hasta la estantería. Abrió una puerta y sacó una botella de una bebida alcohólica; era un envase de cristal incoloro, con una etiqueta blanca que mostraba una carretera en el campo flanqueada por árboles sin hojas y el nombre «skane Akvavit» por debajo. Mientras sostenía la botella, se acercó de nuevo a Tomás.
– ¿Esto?
– ¿Qué es eso?
– Aguardiente sueco -explicó ella mostrando la botella.
– Normalmente se usa grappa, el aguardiente italiano, o si no un aguardiente portugués, pero supongo que el sueco servirá también.
– Vas a echar el aguardiente en el café, ¿no?
– Sólo un poquito. -Echó unas gotas en cada taza-. Los italianos lo llaman caffé corretto. Pruébalo.
Lena bebió un poco y sintió el vapor ardiente del alcohol mezclado con el aromático líquido cremoso. Hizo una mueca con la boca, en señal de aprobación.
– No está mal.
– Sólo te doy cosas buenas -dijo él sonriendo.
La sueca señaló la libreta de notas, reencauzando la conversación sobre el tema del mensaje cifrado.
– ¿Cuándo pretendes aplicar la tabla al acertijo?
Tomás dejó la taza caliente y adoptó una expresión resignada.
– Ya la he aplicado.
– ¿Y?
– Bien, he analizado las letras del acertijo y he descubierto que la más frecuente es la «e», que aparece cinco veces. La siguen la «a» y la «u», cada una de ellas con tres registros; la «o», que se repite dos veces; y la «i», sólo una vez. [4]Al ser la «e» la letra más frecuente, la sustituí por la «a». Después hice experimentos con la «a», la «u» y la «o», sustituyéndolas alternativamente por la «e», por la «s» y por la «r», las letras más frecuentes en los textos portugueses después de la «a».
– ¿No hubo ningún resultado?
– Nada.
Lena consultó la tabla.
– Pero entonces, si no hubo ningún resultado y la letra más frecuente es la «e», ¿por qué no suponer que el texto está escrito en otra lengua diferente del portugués?
– Bien, porque eso significaría que ésta no era una cifra de sustitución, sino…
Se interrumpió, sorprendido por lo que acababa de decir.
– ¿Sino qué? -intervino Lena, pidiéndole que completase el razonamiento.
Tomás se quedó callado un instante, considerando las inesperadas perspectivas que se le abrían con la conclusión a la que inadvertidamente había llegado. Se pasó la mano por la boca; sus ojos se perdieron en una reflexión sobre la posibilidad que ahora contemplaba.
– ¿Sino qué? -insistió olla, impaciente.
Tomás por fin la miró.
– Hmm, tal vez sea eso.
– ¿Eso qué?
Él volvió la atención al acertijo apuntado en el cuaderno.
– Tal vez ésta no es realmente una cifra de sustitución.
– ¿Ah, no? Entonces ¿qué es?
Tomás se puso a contar las letras del acertijo.
– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… -murmuró en voz baja, con el dedo saltando de letra en letra, casi al azar-. Catorce -dijo por fin y anotó ese número en la libreta y reanudó el cómputo de letras-. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… -La letanía prosiguió hasta llegar a los trece-. Trece -concluyó y lo anotó en la libreta, por debajo del catorce. Después cogió el libro y consultó la tabla de frecuencias-. ¡Es eso! -exclamó cerrando el puño en señal de victoria.
– ¿Eso qué? -repitió Lena sin entender nada.
Tomás le señaló un valor registrado en la tabla de frecuencias.
– ¿Ves esto? El valor señalado frente al dedo era 48 por ciento.
– Sí -confirmó Lena-. Cuarenta y ocho por ciento. ¿Qué quiere decir eso?
Tomás sonrió.
– Es el índice de vocales en los textos portugueses.
– ¿Qué?
– Una media de 48 por ciento de las letras encontradas en un texto portugués son vocales -explicó él, excitado y señaló los valores que se veían al lado-. ¿Lo ves? Sólo los italianos usan tantas vocales como los portugueses. Los españoles tienen 47 por ciento, los franceses 45 por ciento, mientras que los ingleses y los alemanes se quedan en el 40 por ciento.
– ¿Y?
– ¿Sabes cuántas vocales tiene el acertijo del profesor Toscano?
– ¿Cuántas?
– Catorce. Y las consonantes son trece. Es decir, más de la mitad de las veintisiete letras del acertijo son vocales. -La miró a los ojos-. ¿Sabes qué significa eso?
– ¿Que el mensaje está escrito en portugués?
– Tal vez -admitió Tomás-. Pero el verdadero significado es otro. Un índice tan elevado de vocales, cuando se aplica a un mensaje cifrado cuya lengua original se supone que es europea, y en particular el portugués, sólo puede llevarnos a la conclusión de que la cifra utilizada no es de sustitución, sino de transposición.
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