José Santos - El códice 632

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El códice 632: краткое содержание, описание и аннотация

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– No se fije en el desorden -dijo la anfitriona, deslizándose entre las obras esparcidas por la habitación-. Aún no he tenido tiempo ni disposición para ordenar el despacho de mi marido.

Madalena Toscano abrió un primer cajón y lo revisó rápidamente; abrió un segundo cajón y, después de un somero análisis, volvió a cerrarlo. Buscó dentro de un armario y soltó, por fin, una exclamación satisfecha: había descubierto lo que buscaba. Sacó de ahí una caja de cartón marrón claro, con el nombre de un fabricante japonés de electrodomésticos impreso en los lados; la caja contenía un gran volumen de documentos, encima de los cuales había una carpeta verde con la palabra «Colom» escrita en la tapa.

– Aquí está -dijo la mujer, arrastrando la caja fuera del armario-. Esta era la caja donde guardaba las cosas que fue acumulando.

Tomás cogió la caja como si contuviese un tesoro. Era pesada. La llevó hacia un rincón más despejado del despacho, la apoyó y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, inclinado sobre los documentos.

– ¿Puede encender la luz? -pidió.

Madalena pulsó el interruptor y una luz amarillenta y débil iluminó tenuemente el despacho, proyectando sombras fantasmagóricas por el suelo y sobre los armarios. Tomás se engolfó en los documentos, perdiendo la noción del tiempo y del espacio, olvidándose de dónde estaba, sordo a los comentarios de la mujer, transportado a una realidad lejana, perdido en un mundo sólo suyo; suyo y de Toscano. Las fotocopias y apuntes fueron volando ante sus ojos, dispuestos a la derecha cuando los consideraba relevantes, dejándolos a la izquierda si no le parecían pertinentes. Identificó reproducciones de la Historia de los Reyes Católicos, de Bernáldez; de la Historia general y natural de las Indias, de Oviedo; del Psalterium, de Giustiniani; de la Historia del Almirante, de fray Hernando Colón; además de los documentos de Muratori, de la Minuta de Mayorazgo, de la Raccolta, de las Anotaciones y del Documento Asseretto. Había también fotocopias de una carta de Toscanelli y de varias misivas firmadas por el propio Colón. Para completar aquella lista de documentos, faltaba Paesi nuovamente retrovati, de Francesco da Montalboddo, pero Tomás ya sabía que ése lo había consultado Toscano en Río de Janeiro.

El manto sombrío de la noche ya se había abatido sobre la ciudad cuando el visitante regresó al presente. Se dio cuenta de que se había olvidado de almorzar y que se encontraba solo en el despacho, sentado en el suelo, con los documentos desparramados alrededor. Ordenó las cosas en la caja y se levantó. Los músculos de la espalda y de las piernas tardaron en reaccionar; tensos y doloridos, trabaron sus movimientos. Casi cojeando recorrió el pasillo y fue a la sala. Madalena se encontraba tumbada en el sofá, dormitando, con un libro sobre el arte renacentista abandonado en el regazo. Tomás tosió, intentando despertarla.

– Señora -murmuró-. Señora.

La mujer abrió los ojos y se sentó, sacudiendo la cabeza para despertar.

– Disculpe -balbució, soñolienta-. Estaba echando un sueñecito.

– Ha hecho bien.

– ¿Encontró lo que buscaba?

– Sí.

– Pobrecito, debe de estar cansado. Incluso fui a ofrecerle algo de comer, pero usted no me oía, parecía hipnotizado en medio de toda aquella confusión.

– Le pido disculpas, no me di cuenta de su presencia. Supongo que cuando me concentro no me entero de lo que pasa a mi alrededor. Se puede estar acabando el mundo y yo sigo, ajeno a todo.

– Mi marido era igual, no se preocupe. Cuando se dedicaba a sus cosas, parecía ausentarse de la realidad. -Hizo un gesto en dirección a la cocina-. Pero, mire, le he preparado un bistec estupendo.

– Ah, gracias. No tenía por qué molestarse.

– No es molestia ninguna. ¿Quiere comerlo? Ahí lo tiene…

– No, no, gracias. Sólo quería pedirle una cosa.

– Dígame.

– ¿Puedo llevarme la caja para fotocopiar los documentos! Se los traeré mañana sin falta.

– ¿Quiere llevarse la caja? -preguntó la mujer, reticente-. Ah, no sé qué decirle.

– No tiene por qué preocuparse: se lo traeré todo de vuelta mañana. Todo.

– No lo sé…

Tomás llevó su mano al bolsillo y sacó la cartera. La abrió y mostró dos documentos personales, que le extendió a Madalena.

– Mire, le pido que se quede con mi carné de identidad y mi tarjeta de crédito. Se los dejo como garantía de que volveré mañana con sus cosas.

La dueña de casa cogió los documentos y los estudió con atención. Lo miró a los ojos y se decidió.

– Vale -dijo por fin, guardando los dos documentos en el bolsillo de su bata-. Pero tráigame todo mañana sin falta.

– Quédese tranquila -concluyó Tomás, dando media vuelta para regresar al despacho.

Cuando iba por la mitad del pasillo, oyó la voz de Madalena tras de sí, desde la sala, débil, pero suficientemente audible.

– ¿Y quiere también lo que está en la caja fuerte?

Se detuvo y volvió la cabeza.

– ¿Cómo?

– ¿Quiere también lo que está en la caja fuerte?

Tomás volvió a la sala y se detuvo bajo el marco de la puerta.

– ¿Qué me dice?

– Martinho también guardó documentos en la caja fuerte. ¿Quiere verlos?

– ¿Son documentos de la investigación?

– Sí.

– Naturalmente que quiero verlos -asintió Tomás con expresión intrigada-. ¿Qué documentos son ésos?

Madalena atravesó la sala y lo llevó hasta la habitación. La cama estaba sin hacer, había una bacinilla en el suelo, ropas desparramadas encima de una silla de mimbre y un desagradable olor agrio en el aire.

– No lo sé -dijo ella-. Pero Martinho me dijo que eran la prueba final.

– ¿La prueba final? ¿La prueba de qué?

– Eso no lo sé. Supongo que será la prueba de lo que él estaba investigando, ¿no?

Con creciente ansiedad, Tomás la vio abrir la puerta del armario y revelar una pesada caja metálica: la caja fuerte.

– ¿El guardó documentos en la caja fuerte?

– Sólo los más importantes. Me dijo una vez: «Madalena, aquí tengo la prueba de lo que he descubierto. Cuando la vean, se quedarán con la boca abierta». Martinho creía que esto era tan importante que hasta cambió el código de la cerradura.

Tomás se acercó y analizó la caja fuerte. Estaba empotrada en la pared y tenía los diez dígitos en la cerradura.

– ¿Y cuál es el código? -preguntó, conteniendo a duras penas la excitación.

Madalena sacó un papel de la mesilla de noche y se lo entregó.

– Aquí está.

Tomás abrió el papel, era un folio con diez grupos de letras y números escritos en dos columnas:

Éste es el código de la caja fuerte preguntó Tomás sorprendido Pero aquí - фото 12

– ¿Éste es el código de la caja fuerte? -preguntó Tomás sorprendido-. Pero aquí casi sólo veo letras y la caja sólo tiene números…

– Sí -reconoció Madalena-, pero cada letra equivale a un guarismo. Por ejemplo, la «A» es el 1, la «B» es el 2, la «C» es el 3, y así sucesivamente. ¿Entiende?

– Entiendo, sí. -Señaló los dígitos en la columna de la derecha, abajo-. Pero ¿y estos números? Se transforman en letras, ¿sí?

La mujer analizó mejor el folio.

– Eso ya no lo sé -admitió-. Mi marido no me lo explicó.

Tomás copió el código de la caja fuerte en su libreta de notas. Después, a modo de prueba, decidió transformar las letras en guarismos, tomando el cuidado de conservar los tres guarismos constantes del código. Terminó las cuentas y contempló el resultado:

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