Bebió el vaso de leche tibia y se repitió a sí mismo la expresión que había encontrado. Una distracción lúdica. Sí, era eso mismo. Lena se había convertido en un juguete; ella era el juguete que lo hacía volar, la muñeca que, aunque sólo fuera por una o dos horas, borraba de su memoria los eternos problemas de la salud de Margarida y las obligaciones frente a Constanza. Las preocupaciones cotidianas de Tomás eran el agua y Lena la esponja que la enjugaba; la amante se había convertido en una agradable diversión en su vida, la necesitaba para distraerse, para absorber las fuentes de ansiedad que se acumulaban en el curso cotidiano. Era con ella con quien Tomás reorganizaba sus experiencias y se volvía capaz de colocarlas bajo una perspectiva; Lena lo ayudaba a explorar sus sentimientos, a experimentar comportamientos diferentes, a escapar a las dificultades de su existencia, a atenuar en cierto modo las contrariedades, a distanciarse para comprenderlas mejor. A través de su amante, Tomás sentía que aliviaba las ansiedades que lo oprimían; su relación se había convertido en una especie de válvula de seguridad que lo protegía de la presión diaria de los problemas cotidianos.
De un modo extraño, misterioso, descubrió que, desde que se había unido a Lena, se había vuelto más atento con su hija y más cariñoso con su mujer; era como si una relación ayudase a la otra. Percibía que se trataba de una paradoja compleja, difícil de entender e imposible de explicar; y, sin embargo, muy real, palpable, vivida. La relación con su amante se había construido en la arena donde él, a través de una suspensión transitoria del tiempo, encontraba espacio para resolver sus dificultades personales. Relajaba su mente y los procesos cognitivos se activaban de una manera diferente, alterando su visión de los problemas, obligándolo a encararlos de un modo nuevo, más abierto, menos rígido. La verdad, la extraña verdad, es que, gracias a Lena, sentía revigorizarse su vínculo con la familia, se le volvieron más bellas las existencias de Constanza y Margarida.
Bebió de un trago la leche que le quedaba en el vaso. Consultó el reloj, eran las nueve y diez de la mañana, hora de irse. Se levantó de la mesa y se puso la chaqueta. Tenía una visita que hacer en Lisboa.
La calle estrecha hacia donde lo había llevado la dirección apuntada en la libreta de notas tenía una apariencia tranquila, de una paz casi provinciana, insulsa incluso, a pesar de encontrarse en pleno centro de la ciudad, justo detrás de Marqués de Pombal, perpendicular a la calle que subía hasta las Amoreiras. El edificio antiguo se abría entre construcciones más modernas; era un inmueble con uno de aquellos patios traseros que sólo se ven en el interior de Portugal, de aspecto rural, rudo, con un huerto lleno de hojas de lechuga, coles, plantaciones de patatas, gallinas cacareando, una pocilga pegada al gallinero; y un manzano erguido junto al muro como una torre, centinela silencioso, aunque exuberante, que proporcionaba el postre para las comidas que el huerto sin duda producía.
Tomás confirmó el número de la puerta. Coincidía. Miró a su alrededor, vacilante, casi sin creer que aquélla era la casa del profesor Toscano. Pero la dirección que llevaba escrita no dejaba margen para la duda, se trataba realmente de la que le habían dado en la Universidad Clásica. Aún no muy convencido, empujó la puerta de la cerca y se internó por el camino contiguo al huerto. Se detuvo, atento a los sonidos de alrededor; esperaba en todo momento que apareciese un perro ladrando, aquella casa daba la impresión de los espacios patrullados por los perros guardianes con sus dientes amenazantes; pero sólo oyó el cacareo distraído de las gallinas, tranquilo y familiar. Armándose de valor, dio unos pasos más y cobró confianza, no había señales de ningún feroz rotweiller ni de ningún vigilante pastor alemán.
La puerta de entrada estaba entreabierta. Penetró en el edificio, sumergiéndose en la oscuridad; buscó a tientas el interruptor de la luz y logró encontrarlo; lo pulsó, pero el recinto se mantuvo a oscuras; pulsó otra vez y la sombra se resistió.
– Joder -murmuró frustrado.
Dejó que sus ojos se acostumbrasen a la relativa oscuridad del local. La luz del día entraba por la puerta, difusa y suave; pero, como la mañana había amanecido gris, la luminosidad era débil, dispersa, y la sombra casi opaca. Aun así, comenzó gradualmente a distinguir las formas. A la derecha, la pared se abría a unas escaleras de madera vieja, deteriorada. A lado de éstas, una caja enrejada, como una jaula de pájaros, preservaba un ascensor antiguo y oxidado; por el aspecto, no debía de funcionar desde hacía mucho tiempo. Un aire fétido llenaba el vestíbulo del edificio; era un olor putrefacto, a cosa vieja, abandonada. Tomás comparó de inmediato el edificio con aquel donde vivía Lena; el de la sueca era antiguo, pero habitable; éste estaba transformado en una ruina, en una estructura al borde del derrumbe, un moribundo a punto de convertirse en un fantasma.
Buscó más referencias en la libreta de notas, pero la tiniebla había cubierto el papel con un manto impenetrable. Sin poder leer la dirección que había apuntado, dio un paso más para volver a la entrada, donde la luz era suficientemente fuerte para permitir consultar el apunte; se acordó, sin embargo, de que le habían dicho que la casa del profesor Toscano estaba en una planta baja. Buscó por el pasillo y encontró dos puertas. Tanteó la pared, en busca del timbre, pero no encontró nada. Apoyó el oído en la madera fría de la primera puerta y prestó atención; no oyó nada. En la segunda puerta, sin embargo, presintió algún movimiento. Golpeó la puerta. Oyó algo arrastrándose, era alguien que se acercaba. La puerta se entreabrió, revelando una cadena metálica tensa, sujeta a una cerradura; una mujer entrada en años, con bata azul sobre un pijama beis y pelo canoso desgreñado, miró por la rendija con una expresión interrogativa.
– ¿Dígame?
Tenía una voz frágil, trémula, recelosa.
– Buenos días. ¿La señora Toscano?
– Sí. ¿Qué desea?
– Vengo…, eh… vengo de la universidad, de la Universidad Nova…
Hizo una pausa, esperando que éstas fuesen credenciales suficientes. Pero los ojos negros de la mujer se mantuvieron inalterables, por lo visto Tomás no había pronunciado ningún «Ábrete, Sésamo».
– ¿Sí?
– Debido a las investigaciones de su marido.
– Mi marido ha muerto.
– Lo sé, señora. Mi más sentido pésame -vaciló, cohibido-. Pues…, yo venía justamente a concluir la investigación de su marido.
La mujer entrecerró los ojos, desconfiada.
– ¿Quién es usted?
– Soy el profesor Tomás Noronha, del Departamento de Historia dé la Universidad Nova de Lisboa. Me pidieron que concluyese la investigación del profesor Toscano. Fui a la Universidad Clásica y me dieron su dirección.
– Pero ¿para qué quiere concluir su investigación?
– Porque es muy importante. Es la última obra de la vida de su marido. -Sintió que había encontrado un argumento poderoso y se volvió más confiado, más firme-. Fíjese: la vida de una persona es su trabajo. Su marido murió, pero nos corresponde a nosotros revivir su última investigación. Sería una pena que no llegase a salir a la luz, ¿no?
La mujer frunció el entrecejo, como si estuviese pensando.
– ¿Cómo piensa revivir su obra?
– Publicándola, claro. Sería ése el más justo homenaje. Pero sólo es posible, evidentemente, si logro reconstruir la investigación de su marido.
La anciana se mantuvo pensativa.
– Usted no es de la fundación, ¿no?
Tomás tragó saliva y sintió que un sudor frío le invadía el borde de la frente.
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