– ¿Usted le conocía? -preguntó Clarke cruzando los brazos.
– Oh, sí, desde hacía años.
– ¿Podría describírmelo?
El hombre la miró y dio una palmada.
– Ah, claro, cree que soy un chalado que viene a reclamar su fortuna -dijo con una risa seca.
– ¿No lo es?
El hombre se enderezó y dio de carrerilla una correcta descripción física de Mackie. Clarke se rascó la nariz.
– Venga por aquí, por favor.
Había un cuarto de interrogatorios a un lado del mostrador. Hizo pasar al hombre y cerró. A veces servía de almacén pero aquel día no había nada; sólo una mesa y dos sillas, con las paredes desnudas y ni cenicero ni papelera.
Sithing se sentó y miró intrigado el cuarto. Clarke, de rascarse la nariz había pasado a pellizcársela. Empezaba a dolerle la cabeza y se sentía exhausta.
– ¿Cómo conoció al señor Mackie?
– Por pura casualidad. En uno de los paseos diarios que yo daba entonces por los Meadows.
– ¿Cuándo?
– Oh, hará siete u ocho años. Hacía un espléndido día de verano y fui a sentarme en un banco en el que había un hombre… desaliñado, un vagabundo. Y empezamos a hablar. Creo que fui yo quien rompió el hielo, comentando algo sobre el buen tiempo.
– ¿Y él era el señor Mackie?
– Exacto.
– ¿Dónde vivía en aquel entonces?
Sithing volvió a reírse.
– ¿Sigue desconfiando, verdad? -dijo, esgrimiendo un dedo como una salchicha-. Vivía en una especie de albergue del Grassmarket. Al día siguiente nos encontramos allí y luego adquirimos la costumbre de vernos. A mí me agradaba.
– ¿De qué hablaban?
– Del mundo y de cómo lo destruíamos. A él le interesaba Edimburgo por lo mucho que está cambiando su arquitectura. Era muy anti.
– ¿Muy anti?
– Estaba en contra de las nuevas construcciones. Tal vez al final no pudo aguantarlo.
– ¿Se suicidó en protesta por la arquitectura fea?
– La desesperación tiene diversas causas -replicó el hombre en tono admonitorio.
– Disculpe si le he parecido…
– Oh, no es culpa suya. Es porque está cansada.
– ¿Tanto se me nota?
– Seguramente Cristo también estaba cansado. Es lo que quería decir.
– ¿Le habló Mackie de su vida?
– Algo me contó. Me hablaba del albergue y de la gente que conocía…
– Me refiero a su pasado. ¿Le contó su vida anterior a la calle?
Sithing negó con la cabeza.
– Él prefería escuchar porque Rossylin le tenía fascinado.
Clarke creyó haber oído mal.
– ¿Rosalind? -preguntó.
– Rossylin. El Templo.
– ¿Qué pasa con la iglesia?
– Yo le he dedicado toda mi vida -dijo Sithing inclinándose-. ¿No ha oído hablar de los Caballeros de Rossylin?
Clarke comenzaba a encontrarse mal. Dijo que no. Le dolían las órbitas de los ojos.
– Pero ¿sabrá que en el dos mil será revelado el secreto de Rossylin?
– ¿Qué es eso, algo de la New Age?
– Es histórico -replicó el hombre con desdén.
– ¿Cree usted que Rossylin es un lugar… especial?
– ¿Por qué, si no, voló Rudolf Hess a Escocia? Hitler estaba obsesionado con el Arca de la Alianza.
– Lo sé. He visto tres veces En busca del arca perdida. ¿Pretende usted decirme que Harrison Ford se equivocó de lugar?
– Ríase si quiere -dijo Sithing con gesto despreciativo.
– ¿Era ése su tema de conversación con Chris Mackie?
– ¡Él era un acólito! -respondió el hombre dando un palmetazo en la mesa-. Era un creyente.
– ¿Usted sabía que tenía dinero? -preguntó Clarke levantándose.
– ¡El habría querido que fuera a parar a los Caballeros!
– ¿Sabe usted algún dato sobre él?
– Nos dio cien libras para nuestras investigaciones. Bajo el suelo del templo, allí es donde está enterrado.
– ¿El qué?
– ¡El portal! ¡La puerta!
Clarke abrió la puerta y agarró a Sithing del brazo, un miembro blando como sin huesos.
– Fuera -ordenó.
– ¡El dinero pertenece a los Caballeros! ¡Éramos su familia!
– Fuera -repitió Clarke.
Apenas se resistió. Lo introdujo en la puerta giratoria y la empujó para echarle a la calle Saint Leonard, donde el hombre se volvió a mirarla furioso. Tenía la cara más enrojecida aún de rabia y le caían mechones de pelo sobre los ojos. Comenzó despotricar pero ella le dio la espalda. Vio que el sargento del mostrador la miraba con una sonrisita.
– No se le ocurra -le advirtió ella.
– Me he enterado de que mi tío Chris ha muerto -dijo el hombre sin hacer caso de su aviso cuando Clarke subía la escalera-. Me dijo que me dejaría algo en herencia. ¿Qué posibilidades tengo, Siobhan? ¡Ande, sólo algunas libras de mi querido tío Chris!
Sonaba el teléfono cuando llegó a su mesa y lo descolgó frotándose las sienes con la mano libre.
– ¡Diga! -exclamó.
– Oiga… -era una voz de mujer.
– ¿Quién es, la hermana desconocida del mendigo? -preguntó dejándose caer en la silla.
– Soy Sandra. Sandra Carnegie.
Aquel nombre no le decía nada.
Cerró los ojos.
– La otra noche fuimos al Marina.
– Ah, sí, perdona, Sandra.
– Llamaba por si se sabía…
– Es que he tenido un día tremendo -añadió Clarke.
– … algo, porque como no me dicen nada…
Clarke suspiró.
– Lo siento, Sandra. Ya no llevo yo el caso. ¿Con quién trataste en Delitos Sexuales?
Sandra Carnegie balbució algo ininteligible.
– No te entiendo.
– ¡Digo que sois todos iguales! -le espetó Sandra enfurecida-. ¡Fingís que os preocupa pero no hacéis nada por detenerle! Cada vez que salgo me pregunto si me estará acechando. ¿En el autobús, cuando cruzo la acera…? -añadió casi sollozando-. Yo creía que tú… que habíamos…
– Lo siento, Sandra.
– ¡Deja de decir eso, por Dios!
– Tal vez si yo hablo con los agentes de Delitos Sexuales…
Habían cortado. Colgó; luego volvió a coger el receptor y lo dejó sobre la mesa. Tenía el número de Sandra en algún sitio, pero con tanto caos de papeles tardaría horas en encontrarlo.
Cada vez le dolía más la cabeza.
Los farsantes y los lunáticos no la dejarían en paz.
¿Qué clase de trabajo era el suyo que hacía que una se sintiera tan mal consigo misma?
La buena mañana invitaba a un largo viaje en coche. El cielo era azul claro con nubecillas, casi no había tráfico y en el casete sonaba Page/Plant. Un viaje le ayudaría a despejar la cabeza, con el valor añadido de librarse de la reunión matinal. Le dejaba a Linford todo el protagonismo.
Salió de Edimburgo de cara al tráfico de entrada de la hora punta. En Queensferry Road los coches avanzaban despacio y en la circunvalación de Barnton había la caravana habitual. Vio nieve en el techo de algunos coches y en los camiones de grava que habían salido al amanecer. Paró en una gasolinera a repostar y a tomarse otros dos paracetamoles con una lata de Irn-Bru. Al cruzar el puente Forth vio que en el del ferrocarril habían instalado el reloj del Milenio; era un recordatorio que a él le sobraba. Recordó un viaje a París con su ex mujer; haría… ¿veinte años? Allí había un reloj igual frente al centro Beaubourg, pero no funcionaba.
Hacía un viaje al pasado, rememorando las vacaciones de su infancia. Al salir de la M90 vio que aún faltaban más de treinta kilómetros. ¿Tan lejos estaba Saint Andrew? Era un vecino quien solía llevarles allí: su padre, su madre y él y su hermano. Tres personas apretujadas en el asiento de atrás, con las bolsas entre las piernas y la pelota y las toallas en el regazo. El viaje duraba una mañana entera y los vecinos les despedían agitando la mano como si fueran de expedición. Una expedición al mundo desconocido del Fife nororiental con destino al camping de caravanas, donde les aguardaba una de alquiler con cuatro literas y olor a alcanfor y a lámpara de gas. Por la noche iban al barracón de los servicios, lleno de insectos, de polillas y arañas patudas cuya sombra agigantada se proyectaba sobre las paredes enjalbegadas. Después volvían a jugar a las cartas y al dominó en la caravana y ganaba casi siempre su padre, a no ser que su madre le convenciera para que no hiciese trampa.
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