Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– Lo bastante para que nos detuvieran -contestó enarcando las cejas-, no te digo más -añadió dando un bocado al bollo y a continuación una calada al cigarrillo.

– ¿Te contó algo de su vida?

– Ahora que está muerto, ¿qué puede importar?

– A mí me importa para averiguar el motivo del suicidio.

– ¿Por qué se suicida la gente?

– Yo no lo sé.

La mujer dio un sorbo de té.

– Porque se rinden.

– ¿Eso es lo que le sucedió a él, que se rindió?

– Con toda la mierda de este mundo… -dijo Dezzi moviendo la cabeza-. Yo intenté una vez cortarme las venas rajándome las muñecas con un vidrio. Me dieron ocho puntos -añadió volviendo hacia arriba la muñeca, pero Clarke no vio señal de cicatrices-. No debí de hacerlo muy en serio, ¿verdad?

Clarke sabía que muchos mendigos eran enfermos mentales y de pronto se preguntó si Dezzi no estaría contándole patrañas.

– ¿Cuándo viste a Mackie por última vez?

– Hará unas dos semanas.

– ¿Qué impresión te dio?

– Buena -respondió la mendiga metiéndose en la boca el último trozo del bollo, que deglutió con un sorbo de té antes de seguir fumando.

– Dezzi, ¿de verdad que le conocías?

– ¿Pero qué dices?

– No me has contado nada de él.

Vio que se molestaba y temió que se fuese.

– Si le tenías afecto -añadió- ayúdame a saber cómo era.

– Nadie conocía a fondo a Mackie. Era muy reservado.

– ¿Pero a ti te hizo confidencias?

– No creas, sólo me contó algunas historias… pero debían de ser cuentos.

– ¿Historias, cómo?

– Me habló de sitios en que había estado, en Estados Unidos, Singapur y Australia. Yo pensé que habría navegado en la marina o algo así, pero él me dijo que no.

– ¿Tenía una buena formación?

– Sí que sabía cosas, y estoy convencida de que había estado en Estados Unidos, pero en los otros sitios, no sé. Londres sí que lo conocía porque sabía por dónde pasan turistas y las estaciones del metro. Cuando nos conocimos…

– ¿Qué?

Clarke estaba aterida y no sentía los pies de puro frío.

– No sé, me dio la impresión de que estaba de paso. Como si pensara marcharse a algún sitio.

– Pero no se fue.

– No.

– ¿Quieres decir que era vagabundo más por decisión propia que por necesidad?

– Tal vez -respondió Dezzi abriendo mucho los ojos.

– ¿Qué sucede?

– Puedo demostrarte que le conocía.

– ¿Cómo?

– Por un regalo que me hizo.

– ¿Qué regalo?

– Pero como a mí en realidad no me servía… lo di.

– ¿Lo regalaste?

– Bueno, lo vendí en una tienda de objetos usados de Nicolson Street.

– ¿Qué regalo era?

– Una especie de cartera, pero no cabían muchas cosas. Aunque era de cuero.

Mackie había llevado el dinero a la caja de ahorros en una cartera.

– La habrán vendido -comentó Clarke.

Dezzi negó con la cabeza.

– No, la lleva el dueño; yo le he visto con ella. Era de cuero, y el cabrón me dio sólo cinco libras.

Nicolson Street estaba cerca de Hunter Square. La tienda era como un rastro de pasillos estrechos llenos de montones de artículos usados: libros, casetes, tocadiscos y cazuelas. Había aspiradoras, de las que colgaban boas de plumas y, en el suelo, tarjetas postales y cómics viejos. Además de electrodomésticos, juegos de salón y rompecabezas; macetas y sartenes, guitarras y atriles. El dueño, un asiático, dijo que no conocía a Dezzi. Clarke le enseñó el carnet y le pidió que sacara la cartera.

– Cinco libras me pagó -farfulló la mendiga- y es de cuero auténtico…

El hombre se resistió a enseñarla hasta que Clarke le mencionó que la comisaría de Saint Leonard no estaba lejos. Al fin se agachó y puso en el mostrador una cartera negra rozada. Clarke le pidió que la abriera y vio un periódico, un paquete con el almuerzo y un fajo de billetes. Dezzi se acercó a fisgar, pero el hombre la cerró de golpe.

– ¿Quiere algo más? -preguntó el hombre.

Clarke señaló una esquina que se notaba más rozada.

– ¿Esto de qué es?

– Como no eran mis iniciales, las borré.

Clarke miró con detenimiento pensando si Valerie Briggs sería capaz de identificarla.

– ¿Recuerdas las iniciales que había? -dijo a Dezzi.

La mendiga negó con la cabeza sin dejar de observar la marca.

No había mucha luz en la tienda y era difícil ver bien los trazos.

– ¿Eran ADC? -aventuró Clarke.

– Creo que sí -contestó el tendero-. Y te la pagué bien -añadió esgrimiendo un dedo contra Dezzi.

– Bien me robaste, cabrón. Ponle las esposas -añadió dando un codazo a Clarke.

Clarke cavilaba si ADC serían realmente las iniciales de Mackie.

¿O sería otra pista que no llevaba a ninguna parte?

En Saint Leonard pensó que era una tonta por no haber examinado antes el atestado de la detención de Mackie. En agosto de mil novecientos noventa y siete, Christopher Mackie y una tal Desiderata (se había negado a dar su apellido a la policía) fueron detenidos por «exhibicionismo indecente» en la escalinata de una iglesia de Bruntsfield.

Agosto era la época del festival de Edimburgo y a Clarke le chocó que no los hubiesen tomado por actores de teatro callejero.

El agente de la comisaría de Torphichen que los había detenido se llamaba Rod Harken y recordaba muy bien el incidente.

– A ella la multamos y la tuvimos unos días encerrada por negarse a darnos el nombre -dijo el hombre por teléfono.

– ¿Y su compañero?

– Creo que salió en libertad condicional.

– ¿Por qué?

– Porque el pobre estaba comatoso.

– No le entiendo.

– Pues se lo explico. Ella estaba montada encima de él sin bragas y con la falda subida intentando quitarle los pantalones. Tuvimos que despertarle para traerle a la comisaría -añadió Harken conteniendo la risa.

– ¿Les hicieron foto?

– ¿En la escalinata? -replicó Harken a punto de echarse a reír.

– No. En la escalinata no -replicó Clarke en tono circunspecto-En Torphichen.

– Ah, sí, les hicimos fotos.

– ¿Las conservan?

– Pues, no sé.

– Bien, compruébelo -dijo Clarke-. Por favor -añadió.

– Bueno, sí -dijo Harken a regañadientes.

– Gracias.

Colgó. Una hora después le enviaron las fotos con un coche patrulla. Las de Mackie eran mejores que las del albergue. Miró sus ojos desenfocados. Tenía el cabello mucho más oscuro y peinado hacia atrás; su rostro era más bronceado o curtido de vivir al aire libre y llevaba barba de un par de días, pero no tenía peor aspecto que muchos turistas de mochila. Advirtió en él una mirada extraña como si por más que durmiese nunca fuera a olvidar lo que había visto. Clarke no pudo contener una sonrisa al ver las fotos de Dezzi: sonreía como si estuviera en el mejor de los mundos, ajena a todo.

Harken había anotado en el sobre: «Otra cosa. Interrogamos a Mackie a propósito del incidente y nos dijo que él no era ya ningún "bruto sexual" pero por un error en la transcripción le tuvimos encerrado unas horas para comprobar si era delincuente sexual. No tenía antecedentes».

Sonó de nuevo el teléfono y le dijeron del mostrador de entrada que tenía visita.

Era un hombre bajo, gordo y rubicundo. Vestía un traje príncipe de Gales a cuadros con chaleco y se enjugaba la frente con un pañuelo del tamaño de un mantel. Tenía una calva reluciente pero con bastante pelo a los lados, que se peinaba sobre las orejas. Dijo llamarse Gerald Sithing.

– He leído esta mañana en el periódico lo de Chris Mackie y me he llevado un disgusto -dijo con voz trémula clavando en ella sus ojillos.

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