Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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Eran dos semanas; las llamaban «la quincena de la feria de Glasgow». En Saint Andrew no había feria y a veces llovía una semana seguida. Se ponían los impermeables de plástico y daban paseos desapacibles, y cuando despuntaba el sol aún se notaba el frío; a él y a su hermano se les amorataba la piel jugando en el mar del Norte y saludando con la mano a los barcos que surcaban el horizonte; su padre les decía que eran barcos rusos que venían a espiar una base de la RAF que se encontraba cerca de allí.

Cuando sólo faltaban unos kilómetros, lo primero que vio fue el campo de golf, y nada más entrar en Saint Andrew tuvo la impresión de que el pueblo no había cambiado. ¿Se habría detenido el tiempo? ¿Dónde estaba la calle principal con sus zapaterías, tiendas de ofertas y cadenas de comida rápida? Bueno, Saint Andrew podía pasarse sin ellas. Reconoció el lugar que ocupaba antaño una tienda de juguetes, convertida ahora en heladería. Vio un salón de té, unos antiguos almacenes… y estudiantes; estudiantes por doquier. Alegres y bulliciosos. Miró los letreros de las calles; aunque era una localidad pequeña de seis o siete calles importantes, se despistó dos veces antes de dar con un antiguo arco de piedra.

Aparcó junto a un pequeño cementerio. Enfrente había una verja con portón que daba paso a un edificio neogótico que más parecía iglesia que colegio, aunque el letrero de la entrada no dejaba lugar a dudas: Academia Haugh.

Se preguntó si sería necesario cerrar el coche; lo hizo de todos modos, por la fuerza de la costumbre.

Un grupo de quinceañeras se dirigía al edificio. Todas vestían blazer y falda gris, con blusa blanca impecable y corbatín escolar ajustado. En la entrada había una mujer con un abrigo largo de lana negra.

– ¿El inspector Rebus? -preguntó cuando él se disponía a entrar. El hizo un gesto afirmativo-. Soy Billie Collins -añadió ella tendiendo rápido la mano y dándole un firme apretón.

En aquel momento pasó por su lado una alumna con la cabeza gacha y Collins, chasqueando la lengua, la agarró del hombro.

– Millie Jenkins, ¿has terminado los deberes?

– Sí, señorita Collins.

– ¿Los ha visto la señorita McCallister?

– Sí, señorita Collins.

– Puedes irte.

La soltó y la chica se fue como quien huye del diablo.

– ¡No corras, Millie! ¡Camina! -exclamó la profesora, y siguió mirándola para ver si obedecía. Se volvió hacia Rebus-. Ya que hace tan buen día, he pensado que podríamos dar un paseo.

Rebus asintió con la cabeza preguntándose si no habría algún otro motivo para que no le hiciera entrar en el colegio.

– Saint Andrew me trae recuerdos -dijo Rebus.

Caminaban cuesta abajo cruzando un puente sobre un riachuelo; a la izquierda se veía el puerto con su malecón y el mar cerraba la panorámica. Rebus señaló hacia la derecha pero bajó el brazo temiéndose que ella le dijera: «¡No señales, John Rebus!».

– Veníamos aquí de vacaciones… a ese camping de ahí arriba.

– Kinkell Braes -dijo Collins.

– Eso es. Había un campo de golf. Mire, aún se aprecia el contorno -añadió señalando con un gesto.

Tenían la playa a sus pies. Un paseante solitario, que iba con un perro labrador, al llegar junto a ellos les saludó con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Un saludo típicamente escocés, más evasivo que otra cosa. Al perro le chorreaba el pelo del vientre por haber entrado en el agua. Desde el mar soplaba un viento helado y cortante, y Rebus pensó que Billie Collins lo habría calificado de tonificante.

– ¿Sabe que es el segundo policía con quien hablo desde que estoy aquí? -dijo ella.

– Aquí no habrá mucha delincuencia.

– Únicamente los clásicos escándalos estudiantiles.

– ¿Cuál fue la otra ocasión?

– ¿Cómo dice?

– La otra ocasión en que habló con un policía.

– Ah, el mes pasado; por lo de la mano cortada.

Rebus asintió. Lo había leído en el periódico: una broma estudiantil; en el aula de anatomía habían robado miembros humanos que aparecieron después esparcidos por el pueblo.

– Se llama el día de la Pasa -comentó Billie Collins.

Era alta y huesuda, de pómulos marcados y cabello negro de aspecto quebradizo. También Seona Grieve era profesora. Roddy Grieve se había casado con dos maestras. Su perfil mostraba una frente protuberante, ojos hundidos y nariz puntiaguda. A sus rasgos masculinos unía una voz fuerte y profunda. Llevaba zapatos negros de tacón bajo, una falda azul marino por debajo de las rodillas y un suéter azul de lana con un gran broche celta.

– ¿Alguna ceremonia de iniciación? -preguntó Rebus.

– Los estudiantes de tercer curso gastan novatadas a los de primero; se disfrazan y beben de lo lindo.

– Y roban restos humanos.

– Es la primera vez que sucede, que yo sepa -replicó ella mirándole-. Fue una simple broma. La mano apareció en la verja del colegio y algunas de mis alumnas se desmayaron del susto.

– Dios santo.

Iban más despacio y Rebus señaló un banco. Se sentaron a discreta distancia uno de otro y Collins se estiró el bajo de la falda.

– ¿Dice que venía aquí de vacaciones?

– Casi todos los veranos. Jugaba en la playa y subía al castillo. Había una especie de mazmorra…

– Las bodegas.

– Ah, claro. Y una torre con fantasma…

– La de Saint Rule, junto a la catedral.

– ¿Donde yo he dejado el coche? -ella asintió y Rebus se echó a reír-. De niño todo me parecía mucho más lejos.

– ¿Usted habría jurado que Saint Rule estaba más apartada del campo de golf? -preguntó la mujer pensativa-. ¿Y por qué no?

Rebus dijo que sí con un gesto lento como si hubiera comprendido. Ella se refería a que el pasado era un lugar aparte al que no se puede regresar. Él había sufrido un engaño creyendo que el pueblo era el mismo de antes. Pero era él quien había cambiado; eso era lo que contaba.

Ella respiró profundamente y cruzó las manos en el regazo.

– Inspector, usted viene a hablar de mi pasado, que es un tema doloroso. Yo si pudiera lo evitaría porque hay pocos recuerdos agradables y no son esos los que a usted le interesan.

– De verdad que le agradezco…

– No me lo creo. Roddy y yo nos conocimos aquí mismo siendo muy jóvenes, en el segundo año de la carrera. En Saint Andrew fuimos felices y quizá eso me ha permitido quedarme en el pueblo. Cuando Roddy obtuvo su empleo en el ministerio de Escocia… -sacó un pañuelito de la manga, no porque fueran a saltársele las lágrimas sino para toquetear el algodón y mirar fijamente el bordado.

Rebus miró al mar fantaseando con los barcos de espías que probablemente no eran sino botes de pesca, transformados por la imaginación.

– La peor época fue al nacer Peter -prosiguió ella- cuando Roddy más trabajo tenía. Vivíamos en casa de mis suegros y además su padre estaba enfermo, yo sufrí una depresión posparto… Bueno, aquello fue un verdadero infierno. -Alzó la vista; ante ella se extendía la playa, donde el labrador corría dando saltos a recoger una rama, aunque la mujer veía otra escena-. Roddy se sumergió en su trabajo, era su manera de escapar de todo, imagino.

Entonces Rebus también veía sus propias escenas: más horas de trabajó cada día por retrasar el momento de volver a casa. No más discusiones políticas, no más luchas de almohadones, nada excepto el convencimiento del fracaso, pero había que evitar que Sammy sufriera; era el último pacto tácito entre marido y mujer. Hasta que Rhona le dijo que era para ella como un extraño y se marchó con la niña.

No recordaba que sus padres discutieran. El dinero siempre había sido un problema y semanalmente ahorraban lo que podían para las vacaciones de los niños. Se apretaban el cinturón pero a Johnny y Mike no les faltaba de nada: llevaban ropa remendada y usada pero comían caliente, tenían re galos en Navidad y vacaciones en verano. Tomaban helados y alquilaban hamacas en la playa y volvían al camping comiendo patatas fritas. Jugaban al golf e iban de excursión al parque de Craigtoun, donde había un trenecito que discurría por un bosquecillo con casas de enanitos. Todo era fácil e inocente.

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