Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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Derek Linford había hecho carrera no a pesar de sus orígenes sino precisamente por ellos, ascendiendo en la jerarquía para fastidiar a su padre y hacerle saber a su madre que era él quien tenía razón. El viejo, no tan viejo a sus cincuenta y ocho años, seguía viviendo en una casa pareada, de protección oficial. Linford pasaba a veces en coche por delante de ella, aminorando la marcha sin importarle que le viera. A veces un vecino le saludaba con la mano al reconocerle. ¿Se lo contaría a su padre? «Vi a Derek el otro día por aquí. ¿Así que seguís viéndoos…?» Se preguntaba cuál sería la reacción de su padre; un gruñido, seguramente, y vuelta a enfrascarse en las páginas de deportes y en sus crucigramas rápidos. Cuando él era estudiante su padre se dedicaba a preguntarle vocablos para rellenar el crucigrama y él se estrujaba el cerebro, pero cualquier respuesta que le daba siempre estaba mal. Tardó tiempo en darse cuenta de que el viejo se inventaba las palabras y que siempre que él sugería alguna le replicaba: «No burro, eso no es», y le daba como solución una palabra que no existía en el diccionario.

Aquél no era el hospital donde había muerto su madre. En su último momento, con la respiración ya débil, la mujer le cogió la mano, diciéndole con la mirada que no le importaba dejar este mundo. Estaba gastada como una máquina a punto de estropearse del todo, a ella le habían faltado cuidados. El viejo estaba a los pies de la cama con un ramo de claveles del jardín de un vecino y unos libros que había sacado de la biblioteca; unos libros que ella ya no podría leer nunca.

No era de extrañar que detestara los hospitales. Sin embargo al ingresar en el Cuerpo había pasado muchas horas en hospitales aguardando las curas de víctimas y agresores para hacer el atestado. Sabía lo que era la sangre y los vendajes, había visto caras tumefactas, miembros retorcidos; había asistido a la sutura de una oreja y un día contempló un hueso grisáceo que salía de una pierna destrozada. Accidentados de tráfico, víctimas de atracos, mujeres violadas.

No era de extrañar.

Al fin dio con la sala de espera para familiares. Un lugar recogido para los parientes que «aguardan noticias de sus seres queridos», como había señalado la recepcionista. Pero nada más abrir la puerta le asaltó el ruido sordo y entrecortado de una máquina expendedora, le envolvió una nube de humo de tabaco y le deslumbró el resplandor de un televisor. Había dos mujeres de mediana edad fumando como descosidas que le miraron un instante para volver a fijar su atención en el programa de la tele.

– ¿La señora Ure?

– Usted no es el médico -dijo una de ellas, aunque se volvieron a mirarle las dos.

– No -respondió a la que había hablado-. ¿Es usted la señora Ure? -preguntó.

– Lo somos las dos. Yo soy su cuñada.

– ¿Quién es la señora Archie Ure?

– Soy yo -respondió la que no había dicho nada poniéndose en pie; al ver que llevaba en la mano el cigarrillo lo apagó.

– Soy el inspector de policía Derek Linford y vengo a ver si se puede hablar con su marido.

– Póngase a la cola -dijo la cuñada. -Lamento que… ¿Es grave?

– Ya había tenido problemas cardíacos -contestó la esposa de Archie Ure-, nunca dejó de trabajar por aquello en lo que creía.

Linford asintió con la cabeza. Estaba al corriente de quién era Archie Ure, jefe del Departamento de Urbanismo del ayuntamiento y concejal desde hacía más de veinte años, un miembro del laborismo histórico, muy apreciado entre sus amigos y verdadera espina para algunos «reformistas». Ure había publicado en el Scotsman hacía un año más o menos unos artículos que le causaron problemas con el partido, pero, después del rapapolvo, había presentado su candidatura a un escaño en el Parlamento escocés sin pensar probablemente en la posibilidad de que surgiera un arribista como Roddy Grieve capaz de arrebatarle el nombramiento oficial del partido. A él que, en la campaña del setenta y nueve había trabajado como nadie, veinte años después el partido le relegaba a un segundo puesto en la lista de una circunscripción y la promesa de un cargo junto al primero de la lista.

– ¿Van a operarle? -preguntó Linford.

– ¿No te digo? -replicó la cuñada mirándole furiosa-. ¿Cómo demonios vamos a saber nosotras si le operan? Los de la familia son los últimos en enterarse -añadió levantándose.

Linford dio un paso atrás. Eran unas mujeronas adictas a la dieta escocesa: tabaco y manteca, con zapatillas deportivas y cinturillas elásticas con corpiños a juego, capaces probablemente de tumbarle de un puñetazo.

– Sólo pretendía saber…

– ¿Qué es lo que quería saber? -preguntó la esposa secundando la ira de su compañera y cruzando los brazos-. ¿Qué quiere de mi Archie?

«Hacerle unas preguntas… porque es sospechoso de homicidio.» No, eso no podía decírselo. Hizo un gesto evasivo.

– Puedo esperar -dijo.

– ¿Tiene algo que ver con Roddy Grieve? -preguntó la mujer. Pero a aquello tampoco podía contestar-. Ya me lo figuraba. Por culpa suya está aquí mi Archie. Dígale a la guarra de la viuda que no lo olvide. Y si mi Archie…, si acaso… -añadió bajando la cabeza y rompiendo en sollozos mientras su cuñada le pasaba un brazo por los hombros.

– Vamos, Isla, se pondrá bien. ¿Ya está contento? -dijo la cuñada mirando a Linford, que dio media vuelta dispuesto a marcharse.

Pero se detuvo.

– ¿Qué quiso decir con que es culpa de Roddy Grieve?

– Pues que muerto Grieve, Archie habría debido sustituirle en la lista.

– ¿Y bien?

– Pero ahora la viuda ha propuesto su nombre a la candidatura sabiendo que esos cabrones del comité lo aceptarán. Ay, sí, Isla, han vuelto a joderle, a joderle como siempre. Jodido hasta la hora de su muerte.

– Francamente, sería absurdo que no lo hicieran.

Después del hospital, el bar especializado en vinos de High Street era un desahogo. Linford dio un sorbo a su Chardonnay frío y preguntó a Gwen Mollison por qué. Mollison era alta, con pelo rubio largo y rondaría los treinta y cinco años. Usaba gafas de montura metálica que agrandaban sus ojos bien poblados de pestañas y en aquel momento jugueteaba con el móvil que había dejado en la mesa entre ellos dos junto a una abultada agenda de anillas. Miraba incesantemente a un lado y a otro como si esperase ver a algún amigo o conocido. Linford iba preparado y sabía que Mollison era la número tres del departamento de viviendas de protección oficial del ayuntamiento. No tenía el curriculum de Roddy Grieve, ni la veteranía de Archie Ure, y por eso no había logrado el nombramiento, pero se le auguraba un brillante porvenir. Era de origen proletario y nueva laborista hasta la médula; hablaba bien en público y tenía buena presencia. Aquel día vestía un conjunto de chaqueta y pantalón de lino color crema, tal vez de Armani. Linford había reconocido en ella un alma gemela y arrimó el móvil cuarenta centímetros al suyo.

– Es un golpe de efecto de relaciones públicas -dijo Mollison.

Tenía delante un vaso de Zinfandel pero también había pedido agua mineral y hasta el momento era lo único que había bebido. A Linford le gustó la táctica: no ser un abstemio, pedir alcohol, pero ingeniárselas de algún modo para consumir sólo agua mineral.

– Me refiero a que buscan el voto emocional -prosiguió ella-. Seona tiene amigos en el partido y en militancia no se queda atrás de Roddy.

– ¿Usted la conoce?

Mollison negó repetidamente con la cabeza, no por la pregunta en sí, sino por su irrelevancia.

– Yo no creo que se lo pidiera el partido; habría sido de mal gusto. Pero al prestarse ella, verían de inmediato las posibilidades -añadió cambiando de sitio el móvil para comprobar la cobertura.

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