Ian Rankin
Callejón Fleshmarket
Nº 15 Serie Rebus
En recuerdo de mis amigas Fiona y Annie,
a quien tanto echo de menos
«Es en Escocia donde buscamos nuestra idea de civilización.»
VOLTAIRE .
«Es tal el clima de Edimburgo que l os débiles sucumben jóvenes…
y los fuertes los envidian.»
DR. JOHNSON A. BOSWELL
– No debería estar aquí -dijo el inspector Rebus hablando solo.
Knoxland era una barriada de pisos subvencionados en el extrarradio oeste de Edimburgo, lejos de la demarcación de Rebus. Había ido allí porque los compañeros del West End se encontraban en cuadro y, además, porque sus jefes no sabían qué hacer con él. Era la tarde de un lunes lluvioso y la meteorología no auguraba nada bueno para el resto de la semana.
La antigua comisaría de Rebus, feliz sede de sus andanzas en los últimos siete u ocho años, estaba en fase de reorganización y como consecuencia de ello habían suprimido el Departamento de Investigación Criminal, lo que significaba que a Rebus y a sus compañeros los tenían a la deriva dispersos por varias comisarías. A él le había caído en suerte la de Gayfield Square, junto al Leith Walk, un chollo, según algunos.
Gayfield Square estaba cerca de la elegante Ciudad Nueva, barrio residencial en el que tras las puertas de sus mansiones de los siglos XVIII y XIX podía suceder cualquier cosa sin que se enteraran los peatones. Pero tres buenas millas lo separaban de Knoxland, otro mundo y otra cultura.
Knoxland era un barrio de los años sesenta, como de cartón piedra y madera de balsa, con tabiques tan finos que, prácticamente, los vecinos se oían cuando se cortaban las uñas de los pies y olían lo que guisaban unos y otros. Adornaban sus muros grises de hormigón manchas de humedad, pintadas proclamando que aquello era «Hard Knox» y otras instando a largarse a los paquistaníes, entre las que destacaba una realizada apenas una hora antes y que decía: «Uno menos».
Las pocas tiendas existentes lucían en puertas y escaparates cierres metálicos, que sus propietarios ni se molestaban en quitar durante el horario de apertura al público. Las casas de aquel barrio quedaban aisladas entre las vías de dos carriles que lo bordeaban al norte y al oeste. Los sagaces constructores habían trazado entre las calles, túneles que probablemente en los planos originales figuraban como espacios abiertos y luminosos, con posibilidad de que los vecinos se detuvieran a hablar del tiempo o de las nuevas cortinas que una vecina había puesto en su ventana. Eran túneles que incluso de día se habían convertido en zonas de paso sólo para temerarios y suicidas. Rebus estaba condenado a no ver más que atestados de atracos y tirones de bolso.
Probablemente había sido idea de los sagaces constructores haber asignado a los bloques altos de la barriada nombres de escritores escoceses rematados por el sufijo «House», para aumentar el escarnio de que no eran auténticas casas.
Barrie House.
Stevenson House.
Scott House.
Burns House.
Aquellos bloques apuntaban al cielo como un reclamo vertical de alquileres baratos. Miró a su alrededor buscando dónde tirar el vaso de café casi vacío; había parado delante de una panadería de Gorgie Road, pensando que cuanto más se alejara del centro de Edimburgo menos posibilidades tendría de encontrar donde tomar un café remotamente decente, pero había sido un error porque aunque se lo sirvieron casi hirviendo, apenas se enfrió un poco aumentó exponencialmente la insipidez. No vio ninguna papelera: porque no había. La suciedad de la calzada y los arcenes llenos de hierbajos incitaban a la dejadez, y Rebus añadió sus sobras a aquel mosaico, se irguió y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. El frío congelaba su hálito en el aire.
– Los periodistas se van a frotar las manos -musitó alguien.
Había una docena de personas yendo de un lado para otro en el pasaje subterráneo entre dos de aquellos bloques altos. Olía ligeramente a orines, sudor y otras sustancias, y en la entrada merodeaban varios perros olisqueando, un par de ellos con collar, hasta que un agente de uniforme los espantó. Como la policía ya había clausurado las salidas del pasaje con cinta de homicidios, unos niños en bicicleta estiraban el cuello para curiosear. Los fotógrafos de la policía se disputaban el espacio con los agentes de la científica, con mono blanco y cabeza cubierta, que recogían pruebas. Había una furgoneta gris anodina junto a los coches de la policía en el barrizal de una zona de juego cercana, cuyo conductor se quejó a Rebus de que unos críos se habían ofrecido a cuidar del vehículo a cambio de dinero.
– Malditos buitres.
No faltaría mucho para que el hombre se llevara el cadáver al depósito para la pertinente autopsia, aunque estuviera claro que era un homicidio a la vista de las numerosas puñaladas, una de ellas en la garganta. Por el reguero de sangre se adivinaba que la víctima había sido agredida a unos tres o cuatro metros de la entrada del pasadizo y que probablemente intentó escapar arrastrándose hacia la luz mientras el agresor le asestaba más puñaladas, que acabaron con su vida.
– No lleva nada en los bolsillos salvo calderilla -dijo otro agente-. Esperemos que alguien lo identifique…
Rebus no sabía quién era, pero sí lo que era: un caso más para las estadísticas. Aunque por encima de ello era un suceso que los periodistas de la ciudad darían a olfatear a sus lectores como a una manada de lobos a la espera de una presa. Knoxland no era un barrio que gozara del favor público, y sólo atraía a desesperados y a quienes no tenían otra opción. En el pasado, había sido una especie de vertedero de inquilinos problemáticos para el Ayuntamiento -drogadictos y trastornados-, y en época más reciente la inmigración había invadido sus rincones más sórdidos e inhóspitos. Los solicitantes de asilo y refugiados, gente con la que nadie quería tener trato y de la que nadie quería saber nada. Rebus miró a su alrededor y comprendió que los pobres desgraciados debían de sentirse como ratones en un laberinto, con la diferencia de que en un laboratorio no había depredadores y allí abundaban.
Depredadores con navaja que campaban a su antojo por la calle. Y ahora habían matado.
Llegó otro coche del que se bajó un hombre. Un rostro conocido de Rebus: Steve Holly, gacetillero local de un tabloide de Glasgow. Rechoncho, dinámico como nadie y pelo tieso con brillantina. Antes de cerrar el coche, Holly metió bajo su brazo el portátil del que nunca se separaba. Por si acaso; ése era Steve Holly, un experto en reportajes de calle. Saludó a Rebus con una inclinación de cabeza.
– ¿Tiene algo para mí?
Rebus negó con la cabeza y Holly miró a su alrededor en busca de otra fuente de información menos reacia.
– He oído que le han echado de St. Leonard -comentó para entablar conversación mirando a todos lados menos a Rebus-. No me diga que le han exilado en estos pagos.
Rebus no quiso entrar al trapo, pero Holly insistió.
– Esto es un auténtico basurero. Una escuela de mala vida, ¿no es cierto? -añadió encendiendo un cigarrillo.
Rebus sabía que Holly pensaba ya en el artículo que escribiría después, perfilando frases ingeniosas y retazos de filosofía barata.
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