Ian Rankin - Callejón Fleshmarket

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En un barrio de viviendas protegidas de Edimburgo aparece asesinado un sin papeles. ¿Se trata de una agresión racista o de algo muy distinto? Es un caso que, sin duda, interesa a Rebus, que se encuentra en ese momento rodeado de problemas: han cerrado su antigua comisaría y sus jefes querrían que se retirara. Pero Rebus es más terco que nadie. Durante las indagaciones visita un centro de detención para inmigrantes, trata con el sórdido mundo del hampa de Edimburgo y probablemente acabe enamorándose. Siobhan, por otra parte, tiene sus propios problemas. Una joven de dieciocho años ha desaparecido de casa y ella se siente obligada a ayudar a los padres, lo que implica acercarse más de lo debido a un violador convicto. Está además involucrada en otro caso, el de los dos esqueletos de mujer y de niño enterrados bajo el suelo de cemento de un sótano en el callejón Fleshmarket, un asunto que alguien quiere que salte a los medios, pero ¿quién y por qué? ¿Existe alguna relación entre este caso y el del barrio de pisos baratos de Knoxland? Callejón Fleshmarket indaga el proceso interno de una sociedad que ha perdido sus buenas costumbres y se ve inmersa en lo peor de la naturaleza humana: la codicia, la desconfianza, la violencia y la explotación.

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– Me han dicho que era asiático -espetó finalmente el periodista, expulsando humo y tendiendo la cajetilla a Rebus.

– Aún no lo sabemos -dijo Rebus como en pago por el cigarrillo-. Por su piel oscura… podría ser de muchos sitios.

– De cualquier parte menos de Escocia -replicó Holly sonriente-. Seguro que es un crimen racista. Algún día tenía que llegarnos.

Rebus sabía por qué resaltaba el «llegarnos»; se refería a Edimburgo, porque Glasgow tenía en su haber cuando menos el asesinato racista de un refugiado de los que intentaban vivir en uno de aquellos barrios marginales de bloques. Le habían apuñalado, igual que al del pasadizo subterráneo a quien, una vez registrado, examinado y fotografiado, introducían ahora en una bolsa de plástico sin que nadie pronunciara palabra: muestra de respeto de unos profesionales que a continuación proseguirían su trabajo para descubrir al asesino. Subieron la bolsa a una camilla con ruedas que pasaron por debajo de la cinta junto a Rebus y Holly.

– ¿Lleva usted el caso? -preguntó Holly en voz baja.

Rebus negó con la cabeza otra vez, mirando cómo metían el cadáver en la furgoneta.

– Pues, dígame al menos con quién tengo que hablar.

– Yo no debería ni estar aquí -contestó Rebus, volviéndole la espalda camino de la relativa seguridad de su coche.

* * *

«Yo soy de los que no pueden quejarse», pensó la sargento Siobhan Clarke, razonando que a ella al menos le habían asignado una mesa. John Rebus, superior en la jerarquía, no había sido tan afortunado. Aunque la fortuna, ni buena ni mala, nada tenía que ver con ello. Sabía que Rebus lo consideraba una señal de aviso: no tenemos sitio para ti y ha llegado la hora de que lo dejes. Podría acogerse a la pensión; muchos policías más jóvenes que él y con menos años de servicio tiraban el carné resignándose a morir, y él había comprendido perfectamente el mensaje que querían transmitirle los jefes. Ella le había ofrecido su mesa, pero Rebus, claro, no lo había aceptado alegando que él se acomodaba en cualquier sitio, para los efectos en aquella mesita junto a la fotocopiadora donde ponían las tazas, el café y el azúcar. La tetera ocupaba el antepecho de la ventana; bajo la mesa había una caja de papel de copia y disponía de una silla de respaldo roto que crujía al sentarse. No había teléfono ni enchufe para adaptarlo. Y menos, ordenador.

– Es provisional, naturalmente -dijo el inspector jefe James Macrae-. Es difícil hacer sitio a los nuevos…

A lo que Rebus respondió con una sonrisita, encogiéndose de hombros, gestos silenciosos que Siobhan sabía que era su modo particular de dominar la ira. Se la guardaba para más tarde. Por aquella falta de espacio, también la mesa que a ella le habían asignado estaba en la sección de los uniformados. Había una oficina aparte para los sargentos, que compartían con los administrativos, pero allí no tenían sitio para Rebus y ella. El inspector de la comisaría disponía de su propio despacho entre ambas dependencias; y eso era lo peor: que en Gayfield ya había un inspector y no tenían necesidad de otro. Se llamaba Derek Starr y era alto, rubio y guapo. Y lo malo era que lo sabía. Había invitado un día a Siobhan a almorzar en su club, The Hallion, cinco minutos a pie desde la comisaría. Ella no había osado preguntarle cuánto le había costado hacerse socio. Resultó que también había invitado a Rebus.

– Porque tiene dinero -fue el razonamiento de Rebus.

Starr estaba en su fase ascendente y quería que los dos nuevos se enteraran.

Ella no podía quejarse de su mesa. Tenía un ordenador, que había brindado a Rebus para usarlo cuando quisiera, y había teléfono. Al otro lado, enfrente de ella, se sentaba la agente Phyllida Hawes, con la que había trabajado en un par de casos, a pesar de que eran de distintas comisarías y ella cinco años más joven que Hawes aunque superior en la jerarquía, lo que hasta el momento no había constituido ningún problema y Siobhan esperaba que no se lo planteara. En la sala había otro agente llamado Colin Tibbet; Siobhan sabía que tenía veintitantos años, era más joven que ella y de sonrisa agradable que dejaba al descubierto una hilera de dientes pequeños y redondos. Hawes ya le había acusado de que le gustaba, en guasa pero sin pasarse.

– No soy una comeniños -contestó Siobhan.

– Ah, ¿te gusta el hombre más maduro? -bromeó Hawes, mirando de reojo hacia la fotocopiadora.

– No seas tonta -replicó ella consciente de que se refería a Rebus.

Hacía unos meses, al final de un caso, se había encontrado en sus brazos y él la había besado. No lo sabía nadie y ninguno de los dos había vuelto a hablar de ello, pero flotaba en el aire siempre que se encontraban a solas. Bueno…, flotaba sobre ella, porque con John Rebus nunca se sabía.

Phyllida Hawes preguntó, mirando a la fotocopiadora, dónde se había metido el inspector Rebus.

– Recibió una llamada -respondió Siobhan.

Era cuanto sabía, pero la mirada de Hawes daba a entender que le ocultaba algo. Tibbet se aclaró la garganta.

– Ha aparecido un muerto en Knoxland. Acaba de salir en pantalla -dijo dando unos golpecitos sobre ella a título de confirmación-. Esperemos que no sea una guerra entre mafias.

Siobhan asintió despacio con la cabeza. Hacía menos de un año una banda de narcotraficantes había intentado apoderarse del barrio y ello había dado lugar a una serie de apuñalamientos, secuestros y represalias. Eran mafias procedentes del norte de Irlanda, con conexiones paramilitares, según se rumoreó. La mayoría de sus miembros habían acabado en la cárcel.

– No es cosa nuestra -dijo Hawes-. Aquí, una de las ventajas es que no tenemos cerca barrios como Knoxland.

Era bastante cierto. Gayfield Square era una comisaría que prácticamente atendía casos del centro de la ciudad: carteristas y trifulcas en Princes Street, borracheras del sábado y robos en las casas de la Ciudad Nueva.

– Para ti, casi unas vacaciones, ¿eh, Siobhan? -añadió Hawes con una sonrisa.

– St. Leonard tuvo muy buenos momentos -se vio obligado a admitir Siobhan.

Cuando anunciaron la reestructuración se dijo que ella acabaría en la Dirección General, un rumor que no sabía de dónde había surgido y que al cabo de una semana tuvo visos de hacerse realidad, pero la comisaria Gill Templer la llamó al despacho y le dijo sin rodeos que ella iba a Gayfield Square. Trató de no tomárselo como un golpe bajo, pero en realidad fue eso. Templer, por el contrario, sí que iba al cuartel general. Otros fueron a parar a destinos tan apartados como Balerno y Lothian Este, y unos cuantos optaron por jubilarse. Sólo a Rebus y a ella los destinaron a Gayfield Square.

– Justo ahora que empezábamos a coger el tranquillo al trabajo -comentó Rebus vaciando los cajones de su mesa en una caja grande de cartón-. Bueno, hay que considerarlo en su aspecto positivo: tú podrás dormir más por la mañana.

Era cierto; su piso quedaba a cinco minutos andando. Se acabó lo de ir en coche en horas punta al centro de la ciudad. Era una de las pocas ventajas que se le ocurrían…, tal vez la única. En St. Leonard habían formado equipo y el edificio estaba en mejores condiciones que aquella comisaría tan monótona. El DIC era más espacioso y con más luz, mientras que allí había… Aspiró con fuerza. Sí, había un olor que no acababa de identificar, pero no era a humanidad ni al bocadillo de queso y pepinillos que traía Tibbet todos los días. Parecía emanar del propio edificio. Una mañana en que estaba sola había incluso pegado la nariz a las paredes y al suelo sin descubrir el origen concreto del olor. En ciertos momentos desaparecía para volver poco a poco. ¿Serían los radiadores? ¿El material de aislamiento? Ya no se lo planteaba y no había dicho nada a nadie, ni siquiera a Rebus.

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