Ian Rankin - Callejón Fleshmarket

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En un barrio de viviendas protegidas de Edimburgo aparece asesinado un sin papeles. ¿Se trata de una agresión racista o de algo muy distinto? Es un caso que, sin duda, interesa a Rebus, que se encuentra en ese momento rodeado de problemas: han cerrado su antigua comisaría y sus jefes querrían que se retirara. Pero Rebus es más terco que nadie. Durante las indagaciones visita un centro de detención para inmigrantes, trata con el sórdido mundo del hampa de Edimburgo y probablemente acabe enamorándose. Siobhan, por otra parte, tiene sus propios problemas. Una joven de dieciocho años ha desaparecido de casa y ella se siente obligada a ayudar a los padres, lo que implica acercarse más de lo debido a un violador convicto. Está además involucrada en otro caso, el de los dos esqueletos de mujer y de niño enterrados bajo el suelo de cemento de un sótano en el callejón Fleshmarket, un asunto que alguien quiere que salte a los medios, pero ¿quién y por qué? ¿Existe alguna relación entre este caso y el del barrio de pisos baratos de Knoxland? Callejón Fleshmarket indaga el proceso interno de una sociedad que ha perdido sus buenas costumbres y se ve inmersa en lo peor de la naturaleza humana: la codicia, la desconfianza, la violencia y la explotación.

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Siobhan permaneció afuera un instante y luego siguió sus pasos.

– A ese rey, ¿no acabaron matándolo? -preguntó mientras caminaban hacia la barra.

El local se llamaba The Warlock y parecía un negocio orientado hacia los turistas cansados de caminar. Había en una de sus paredes un mural con la historia del mayor Weir, confeso en el siglo XVII de brujería y delator de su hermana como cómplice, lo que les valió a ambos la ejecución en Calton Hill.

– Precioso -fue el comentario de Siobhan.

Rebus señaló hacia una máquina tragaperras en la que jugaba un hombre fornido con mono azul polvoriento. Sobre la máquina había una copa de coñac vacía.

– ¿Quiere tomar otro? -preguntó Rebus al hombre, que volvió hacia él un rostro tan espectral como el del mayor Weir en cuestión, rematado por un cabello salpicado de yeso-. Soy el inspector Rebus y quisiera que contestara a unas preguntas. Ésta es mi colega, la sargento Clarke. Bien, ¿qué hay de ese trago? Coñac, si no me equivoco…

El hombre asintió con la cabeza.

– Pero tengo ahí la camioneta… y habrá que llevarla al almacén.

– No se preocupe, le llevaremos en coche -dijo Rebus volviéndose hacia Siobhan-. Para mí lo de siempre y un coñac para el señor…

– Evans. Joe Evans.

Siobhan se dirigió a la barra sin protestar.

– ¿Ha habido suerte? -preguntó Rebus.

Evans miró los implacables cilindros de la máquina.

– Ya se me ha tragado tres libras.

– Hoy no es su día.

El hombre sonrió.

– Ha sido el peor susto de mi vida. Lo primero que pensé fue que eran restos romanos o algo así. O que picaba en un antiguo cementerio.

– Pero luego pensó que no.

– Quien echó el hormigón tenía que saber que estaban ahí.

– Sería un buen policía, señor Evans -comentó Rebus mirando cómo servían a Siobhan en la barra-. ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando ahí abajo?

– Empecé esta semana.

– ¿Con pico en vez de una perforadora?

– En un sitio como ése no se puede trabajar con perforadora.

Rebus asintió con la cabeza como si lo entendiera perfectamente.

– ¿Hace el trabajo usted solo?

– Dijeron que bastaba con un operario.

– ¿Había estado antes en ese sótano?

Evans negó con la cabeza y casi sin pensarlo echó otra moneda a la máquina y pulsó el botón. Se encendieron una serie de luces con diversos efectos sonoros, pero no salió nada. El hombre volvió a golpear el botón.

– ¿Sabe quién echó el hormigón?

El hombre volvió a negar con la cabeza y metió otra moneda.

– El dueño tendrá alguna ficha. -Hizo una pausa-. No me refiero a una ficha policial. Alguna nota de quien hizo el trabajo o una factura.

– Tiene razón -dijo Rebus.

Siobhan volvió con las bebidas y se las tendió. Ella bebía lima con soda.

– He hablado con el camarero, el pub es un local en franquicia con una marca de cerveza -dijo-. El dueño ha ido al autoservicio de mayoristas, pero no tardará.

– ¿Sabe lo de los esqueletos?

Siobhan asintió con la cabeza.

– Le llamó el camarero y viene de camino.

– ¿Tiene algo más que decirnos, señor Evans?

– Que llamen a la brigada antifraude. Esta máquina me está robando descaradamente.

– Hay delitos ante los que no podemos hacer nada. -Rebus se calló un momento-. ¿Sabe por qué quería el dueño levantar el piso?

– Él mismo se lo dirá -respondió Evans apurando el coñac-. Ahí lo tiene.

El propietario les había visto y se dirigía hacia la máquina con las manos en los bolsillos de un abrigo de cuero negro. Lucía un jersey color crema de cuello en V que dejaba al descubierto el pecho y un medallón con cadenita de oro, y llevaba el pelo corto con puntas engominadas sobre la frente. Cubría sus ojos con gafas de cristales rectangulares color naranja.

– ¿Te encuentras bien, Joe? -preguntó dando a Evans un apretón en el brazo.

– Aquí estamos, señor Mangold. Estos dos son policías.

– Soy el propietario y me llamo Ray Mangold.

Rebus y Siobhan se presentaron también.

– De momento, estoy algo extrañado, señores. Esto de los esqueletos en el sótano, no sé muy bien si es bueno o no para el negocio -añadió con una sonrisa que dejaba ver una dentadura impecable.

– Estoy seguro de que a las víctimas les conmovería su preocupación, señor.

Rebus no sabía por qué se había predispuesto tan rápido en contra del hombre. Quizá fuesen las gafas color naranja. Le disgustaba no ver los ojos a la gente. Como si leyera sus pensamientos, Mangold se las quitó y se puso a limpiarlas con un pañuelo blanco.

– Siento haber hecho ese comentario, inspector. No es muy adecuado.

– Desde luego que no, señor. ¿Hace mucho tiempo que es el propietario?

– Falta poco para el primer aniversario -dijo entornando los ojos.

– ¿Recuerda cuándo se hizo el suelo de hormigón?

Mangold reflexionó un instante y asintió con la cabeza.

– Creo que estaba en marcha cuando me traspasaron el local.

– ¿Qué negocio tenía antes?

– Un club en Falkirk.

– ¿No le iba bien?

El hombre negó con la cabeza.

– Me harté de los problemas: el personal, las pandillas que lo destrozan todo…

– ¿Demasiadas responsabilidades? -insinuó Rebus.

Mangold volvió a calarse las gafas.

– Pues, sí; creo que fue eso. Por cierto, las gafas no son por dar la nota -dijo, y Rebus volvió a pensar que era como si le leyese el pensamiento-. Tengo hipersensibilidad en la retina y no aguanto la luz fuerte.

– ¿Abrió por eso un club en Falkirk?

Mangold amplió la sonrisa esta vez mostrando más dientes mientras Rebus se planteaba hacerse con unas gafas naranja como aquéllas, diciéndose al mismo tiempo que si el dueño le leía el pensamiento era el momento preciso de que le invitase a un trago.

Pero el camarero llamó al jefe para que atendiera algo. Evans miró el reloj y dijo que se iba si no tenían más preguntas que hacerle, y Rebus se ofreció a llevarle en coche, pero el hombre rehusó.

– La sargento Clarke tomará nota de su dirección por si necesitamos volver a hablar con usted.

Mientras Siobhan sacaba la libreta del bolsillo, Rebus se dirigió a la parte de la barra donde Mangold estaba inclinado para escuchar al camarero sin que alzara la voz. Los únicos clientes eran cuatro turistas -Rebus pensó que serían norteamericanos- que sonreían beatíficos en el centro del local. Mangold terminó de hablar antes de que él llegara a la barra. Tal vez tenía ojos en la nuca como complemento de su telepatía.

– No hemos acabado -dijo Rebus apoyando los codos en el mostrador.

– Pensaba que sí.

– Lamento que se lo haya parecido. Quiero que me explique lo de la obra del sótano. ¿Para qué es exactamente?

– Tengo en proyecto ampliar el local.

– Lo de abajo es pequeño.

– Por eso. Mi idea es ofrecer al público el ambiente de las antiguas tabernuchas de Edimburgo. Será un espacio acogedor con asientos cómodos, sin música y con la menor luz posible. Pensé en poner velas, pero la inspección de Sanidad y Seguridad me hizo descartar la idea -dijo sonriendo por la tontería-. Un espacio que se pueda alquilar para fiestas, imitando las viviendas antiguas del centro de la Ciudad Vieja.

– ¿Fue idea suya o de la empresa cervecera?

– Totalmente mía -respondió Mangold casi con una reverencia.

– ¿Y contrató al señor Evans para la obra?

– Trabaja muy bien. Lo sé por experiencia.

– ¿Y tiene idea de quién hizo el suelo de hormigón?

– Ya le he dicho que estaba en marcha antes de que yo me hiciera cargo del local.

– Pero la obra concluyó estando ya usted, según me ha dicho, ¿no? Lo que significa que tendrá papeles o algo, una factura cuando menos -dijo Rebus sonriente también-. ¿O lo pagó dinero en mano sin más?

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