– Él bebía cada vez más -dijo ella- y yo regresé aquí con Peter.
– ¿Tanto bebía?
– Lo hacía a escondidas; guardaba las botellas en su despacho.
– Seona asegura que no bebía mucho.
– Es lógico, ¿no cree?
– ¿Por su reputación?
Billie Collins suspiró.
– No sé si sería culpa de Roddy. Debió de ser por su familia y el modo que tenían de agobiar a los demás -dijo mirándole-. Creo que él siempre soñó con llegar al Parlamento, y justo cuando lo tenía al alcance de la mano…
– Tengo entendido que adoraba a Cammo -Rebus se removió en el asiento.
– No creo que ésa sea la palabra exacta, pero sí me parece que le habría gustado poseer ciertas dotes de Cammo.
– ¿Por ejemplo?
– Cammo es encantador y cruel y a veces su crueldad es tanto mayor cuanto más encantador se muestra ante los demás. A Roddy le atraía esa faceta de su hermano, esa habilidad para fingir.
– Pero había otro hermano.
– ¿Se refiere a Alasdair?
– ¿Usted le conoció?
– A mí me gustaba Alasdair, pero comprendo que se marchara.
– ¿Cuándo se marchó?
– Creo que a finales del setenta y nueve.
– ¿Sabe por qué motivo?
– No lo sé. Tenía un socio, Frankie o Freddy…, un nombre así. Siempre andaban juntos.
– ¿Eran amantes?
– Yo no lo creo -se encogió de hombros-. Y Alicia tampoco. Aunque pienso que no le habría importado tener un hijo homosexual.
– ¿A qué se dedicaba Alasdair?
– Hacía de todo. Tuvo un restaurante en Dundas Street: el Mercurio, pero me parece que desde entonces habrá cambiado de dueño más de diez veces. El no sabía llevar al personal. Se metió en asuntos inmobiliarios, que creo que era a lo que se dedicaba Frankie o Freddy… y también invirtió en un par de bares. Ya le digo, inspector, hacía de todo.
– ¿Pero nada en el terreno de la política o del arte?
– Dios mío, no -respondió ella con un bufido-. Alasdair era muy realista -hizo una pausa-. ¿Qué tiene que ver Alasdair con Roddy?
– Trato de saber cómo era Roddy, y Alasdair es una pieza de tantas en el rompecabezas -contestó Rebus metiendo las manos en los bolsillos.
– Es un poco tarde para averiguarlo, ¿no cree?
– Es posible que sabiendo cómo era pueda descubrir quiénes eran sus enemigos.
– Nunca sabemos realmente quiénes son nuestros enemigos, ¿no cree? El lobo con piel de cordero, y todo eso.
Rebus asintió con la cabeza, estiró las piernas y las cruzó por los tobillos, pero Billie Collins se levantó.
– Podemos ir a Kinkell Braes. Está a cinco minutos y tal vez le interese.
Lo dudaba, pero a medida que ascendían por aquel sendero hacia el camping recordó otra cosa de su infancia: un hoyo artificial profundo con paredes de cemento, que había a un lado del sendero y del que siempre se alejaba por temor a caer en él. ¿Sería alguna conducción de agua? Recordaba que en el fondo chorreaba algo.
– ¡Dios, aquí está! -exclamó asomándose. Habían puesto una valla protectora y ya no le parecía tan hondo, pero era el mismo-. Esto me causaba pavor -dijo mirando a Billie Collins-. A un lado tenía el barranco y al otro, esto. Me costaba Dios y ayuda bajar por aquí y tenía pesadillas con el agujero.
– Es difícil de creer -dijo ella pensativa-. Aunque puede que no -añadió echando a andar.
– ¿Qué tal se llevaba Peter con su padre? -preguntó él dándole alcance.
– ¿Cómo se llevan padres e hijos?
– ¿Se veían a menudo?
– Yo nunca impedí que Peter viera a su padre.
– Eso no contesta exactamente a mi pregunta.
– Es la única contestación que se me ocurre.
– ¿Cómo reaccionó Peter cuando se enteró de que su padre había muerto?
Ella se detuvo y se volvió hacia él.
– ¿Qué trata de insinuar?
– Tiene gracia, yo estaba pensando en qué es lo que usted trata de ocultar.
– Bueno, pues así estamos en paz, ¿no? -replicó ella cruzando los brazos.
– Sólo quiero saber si se llevaban bien, porque la última canción que compuso Peter sobre su padre se titula Reproche final, y no creo que aluda precisamente a afecto y buena armonía.
Estaban en lo alto del sendero, ya frente a las filas de caravanas con las ventanas vacías aguardando la llegada del verano, con las bombonas de gas y los ánimos calmados.
– ¿Aquí venía de vacaciones? -preguntó Billie Collins mirando a su alrededor, el monótono campamento y el mar del Norte embravecido, haciendo abstracción de la simple anécdota-. Pobrecillo.
– Reproche final es un buen título -pensó en voz alta-. A mí me costó años entender al clan, inspector. No se esfuerce y busque algo verosímil.
– ¿Como qué?
– Evoque el pasado para que esta vez dé resultado.
– Podría colocarme una mesa redonda en mi cuarto de estar. Aunque eso no me convierta necesariamente en Merlín -replicó él.
Fue por la carretera de la costa hasta Kirkcaldy y paró a almorzar en el golf Lundin. El padre de un cliente amigo suyo del Oxford era el dueño del hotel Old Manor y Rebus le había prometido pasar un día por allí. Comió sopa de marisco y pescado del día guisado con sencillez y acompañado de agua mineral, tratando de no escarbar en el pasado, en el pasado de nadie. Después, George hizo de cicerone. Desde el bar se disfrutaba de una vista impresionante del campo de golf completamente rodeado por un mar que moría en el horizonte. Un rayo de sol atravesó las nubes y Bass Rock apareció ante sus ojos como una pepita de platino.
– ¿Usted juega? -preguntó George.
– ¿Cómo? -replicó Rebus sin apartar la vista del panorama.
– Si juega al golf.
Rebus negó con la cabeza.
– Lo probé cuando era niño pero no se me daba bien-añadió apartando al fin la mirada de la vista-. ¿Cómo puede usted ir a beber al Oxford teniendo aquí esto?
– Yo sólo bebo de noche, John, y cuando oscurece no se ve nada de esto.
Tenía razón. La oscuridad puede hacerte olvidar la más inmediata realidad. La oscuridad engulliría el camping, el campo de golf y la torre de Saint Rule. Engulliría delitos, agravios y remordimientos. Si cedías a su imperio comenzabas a distinguir bultos invisibles para los demás, pero que no podías definir: movimiento tras una cortina, sombras en un callejón.
– ¿Ve cómo brilla Bass Rock?
– Sí.
– Es el reflejo del sol en las cagarrutas de las aves -dijo levantándose-. No, quédese aquí, que traeré café.
Rebus siguió junto al ventanal contemplando el magnífico día de diciembre, cagarrutas incluidas, mientras sus pensamientos daban continuas vueltas en la oscuridad. ¿Qué le esperaba en Edimburgo? ¿Querría verle Lorna? George regresó con el café y le dijo que había una habitación libre.
– Me parece que no le vendrían mal unas horas de descanso.
– Por Dios, hombre, no me tiente -respondió Rebus tomándose el café.
Los pasillos del hospital tenían una buena insonorización y las enfermeras cruzaban las puertas como flechas mientras los médicos, con sus tablillas sujetapapeles, hacían la ronda. No había camas, sólo salas de espera, cuartos de reconocimiento y despachos. A Derek Linford no le gustaban los hospitales porque había visto morir a su madre en un hospital. Su padre aún vivía pero casi no se hablaban; sólo se llamaban alguna vez por teléfono. En cuanto él tuvo edad de votar y votó a los conservadores, se ganó el repudio del padre. Así era el hombre, tozudo y lleno de rencor absurdo. Derek le había objetado con sorna: «¿Cómo vas a ser tú de la clase trabajadora si hace veinte años que no trabajas?». Era cierto, cobraba una pensión de invalidez permanente por un accidente en la mina. Una invalidez que aparecía a su conveniencia, pero nunca cuando iba al pub con sus amigos. Mientras, la madre se dejó la piel en la fábrica hasta que la enfermedad se la llevó por delante.
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