Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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Se había acostumbrado a llevar un paquete y les ofreció sonriendo al ver que cogían dos cada uno. Volvió a subir al Mound. John Rebus le había contado que aquella colina la habían hecho con escombros de la ciudad nueva y que el que había sugerido la idea tenía una tienda en la cumbre, pero el auge de la construcción había condenado su negocio a la demolición. A Rebus le parecía una historia divertida y aleccionadora.

– ¿En qué sentido?

– Es la historia de Escocia misma -respondió él sin más explicaciones.

Clark pensó si no sería una referencia a la independencia, a las ideas de autogestión y autodestrucción. A él parecía divertirle que si la presionaban, ella defendía la independencia y la fastidiaba diciendo que era una espía inglesa enviada para echar por tierra el proceso; la llamaba «colonizadora» y «escocesa nueva». Nunca sabía cuándo hablaba en serio. La gente en Edimburgo era así: cerrada, reservada. A veces pensaba que era como un flirteo en el que las burlas y bromas formaban parte de un ritual de apareamiento tanto más complejo por consistir en insinuaciones más que en zalamerías.

Conocía a Rebus desde hacía unos años pero seguían sin ser verdaderos amigos. Desde luego, John Rebus no se veía con los compañeros fuera del trabajo, y sólo aceptaba su compañía cuando le invitaba a los partidos del Hibs. Su única afición era la bebida en locales concurridos por pocas mujeres, antiguos pubs casi prehistóricos.

Había tenido una relación intermitente con la doctora Patience Aitken, pero era una historia acabada, aunque él no le había comentado nada. Al principio había pensado que era tímido o raro, pero ahora ya no creía que fuera por eso. Parecía más bien una estrategia pensada. No se lo imaginaba saliendo con miembros de un club de solteros como Derek Linford. Linford, otro de sus leves errores. No había vuelto a hablar con él desde que habían estado en el Dome. Linford le dejó un mensaje en el contestador: «Espero que se te haya pasado». ¡Cómo si la culpa fuese de ella! Estuvo a punto de llamarle para exigirle disculpas, pero pensó que tal vez era el juego que él se traía para inducirla a que tomara la iniciativa y reanudar la relación.

Tal vez la locura de John Rebus fuese algo metódico. Desde luego había mucho a favor de las noches tranquilas con un vídeo de alquiler, una ginebra y un paquete de Pringle's, sin necesidad de estar pendiente de nadie y bailando a solas con tu propia música. En las fiestas y discotecas siempre le daba cierto apuro por el hecho de ser observada y catalogada por ojos extraños.

Pero por la mañana en la oficina siempre preguntaban lo mismo: «¿Qué hiciste anoche?». Una pregunta inocente en sí, pero a ella le molestaba tener que responder: «Poca cosa. ¿Y tú?». Porque pronunciar la palabra sola implicaba que eras una solitaria.

O que estás disponible. O que tienes algo que ocultar.

En Hunter Square tampoco había nadie salvo dos turistas mirando un mapa. El café que había tomado estaba pidiendo salida a gritos y se dirigió a los váteres públicos. Al salir de la cabina vio a una mujer junto a los lavabos rebuscando en unas bolsas. «Bolseras» las llamaban en Estados Unidos. El chaquetón acolchado que llevaba estaba sucio y descosido en las hombreras y el cuello. Tenía el pelo corto y sucio y las mejillas enrojecidas de vivir al aire libre. Hablaba sola buscando algo: una hamburguesa empezada y envuelta en papel. La puso debajo del secador de manos para calentarla bajo el chorro de aire dándole vueltas. Clarke la miraba fascinada, sin saber si sentía miedo o admiración. La mujer se daba cuenta de que la observaban pero seguía a lo suyo. Al apagarse la máquina volvió a apretar el botón y dijo:

– Eres una sinvergüenza curiosilla, ¿eh? ¿Te ríes de mí? -añadió volviéndose hacia ella.

– Sinvergüenza… -repitió Clarke.

– Vamos, que te divierte. Yo no soy sinvergüenza, por cierto.

Clarke dio un paso atrás.

– ¿No lo haría mejor desenvolviéndola?

– ¿Qué?

– Así la calientas por dentro.

– ¿Insinúas que soy una torpe?

– No, únicamente…

– Ah, claro, tú eres una sabionda, ¿no? La suerte que he tenido de que pasaras por aquí. ¿Tienes cincuenta peniques?

– No hay de qué.

La mujer lanzó un bufido.

– Aquí los chistes los hago yo -dijo catando la hamburguesa y hablando con la boca llena.

– Pues no entendí lo de antes -dijo Clarke.

– Te decía si eres lesbiana -respondió la mujer con la boca llena-. Los hombres que andan por los servicios son maricas, ¿no?

– Tú estás en unos servicios.

– Pero yo no soy lesbiana -replicó dando otro bocado.

– ¿Conoces por casualidad a un tal Mackie?

– ¿Por qué lo preguntas?

Clarke sacó el carnet de policía.

– ¿Sabes que Chris ha muerto?

La mujer dejó de masticar e intentó tragar lo que tenía en la boca pero no lo logró y acabó escupiéndolo en el suelo. Se acercó a un lavabo y se llevó agua a la boca en el cuenco de las manos. Clarke se acercó a ella.

– Se tiró por el puente North. Le conocías, ¿verdad?

La mujer no dejaba de mirarse en el espejo salpicado de jabón. Sus ojos, aunque oscuros y resabiados, eran más juveniles y menos castigados que el rostro. Clarke pensó que tendría treinta y tantos años, aunque en un mal día podría aparentar más de cincuenta.

– A Mackie le conocíamos todos.

– Pero no todos reaccionan como tú.

La mujer sostenía la hamburguesa en la mano contemplándola como dispuesta a tirarla, pero se lo pensó mejor y la envolvió de nuevo para guardarla en una de las bolsas.

– No sé por qué me ha impresionado -replicó-. Todos los días muere gente.

– ¿Erais amigos?

– ¿Me invitas a un té? -dijo la mujer mirándola.

Clarke asintió con la cabeza.

En el café más a mano no les permitieron entrar. Ante las protestas de Clarke, el encargado alegó que la mujer molestaría pidiendo en las mesas. Fueron a otro bar.

– En éste tampoco me dejan entrar -dijo la mujer.

Clarke optó por entrar ella a comprar dos tés y un par de bollos pegajosos y se sentaron en Hunter Square expuestas a las miradas de los viajeros del segundo piso de los autobuses. La mendiga les dirigía de vez en cuando un corte de mangas disuasorio.

– Qué mala soy -comentó.

Clarke anotó cómo se llamaba: Dezzi, diminutivo de Desiderata, aunque no era su verdadero nombre.

– Ése me lo dejé en casa.

– ¿Cuándo te marchaste, Dezzi?

– No recuerdo. Debe de hacer muchos años.

– ¿Siempre has vivido en Edimburgo?

La mujer negó con la cabeza.

– He andado por todas partes. El verano pasado fui en autobús a una comuna de Gales. No sé qué se me habría perdido allí. ¿Tienes un pitillo?

Clarke le ofreció uno.

– ¿Por qué te marchaste de casa?

– Lo que dije: una curiosilla.

– Bueno, ¿qué sabes de Chris?

– Yo le llamaba Mackie.

– ¿Y él cómo te llamaba?

– Dezzi -contestó mirándola-. ¿Qué intentas, averiguar mi apellido?

– Te juro que no -respondió Clarke negando con la cabeza.

– Sí, claro, en la poli se puede confiar lo que dura el día.

– Es cierto.

– Pero es que en esta época del año el día dura bien poco.

Clarke se echó a reír.

– Ahí me has hecho picar -dijo, intentando congraciarse con ella para averiguar si aquella mujer sabía algo de Mackie y estaba al tanto de que la policía indagaba, o había leído el artículo del News-. Bueno, ¿qué puedes decirme de Mackie?

– Que fuimos novios unas semanas -contestó con una sonrisa que iluminó su rostro-. Unas semanas locas.

– ¿Cómo de locas?

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