Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– ¿Por qué iba a contárselo? Era un simple infundio. Si alguien dice algo malo de usted, ¿se lo contaría a su esposa?

– Bien, ¿cómo lo supo la señora Grieve?

– Por el medio habitual: el viejo amigo Anónimo.

– ¿Por carta?

– Sí.

– ¿Una sola carta?

– Pregúntele a ella -respondió Banks dejando el vaso en la mesa-. Está deseando fumar un cigarrillo, ¿verdad? -Rebus se la quedó mirando y ella señaló con la cabeza el bolígrafo que él tenía a la altura de la boca-. No para de hacer ese gesto y ojalá no lo hiciera -añadió.

– ¿Por qué motivo?

– Porque yo también estoy rabiando por fumar.

En Saint Leonard sólo se podía fumar en el aparcamiento trasero y como allí no se permitía el paso al público, se situaron en la acera de enfrente a satisfacer su vicio moviendo los pies para calentarse.

Cuando Rebus casi había terminado el cigarrillo, quizá para alargarlo y apurar la colilla le preguntó si sabía quién era el autor de la carta.

– Ni la menor idea.

– Tuvo que ser alguien que les conocía a los dos.

– Sí, claro. Yo me imagino que sería alguien del partido en Edimburgo. O quizá algún resentido de los relegados en el nombramiento. En ocasiones el proceso de selección de candidatos ha sido muy reñido.

– ¿Ah, sí?

– Es por la pugna entre el laborismo histórico y el nuevo que da lugar a que se revivan viejos agravios.

– ¿Quién era el adversario del señor Grieve?

– Eran tres. Gwen Mollison, Archie Ure y Sara Bone.

– ¿Fue una lucha limpia?

Josephine Banks exhaló una mezcla de humo y aliento frío.

– Dentro de lo que cabe, sí. Quiero decir que no hubo jugarretas.

Algo en el tono en que lo decía le impulsó a Rebus a preguntar:

– ¿Pero?

– Cuando se supo que el elegido era Roddy hubo cierto malestar. Sobre todo por parte de Ure. Lo habrá leído en la prensa.

– Únicamente si hubiese aparecido en la sección de deportes.

– ¿Usted va a votar? -preguntó ella mirándole.

Rebus se encogió de hombros y miró lo poco que quedaba del pitillo.

– ¿Por qué se molestó tanto Archie Ure?

– Archie está hace siglos en el partido laborista y es partidario de la autonomía. Y resulta que aparece Roddy y le arrebata en sus propias narices lo que él consideraba un derecho hereditario. Dígame, ¿votó usted en el setenta y nueve?

El 1 de marzo de 1979: fecha del fallido referéndum por la autonomía.

– Ya no me acuerdo -mintió.

– No votó, ¿verdad? -preguntó ella y vio que se encogía de hombros-. ¿Y por qué?

– No fui el único.

– Se lo pregunto por curiosidad, porque hizo muy mal día y a lo mejor se valió de la excusa de que nevaba.

– ¿Me está tomando el pelo, señorita Banks?

– No me atrevería, inspector -respondió ella tirando la colilla.

1979

Recordaba a Rhona, su mujer por aquel entonces, con el rollo de pegatinas «vota sí» que él se encontraba en la chaqueta, en el parabrisas del coche y hasta en la petaca que a veces se llevaba a la comisaría. Fue un invierno crudo; nublado y frío y con muchas huelgas. El invierno de la protesta como decían los periódicos, y no era para menos. Su hija, Sammy, tenía cuatro años. Cuando Rhona y él discutían lo hacían en voz baja para no despertar a la pequeña. Su trabajo era un problema y le parecían insuficientes las veinticuatro horas del día. Hacía poco que Rhona había iniciado su militancia política colaborando en la campaña a favor del Partido Nacionalista Escocés. Para ella la autonomía era un paso hacia la independencia, pero para Jim Callaghan y su gobierno laborista era el modo de… Rebus nunca lo supo con certeza. ¿Frenar el nacionalismo? ¿O frenar a la propia Escocia? ¿Se proponían reforzar la Unión?

Ellos dos discutían de política en la cocina hasta que Rebus se aburría y se tumbaba en el sofá diciéndole a Rhona que a él le traía sin cuidado. Al principio ella se ponía delante del televisor para tapárselo y eran unas discusiones tajantes y apasionadas.

– No pienso exasperarme -decía él cuando Rhona terminaba un razonamiento, y entonces ella le atizaba con un almohadón hasta que él la tumbaba en la alfombra forcejeando y acababan los dos riendo.

Sería quizá porque empezaba a reaccionar a tanta militancia, pero en cualquier caso su intransigencia fue en aumento y una tarde volvió a casa con una insignia de «escocia dice no» en la solapa. Estaban una vez más en la mesa de la cocina cenando y Rhona tenía cara de cansada; era lógico: se ocupaba de su trabajo, de la niña y de la campaña. No dijo nada de la insignia ni siquiera cuando él se la quitó de la chaqueta y se la prendió en la camisa. Sólo le miró con ojos inexpresivos y no volvió a hablarle en toda la noche. En la cama le dio la espalda.

– Creí que querías que me metiera más en política -dijo él en broma, pero ella no contestó-. Lo digo en serio. He pensado en todo lo que me dijiste y he decidido votar no.

– Haz lo que te dé la gana -contestó ella con frialdad.

– Pues eso haré -replicó él mirando el bulto de su cuerpo al lado.

Pero el primero de marzo hizo algo peor que votar no. No fue a votar. Podía alegar como disculpa que hacía mal tiempo, trabajo o cualquier otra cosa, pero lo cierto fue que lo hizo por fastidiar a Rhona, y fue viéndolo claro a medida que transcurrían las horas y miraba las manecillas implacables del reloj de la oficina. Cuando aún le quedaban unos minutos, estuvo a punto de salir corriendo al coche, pero se dijo que era demasiado tarde. Demasiado tarde.

De regreso a casa se sintió fatal. Rhona no había vuelto; estaría en alguna mesa electoral comprobando el recuento de votos o con sus correligionarios en algún bar aguardando los resultados oficiales.

La canguro le dejó a cargo de la niña y él se quedó cuidando a Sammy, que no tardó en dormirse abrazada a su osito de peluche Pa Broon. Rhona volvió tarde y algo bebida; también él lo estaba, con cuatro latas vacías de Tartán Special frente a la tele sin sonido, escuchando un disco. Pensó en decirle que había votado no, pero ella se habría dado cuenta de que mentía y optó por preguntarle cómo estaba.

– Adormilada -contestó ella desde la puerta del cuarto de estar como si le diese miedo entrar-, aunque, en cierto modo, casi es preferible -añadió dándose la vuelta.

Uno de marzo de 1979. El referéndum incluía una cláusula por la cual era necesario que un cuarenta por ciento votara sí, y corrió el rumor de que era una imposición del gobierno laborista de Londres para entorpecer la autonomía por temor a que sus diputados escoceses en Westminster fueran desplazados y los conservadores obtuvieran la mayoría permanente en la Cámara de los Comunes. Era imprescindible que hubiera un cuarenta por ciento de votos a favor del sí.

Pero no los hubo ni por aproximación. Un treinta y tres por ciento votó sí y un treinta y uno por ciento, no. El resultado, como dijo un periódico, era indicio de «una nación dividida». El PNE retiró el apoyo al gobierno Callaghan, quien los calificó de «pavos que votan en Navidad», obligando a la convocatoria de elecciones que ganaron los conservadores con la candidatura de Margaret Thatcher.

– La culpa es de tu PNE -comentó él a Rhona-. ¿Dónde está ahora tu autonomía?

Ella se encogió de hombros sin ofenderse. Había pasado cierto tiempo desde aquellas batallas a almohadonazos en el suelo. El volvió a concentrarse en su trabajo indagando vidas ajenas, problemas y miserias de otros.

No había vuelto a votar desde entonces.

Cuando se marchó Josephine Banks, Rebus volvió a la sala de Homicidios donde hablaban por teléfono el sargento Silvers y otros dos agentes que no eran de Saint Leonard, mientras la inspectora jefe Gill Templer y Watson hacían un aparte. Entró una agente uniformada a entregar a Watson unos mensajes telefónicos sujetos por un clip, y el jefe los cogió frunciendo el entrecejo sin interrumpir la conversación con Templer. Watson iba sin chaqueta y con la camisa arremangada. Los policías iban de un lado a otro, tecleaban en los ordenadores y contestaban al teléfono, que no dejaba de sonar. Rebus encontró en su mesa las transcripciones de los interrogatorios a los miembros del clan. A Cammo Grieve le había tocado la china inquisitorial de Bobby Hogan y Joe Dickie.

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