El albergue no hacía precisamente alarde de su existencia con aquellas dos ventanas mugrientas y la robusta puerta. Había junto a ella dos hombres en cuclillas, y uno de ellos le pidió fuego. Clarke negó con la cabeza.
– Entonces seguro que no tiene pitillos -comentó el hombre reanudando la charla con su compañero.
Clarke giró el pestillo pero la puerta estaba cerrada. Pulsó el timbre dos veces y aguardó. Se abrió la puerta de par en par y un joven escuálido no hizo más que mirarla para volver a entrar diciendo: «Sorpresa, sorpresa, la policía» y fue a sentarse en una silla y a enfrascarse otra vez en la televisión. En el cuarto había un par de sillones destartalados, un largo banco de madera y otros dos asientos parecidos a taburetes. El televisor y una mesita de centro completaban el mobiliario. En la mesita había un diminuto cenicero de aluminio pero casi todas las colillas iban a parar al suelo de linóleo. En un sillón dormitaba un hombre que tenía el rostro cubierto de trocitos de papel. Clarke iba a acercarse para ver qué era cuando el que le había abierto la puerta cortó una tira de periódico, la humedeció en la boca y la escupió sobre el dormido.
– Son dos puntos en la cara y uno en el pelo o la barba -explicó.
– ¿Cuál es tu puntuación máxima?
– Ochenta y cinco -respondió el muchacho dejando ver su dentadura mellada.
Se abrió una puerta al fondo.
– ¿Qué desea?
Clarke se acercó a la mujer y le dio la mano. A sus espaldas el francotirador imitó el aullido de una sirena.
– Soy la agente de policía Clarke de la comisaría de Saint Leonard.
– Usted dirá.
– ¿Conoce a un tal Christopher Mackie?
– Puede ser -respondió la mujer con una mirada desconfiada-. ¿Qué ha hecho?
– El señor Mackie ha muerto. Se ha suicidado, al parecer.
La mujer cerró los ojos un segundo.
– ¿Ha sido el que se tiró desde el puente North? La noticia del periódico decía únicamente que era un vagabundo sin dar el nombre.
– ¿Usted le conocía?
– Pase al almacén y hablamos.
Se llamaba Rachel Drew y llevaba doce años encargada del albergue.
– No es realmente un albergue -dijo-, sino un centro de día, pero qué quiere que le diga, si no tienen dónde dormir les cedo la sala de la entrada. ¿Qué voy a hacer siendo invierno?
Clarke asintió con la cabeza. El cuarto era, tal como había dicho Rachel Drew, un almacén. Había una mesa y un par de sillas, pero el resto lo ocupaban cajas de latas de conserva. Drew le dijo que tenían una cocinita anexa en la que ella y dos ayudantes preparaban tres comidas diarias.
– No es gastronomía fina, pero no se quejan.
Drew era una mujer alta, sencilla, de cuarenta y tantos años, con melena negra, aparentemente de rizo natural, hasta los hombros. Tenía los ojos oscuros y un rostro cetrino, pero su voz era cálida y alegre como defensa frente al cansancio permanente, supuso Clarke.
– ¿Qué puede decirme del señor Mackie?
– Era un hombre amable, encantador. No hacía fácilmente amistad con nadie, pero porque él no quería. Me costó llegar a tener cierta confianza con él porque cuando yo vine aquí él era veterano. No es que estuviera siempre en el albergue, pero sí acudía con regularidad.
– ¿Usted le guardaba el correo?
Drew dijo que sí.
– No recibía mucho. El cheque de la seguridad social y… quizá dos o tres cartas al año.
Los extractos de la cuenta en la caja de ahorros, pensó Clarke.
– ¿Hasta qué extremo le conoció? -preguntó.
– ¿Por qué lo dice?
Clarke la miró y Drew esbozó una sonrisa.
– Perdone, me siento muy protectora con mis mendigos. No sé si es que piensa que Chris tenía una personalidad suicida. No, yo diría que no -añadió negando con la cabeza.
– ¿Cuándo le vio por última vez?
– Hará una semana más o menos.
– ¿Sabe adónde iba cuando no se recogía aquí?
– Yo tengo por principio no preguntar nada.
– ¿Por qué? -preguntó Clarke con auténtica curiosidad.
– Porque nunca se sabe qué preguntas pueden molestar.
– ¿Él no le contó nada de su pasado?
– Algunas anécdotas. Dijo que había estado en el ejército, y una vez me comentó que había sido cocinero y que su esposa se fugó con un camarero.
Clarke notó cierto retintín en ella.
– ¿Usted no se lo creyó?
Drew se recostó en la silla que enmarcaban las cajas de latas de conserva, las latas que ella abría a diario para alimentar a unas personas a fin de que el resto del mundo pudiera olvidarse de ellas.
– Me cuentan muchas cosas y yo simplemente escucho.
– ¿Tenía algún amigo íntimo Chris?
– Aquí no, que yo sepa. Quizá fuera del albergue -añadió entornando los ojos-. No me malinterprete, pero ¿por qué le interesa tanto un mendigo?
– Porque no lo era. Chris tenía una cuenta en una caja de ahorros con un saldo de cuatrocientas mil libras.
– Afortunado -comentó la mujer con gesto de desdén, pero vio la mirada seria de Clarke-. Dios mío, lo dice en serio… -añadió inclinándose y apoyando los codos en las rodillas-. ¿De dónde sacó tanto…?
– No lo sabemos.
– Así no me extraña su interés. ¿A quién irá a parar el dinero?
Clarke se encogió de hombros.
– Al familiar más allegado…
– Suponiendo que lo haya.
– Claro.
– Y suponiendo que lo encuentren -añadió Drew mordiéndose el labio inferior-. Mire, ha habido momentos en que hemos pasado apuros. Dios, ahora mismo, por ejemplo. Y a él jamás se le ocurrió… -se echó a reír de pronto dando una palmada-. El cabroncete… ¿Qué se traería entre manos?
– Eso es lo que intento averiguar.
– En caso de no localizar a ningún familiar, ¿para quién es el dinero?
– Creo que irá a parar a Hacienda.
– ¿Al Estado? Dios, no hay justicia, ¿no cree?
– Tenga cuidado con esos comentarios -replicó Clarke sonriente.
Drew negó con la cabeza conteniendo la risa.
– Cuatrocientos mil de los grandes, se tira por un puente y ahí queda eso.
– Sí.
– Sabiendo que se descubriría -añadió Drew mirándola-, es como si les plantease un acertijo, ¿no? -permaneció pensativa un instante-. Den la noticia a los periódicos y así al publicarlo seguro que aparece la familia.
– Junto con todos los chalados y farsantes del mundo. Por eso necesito averiguar quién era para eliminar falsarios.
– Es verdad. Piensa usted con la cabeza. Con lo que yo podría hacer con ese dinero -añadió con un suspiro.
– ¿Contrataría un cocinero?
– Pensaba más bien en pasar un año en Barbados.
Clarke volvió a sonreír.
– Una última pregunta. ¿No tendría una foto de Chris?
Drew enarcó una ceja.
– Pues mire, creo que ha tenido suerte -dijo abriendo un cajón.
Empezó a sacar papeles, papeletas de rifa, bolígrafos y casetes hasta dar con un paquete de fotos que examinó hasta encontrar una que le enseñó.
– Es de las últimas Navidades, pero Chris no había cambiado mucho. Es ése junto al de la barba.
Clarke reconoció al durmiente de la primera sala. También aparecía en el sillón, pero bien despierto y con la boca abierta fingiendo falsa alegría. En un brazo del sillón se veía sentado al llamado Christopher Mackie; era un hombre de mediana estatura con algo de barriga y pelo negro peinado hacia atrás desde una frente protuberante. Sonreía con malicia como si ocultase algún secreto. Claro. Era la primera vez que Clarke veía su cara y sintió una extraña sensación. Hasta aquel momento para ella había sido un simple cadáver.
– Aquí lo tiene solo -dijo Drew enseñándole otra foto.
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