Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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Cammo Grieve: ¿Tienen idea de cuánto va a durar esto?

Hogan: Lo siento, señor. No es nuestra intención molestarle.

Grieve: ¡Han asesinado a mi hermano!

Hogan: ¿A qué cree usted que se debe este interrogatorio?

(Rebus sonrió al recordar que Hogan pronunciaba de tal manera la palabra «señor» que sonaba a insulto.)

Dickie: ¿Regresó a Londres el sábado, señor Grieve?

Grieve: A la primera oportunidad.

Dickie: ¿No se lleva bien con su familia?

Grieve: Eso a usted no le importa.

Hogan (dirigiéndose a Dickie): Anota que el señor Grieve se niega a contestar.

Grieve: ¡Por Dios bendito!

Hogan: No hay necesidad de mencionar el nombre del Señor en vano.

(Rebus se echó a reír con ganas. Aparte de la trilogía habitual, bodas, funerales y bautizos, dudaba mucho de que Hogan viese alguna iglesia por dentro.)

Grieve: Mire… vamos a seguir, ¿no le parece?

Dickie: Totalmente de acuerdo, señor.

Grieve: Regresé a Londres el sábado por la noche. Puede comprobarlo hablando con mi esposa; pasamos el sábado juntos, salvo por una reunión con mi agente a causa de unos asuntos electorales. Unos amigos nos acompañaron en la cena. El lunes cuando iba al Parlamento recibí en el móvil la noticia de que habían matado a Roddy.

Hogan: ¿Y cómo se sintió, señor…?

El interrogatorio proseguía con un Grieve de actitud agresiva. Hogan y Dickie trataban de mitigar su hostilidad replicándole con preguntas y comentarios bien elocuentes de lo que pensaban de él.

Como comentó Hogan después, en plan estrictamente oficioso, «a este tío yo sólo le pondría una cruz si fuera Drácula».

A Lorna Grieve y a su esposo les cupo en suerte enfrentarse por separado al dúo más soportable del inspector Bill Pride y el sargento Roy Frazer. El matrimonio no había visto a Roddy el domingo, y Lorna había estado en casa de unos amigos en North Berwick; Hugh Cordover pasó el día trabajando con un ingeniero de sonido y varios músicos en el estudio de grabación de su casa; había testigos.

Tampoco había visto nadie a Roddy Grieve el sábado por la noche cuando supuestamente salió a tomar una copa con unos amigos. Ninguno de sus amigos le había visto. La conclusión era que Roddy Grieve llevaba una doble vida al margen de su matrimonio. Lo cual iba a complicar enormemente la investigación.

Porque por mucho que uno se esfuerce, hay secretos que se resisten a la indagación.

11

La caja de ahorros estaba en George Street, una calle que cuando Siobhan Clarke llegó a Edimburgo era como un gueto inquietante de arquitectura imponente y tiendas decrépitas. La mitad de los locales de oficinas estaban vacíos y el letrero de se alquila colgaba de los edificios como un pendón. Pero había dado un cambio y ahora había tiendas elegantes y numerosos bares y restaurantes, casi todos ellos instalados en antiguas sedes de bancos.

Que la caja de ahorros de C. Mackie siguiera abierta parecía casi un milagro. Clarke se sentó en el despacho del director mientras éste buscaba la documentación. El señor Robertson era un hombre bajo y gordo de calva reluciente y sonrisa radiante. Las gafas de media luna le conferían un aspecto dickensiano y Clarke casi se lo imaginaba vestido de época. El hombre aceptó la sonrisa que le dirigió como un cumplido a su carácter o a su eficiencia y volvió a sentarse ante el moderno escritorio de su moderno despacho. La carpeta que había cogido no era muy gruesa.

– La C corresponde a Christopher -dijo.

– Misterio desvelado -añadió Clarke abriendo el bloc de notas al tiempo que el señor Robertson la obsequiaba con una espléndida sonrisa.

– Abrió la cuenta en marzo de 1980. Concretamente el quince, un sábado. Pero yo no era director entonces.

– ¿Quién lo era en aquella fecha?

– Mi antecesor, George Samuels. A mí aún no me habían ascendido ni estaba en la sucursal.

Clarke pasó hojas de la libreta de Christopher Mackie. El primer ingreso era de cuatrocientas treinta mil libras.

– Correcto -comentó Robertson comprobando la cantidad-. A continuación retiró pequeñas cantidades y tiene los abonos del interés anual.

– ¿Usted conoció al señor "Mackie?

– Pues no, pero me he tomado la libertad de preguntar al personal -contestó pasando el dedo por la columna de cifras-. ¿Dice que era un mendigo?

– A juzgar por sus ropas no parece que tuviera domicilio

– Bueno, desde luego, la vivienda está por las nubes, pero de todos modos…

– Con cuatrocientas mil libras podría haber encontrado algo, ¿verdad?

– Con esa cantidad habría podido encontrar lo que quisiera -hizo una pausa-. Pero veo aquí unas señas del Grassmarket.

– Después iré allí.

Robertson asintió con un gesto.

– Una empleada nuestra, la señora Briggs, le atendió en una ocasión en que retiró dinero.

– Me gustaría hablar con ella.

– Me lo imaginé -dijo el hombre asintiendo otra vez con la cabeza- y la he avisado.

– ¿No hay ningún cambio de dirección en la cuenta? -dijo Clarke mirando el bloc.

– Veo que no -respondió Robertson hojeando los papeles.

– ¿Y no le pareció a usted raro esa cantidad en una sola cuenta?

– Informamos por escrito al señor Mackie de vez en cuando sobre otras opciones, pero, claro, no se puede presionar.

– ¿Para que no se moleste el cliente?

Robertson asintió.

– En nuestra sucursal hay cuentas importantes, ¿sabe? La del señor Mackie no era la única.

– Pero él no tocaba el dinero.

– Lo que me hace pensar que…

– No hemos descubierto nada parecido a un testamento, si se refiere a eso.

– ¿No hay ningún pariente?

– Señor Robertson, yo ignoraba incluso el nombre de pila del difunto hasta que usted me lo ha dicho -dijo Clarke cerrando el bloc-. Quisiera hablar con la señora Briggs.

Valerie Briggs era una mujer de mediana edad que acababa de cambiar de peinado, como dedujo Clarke por su modo de llevarse constantemente la mano al pelo como si no acabase de creerse su nueva imagen.

– Le atendí yo la primera vez que vino -le habían dado una taza de té y la mujer la contemplaba estupefacta, pues tomar el té en el despacho del jefe era para ella una experiencia tan nueva como el peinado-. Me comentó que quería abrir una cuenta y me preguntó a quién tenía que dirigirse. Yo le entregué un formulario y él volvió con él cumplimentado y me preguntó si era posible hacer el ingreso en metálico, pero yo pensé que se había equivocado poniendo ceros de más.

– ¿Vino con esa suma?

La señora Briggs asintió con un gesto, abriendo unos ojos como platos al recordarlo. Abrió una cartera preciosa para enseñármelo.

– ¿Una cartera?

– Muy bonita y reluciente.

Siobhan tomó nota.

– ¿Y qué más? -preguntó.

– Bueno, yo fui a informar al director, porque una cantidad así… -añadió estremeciéndose al pensarlo.

– ¿El director era el señor Samuels?

– El director, sí, el encantador George.

– ¿Sigue en contacto con él?

– Oh, sí.

– Bien, ¿y qué sucedió?

– Pues que George…, el señor Samuels, quiero decir, hizo pasar al señor Mackie a su despacho -dijo señalando con la cabeza hacia el escritorio-, el viejo despacho. Antes estaba junto a la entrada. No sé por qué lo cambiaron. El señor Mackie entró, habló un rato con él y eso fue todo. Cuando salió teníamos un nuevo cliente. Luego, siempre que venía esperaba para que le atendiese yo -añadió asintiendo repetidamente con la cabeza-. Es una lástima que se dejara de esa manera.

– ¿Que se dejara…?

– Ya me entiende, que se abandonara de ese modo. Mire, el día que abrió la cuenta… Bueno, no es que vistiera elegantemente, pero estaba presentable. Trajeado incluso. Quizá llevase el pelo algo descuidado… -añadió llevándose otra vez la mano a la cabeza- pero se expresaba correctamente y era muy educado.

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