Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– ¿Y luego comenzó a ir de mal en peor?

– Casi enseguida. Se lo comenté al señor Samuels.

– ¿Y él qué dijo?

La mujer sonrió recordándolo y recitó de memoria: «Valerie, querida, seguramente hay más ricos excéntricos que gente normal». No digo que no tuviera razón, pero recuerdo que dijo también: «El dinero impone responsabilidades que muchas personas son incapaces de asumir».

– Tal vez tuviera razón.

– Sí, no digo que no, querida, pero yo le contesté que estaba dispuesta a asumir responsabilidades si él abría la caja.

Rieron las dos y Clarke le preguntó cómo podía localizar al señor Samuels.

– No tendrá usted problemas. Es jugador empedernido de bolos; lo tiene como una religión.

– ¿Con este tiempo tan malo?

– ¿Se deja de ir a la iglesia cuando nieva?

Tenía toda la razón y Clarke se la dio a cambio de la dirección.

Cruzó el césped de la entrada a la bolera y abrió la puerta del centro social. Como no había estado nunca en Blackhall, se perdió en la maraña de calles y tuvo que recorrer dos veces la transitada Queensferry Road. Aquello era Bungalow Land, una zona de la ciudad que parecía haberse detenido en los años treinta, un mundo totalmente distinto al de Broughton Street. Era como otra ciudad, con tiendecitas y poca gente por la calle. Aquel césped tenía un aspecto abandonado, la hierba era rala. El centro social era un edificio de una sola planta recubierto de tablón marrón con más de treinta años a juzgar por su aspecto. Al entrar sintió una vaharada de calor procedente del calentador del techo. Vio al fondo una barra en la que una mujer mayor canturreaba y limpiaba las botellas de licor.

– ¿La bolera? -preguntó Clarke.

– Por esa puerta, jovencita -contestó la mujer señalando con la cabeza sin dejar su faena.

Siobhan cruzó una puerta de dos hojas y se encontró en una pieza larga y estrecha con un tapete verde de cuatro metros de ancho que cubría prácticamente todo el suelo. En el perímetro había sillas de plástico vacías; únicamente había cuatro jugadores, que volvieron la mirada hacia la intrusa muy indignados, pero viendo que era del bello sexo suavizaron la expresión y se pusieron muy tiesos.

– Seguro que ésta es de las que a ti te gustan -dijo uno de los hombres dando con el codo a su compañero.

– Olvídame.

– A Jimmy le gustan más gorditas -comentó el tercer jugador.

– Y con algo más de kilometraje -añadió el cuarto. Se echaron todos a reír con la confianza de viejos impunes.

– ¿Tú no darías un brazo a cambio de cuarenta años menos?

El que había hablado se levantó a recoger un bolo que había rodado hasta el final de la alfombra.

– Perdonen que les interrumpa el juego -dijo Clarke pensando en lo que iba a decir para presentarse-. Soy la agente de policía Clarke -añadió enseñando el carnet- y busco a George Samuels.

– Te dije que te atraparían, Dod.

– Era simple cuestión de tiempo.

– George Samuels soy yo.

El que dio un paso adelante era un hombre alto y delgado con un suéter de cuello en forma de V sin mangas y corbata color Borgoña. Notó la firmeza de su mano seca y caliente al estrechársela. Tenía cabello blanco abundante como de algodón.

– Señor Samuels, soy de la comisaría de Saint Leonard. ¿Podemos hablar?

– La esperaba -dijo mirándola con sus ojos azul claro-. Es por Christopher Mackie, ¿verdad? -añadió al tiempo que sonreía al ver la cara de sorpresa de ella, complacido por comprobar que aún contaban con él para algo.

Se sentaron en un rincón del bar. En el opuesto había una pareja de ancianos; él se había adormecido con la jarra de cerveza delante, en la mesa, y la mujer hacía punto.

George Samuels pidió un whisky con otro tanto de agua e hizo un gesto a Clarke dándole a entender que la invitaba a lo que quisiera, pero ella pidió un café. Apenas había dado un sorbo, le preocupó la idea de haberlo molestado. El tamaño del jarro debió llamarle la atención. También se arrepintió de no haber tenido en cuenta que la mujer de la barra había acabado con su contenido.

– ¿Cómo sabía usted que vendría? -preguntó a Samuels.

El hombre se pasó una mano por la frente.

– Siempre imaginé que en Mackie había algo raro… Nadie va así como así a una caja de ahorros a ingresar semejante cantidad. ¿No le parece? -dijo alzando la vista del vaso.

– No me importaría probar -replicó ella.

– Veo que ha hablado con Valerie -comentó él sonriendo-. Eso es lo que ella decía. Siempre bromeábamos los dos al respecto.

– Si pensó que había algo raro, ¿por qué aceptó el dinero?

– Si no lo aceptaba yo, otro lo habría hecho -respondió Samuels abriendo los brazos-. Hace veinte años de eso y entonces no estábamos obligados a informar de un caso así a la policía. Aquel depósito me valió el nombramiento de director de sucursal del mes.

– ¿Él le comentó algo sobre el dinero?

Samuels asintió con la cabeza. Había un algo de navideño en su pelo, y Clarke se imaginó jugando con él como si fuese nieve recién caída.

– Sí, claro, fue lo primero que yo le pregunté -contestó.

– ¿Y él qué dijo?

Clarke dio un mordisco a una de las galletas que le habían servido con el café; era blanducha y grasienta.

– Me preguntó si era imprescindible comentarlo y al decirle yo que era simple curiosidad, me contestó que era de un atraco a un banco -se notaba que le complacía la mirada que ella le dirigió-. Nos echamos a reír, claro, porque hablaba en broma, yo podía averiguarlo por la numeración de los billetes.

Clarke asintió con la cabeza. Tenía la boca llena de una pasta pegajosa; la única manera de deglutir aquello era bebiendo algo y su única alternativa era aquel café. Dio un sorbo, contuvo la respiración y tragó.

– ¿Y qué más le dijo?

– Explicó algo sobre una herencia, diciendo que había cobrado el cheque por la experiencia de ver junto tanto dinero.

– ¿No le dijo dónde había cobrado el cheque?

– Lo más probable es que no me lo hubiera creído -respondió Samuels encogiéndose de hombros.

– ¿Pensó usted que el dinero era…? -preguntó ella mirándole.

– Negro o algo así -respondió Samuels asintiendo con la cabeza-. Pero pensara lo que pensara, lo tenía delante y él estaba dispuesto a abrir la cuenta en mi sucursal.

– ¿No sintió escrúpulos?

– En aquella época, no.

– Pero sí que esperaba que alguien viniese algún día a hacerle preguntas sobre el señor Mackie.

– Ahora ya no es momento de pedir disculpas, señorita Clarke -dijo él encogiéndose de hombros-, aunque me imagino que ustedes ya sabrán la procedencia de esa suma.

– No tenemos la menor idea, señor -respondió Clarke negando con la cabeza.

– ¿Por qué ha venido, entonces? -preguntó Samuels recostándose en la silla.

– El señor Mackie se ha suicidado. Vivía como un vagabundo y se arrojó por el puente North. Estoy investigando el motivo.

Samuels no podía ayudarla en nada más. Él sólo había hablado con Mackie aquel primer día. Volviendo a Edimburgo camino del Grassmarket, Clarke consideró las posibilidades y en cuestión de segundos llegó a la conclusión de que únicamente contaba con un leve indicio. Para averiguar el cómo y el porqué tendría que descubrir quién era aquel Christopher Mackie. Ya había llamado al archivo para que buscaran en las fichas. El apellido no aparecía en los listines telefónicos y, tal como se imaginaba, en la dirección de Grassmarket se encontró con un albergue para los sin techo.

El barrio de Grassmarket era un mundo aparte. Siglos atrás se alzaba en él la horca, pero el único recordatorio de ello era un pub llamado The Last Drop. Hasta 1970 había sido un barrio conocido como refugio para desheredados y vagabundos, pero después empezó a llenarse de gente bien con más posibles, abrieron boutiques, renovaron los bares y poco a poco comenzó a recibir visitantes que afluían por Victoria Street y Candlemaker Row.

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