Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– Andy abre a las ocho, hace los desayunos y todo lo demás, y yo le sustituyo a las dos para que él vaya a comprar.

– Ahora son las once -dijo Rebus consultando el reloj.

– ¿Seguro que no quiere algo más? Hay dos hamburguesas recién hechas.

– De acuerdo, pero sólo una -dijo él dándose unos golpecitos en la panza.

– Hay que alimentarse, ¿sabe? -dijo ella con un guiño.

Rebus cogió el té y la hamburguesa. En una repisa había botellas de salsa y se echó en el panecillo un chorro de algo marrón.

– Es que Andy está algo pachucho y me ha tocado estar al pie del cañón -dijo la mujer.

– Nada grave, espero -comentó Rebus dando un mordisco a la carne ardiendo con cebolla derretida.

– Sólo una gripe y puede que ni siquiera eso. Los hombres son todos unos hipocondríacos.

– Con este tiempo, es comprensible.

– No, si yo no me quejo.

– Las mujeres son más fuertes.

Ella se echó a reír y puso los ojos en blanco.

– ¿A qué hora termina?

– ¿Es que quiere ligar conmigo? -dijo riendo de nuevo.

– A lo mejor vuelvo a tomarme la otra -Rebus se encogió de hombros y cogió la hamburguesa.

– Está abierto hasta las cinco, pero se acaban a la hora del almuerzo.

– Correré ese riesgo -replicó Rebus con un guiño dirigiéndose de nuevo a la puerta.

Iba tomándose el té por el camino. Al ver que los obreros bajaban con la polea una carga de pizarras recordó que no llevaba casco. En la caseta de entrada había unos cuantos pero no quería volver allí. Entró en Queensberry House. No había luz en la escalera del sótano pero oyó voces al final del vestíbulo. Se veían sombras en la antigua cocina. Al entrar Ellen Wylie se volvió hacia la puerta y le saludó con la cabeza. Tomaba declaración a una mujer mayor que estaba sentada en una silla de lona de director de cine y que sonaba cada vez que la mujer se movía, cosa que hacía con frecuencia y con vivacidad. Grant Hood estaba junto a la pared tomando notas fuera del ángulo visual de la mujer para no distraerla.

– Que yo recuerde, siempre estuvo recubierto de listones de madera -dijo la mujer con un tono agudo autoritario.

– ¿Como éstos? -preguntó Wyllie señalando unos listones machihembrados que quedaban junto a la puerta.

– Sí, eso es -contestó la mujer dirigiendo una sonrisa a Rebus.

– Le presento al inspector Rebus -dijo Wylie.

– Buenos días, inspector. Me llamo Marcia Templewhite.

Rebus se acercó a la mujer y le dio la mano.

– La señorita Templewhite fue del comité de Sanidad en los setenta -dijo Wylie.

– Y durante muchos años antes -añadió la mujer.

– Ella recuerda que se hicieron obras -continuó Wylie.

– Muchísimas obras -corrigió la mujer-. Excavaron todo el sótano para instalar una nueva calefacción, cambiar el suelo, meter tuberías… No saben lo que fue aquello. Hubo que subirlo todo arriba y no había sitio donde ponerlo. Estuvimos así muchas semanas.

– ¿Y quitaron los listones de madera? -dijo Rebus.

– Pues como le estaba diciendo a…

– La agente Wylie -dijo Ellen.

– Le decía a la agente Wylie que si hubieran destapado las chimeneas nos habríamos enterado.

– ¿No sabía usted que existían?

– Me acabo de enterar por la agente Wylie.

– Pero la fecha de las obras -terció Grant Hood- coincide bastante con la del esqueleto.

– ¿No pensarán que un obrero se tapió él solo…? -preguntó la señorita Templewhite.

– Yo creo que lo habrían advertido -dijo Rebus. De todos modos, sabía que habrían de plantear la pregunta a la empresa constructora-. ¿Cuál era la empresa contratista?

La mujer alzó los brazos.

– Había contratistas y subcontratistas… La verdad es que perdí la cuenta. Wylie miró a Rebus.

– La señorita Templewhite cree que debe de existir constancia de las empresas.

– Ah, sí, seguro -dijo la mujer mirando a su alrededor-. Y ahora asesinan a Roddy Grieve. Este lugar siempre estuvo maldito. Era maldito y lo seguirá siendo -añadió asintiendo con la cabeza y mirándoles con expresión solemne como quien sabe lo que se dice.

En el bar-furgoneta Rebus les invitó a té.

– ¿Por aligerar su conciencia? -preguntó Wylie cuando cogía el vaso.

En aquel momento llegó un coche patrulla a recoger a la señorita Templewhite y Grant Hood le abrió la puerta para que se acomodara y le dijo adiós con la mano.

– ¿De qué debería sentirme culpable? -dijo Rebus.

– Pues quién, si no, nos ha asignado este trabajo…

– ¿Quién te ha dicho semejante cosa?

– Es lo que se rumorea -respondió ella encogiéndose de hombros.

– Pues deberías darme las gracias -replicó Rebus-. Un caso importante como éste puede ser crucial en tu carrera.

– Pero no es tan importante como el Roddy Grieve -contestó ella mirándole.

– Vamos, suéltalo -dijo él, pero ella negó con la cabeza. Rebus tendió el otro vaso de té a Grant Hood-. Era una viejecita simpática.

– A Grant le gustan las mujeres maduras -añadió Wylie.

– Olvídame, Ellen.

– Él y sus amigos van al Marina a ligar abuelas.

– ¿Es cierto, Grant? -preguntó Rebus al verle ruborizarse.

Hood se contentó con mirar a Wylie para a continuación concentrarse en el té.

Rebus tenía la impresión de que aquellos dos se llevaban bien y se tenían confianza como para hablar de su vida privada y gastarse bromas.

– Bueno, volvamos al trabajo -dijo saliendo del barecito al ver que los obreros comenzaban a formar cola para el almuerzo devorando con los ojos a Ellen Wylie. Aunque los dos jóvenes agentes llevaban el casco, se notaba que eran visitantes-. ¿Qué datos tenemos?

– Hemos enviado Mojama a un laboratorio especializado del sur -dijo Wylie- en el que aseguran que pueden darnos una fecha más exacta de la muerte. Pero de momento suponemos que debió de producirse entre el setenta y nueve y el ochenta y uno.

– Y sabemos que las obras comenzaron en 1979 -agregó Hood-. Yo creo que aproximadamente es la fecha en que lo mataron.

– ¿En qué os basáis? -preguntó Rebus.

– En el hecho de que si se quiere esconder un cadáver ahí son necesarios los medios y la ocasión para ello. El paso al sótano estuvo prohibido durante mucho tiempo. ¿Quién iba a ocultar un cadáver allí a no ser que conociera la existencia de la chimenea? Sabían que iban a tapiarla otra vez y pensarían que allí el muerto podría quedar enterrado por los siglos de los siglos.

– Hay una relación clara con las obras de reforma -Wylie asintió con la cabeza.

– Entonces, necesitamos saber las empresas que las hicieron y los trabajadores que tenían en aquellas fechas -los dos jóvenes intercambiaron una mirada-. Sí, sé que es una tarea ímproba, pues habrá empresas que ya no existan y a lo mejor ni hay documentos de la época como asegura la señorita Templewhite, pero no queda más remedio que investigarlo.

– Las listas de personal serán una pesadilla -dijo Wylie-. Muchas constructoras contratan gente para una obra y después la despiden, aparte de que las empresas cambian de sede y a veces cierran.

Rebus asintió.

– Tendréis que poner buena voluntad y dedicar mucho tiempo.

– ¿Qué quiere decir, señor? -preguntó Hood.

– Quiero decir que tendréis que ser amables y educados. Por eso os he elegido. Un Bobby Hogan o un Joe Dickie lo harían sin delicadeza. Pero interrogando sin miramiento, las personas no recuerdan las cosas. Hay que hacerlo despacio y bien, como dice la canción -añadió mirando a Wylie.

A sus espaldas vio que el capataz cruzaba la puerta de las obras poniéndose el casco, le seguía Linford con el casco en la mano y mirando a todas partes, buscando a Rebus. Al verle, se acercó.

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