Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– Anda, Nic -dijo-, vamos al centro, a Lothian Road o a los puentes.

– Tal vez tengas razón -respondió Nic al fin.

Estaban parados en un semáforo y al lado un motociclista no dejaba de darle al gas. No era un máquina muy potente, pero sí muy ligera. Su conductor, un chico de unos diecisiete años, les miraba a través del casco. Nic tenía pisados a fondo embrague y acelerador, pero nada más abrirse el semáforo la moto les dejó atrás como si fueran una tortuga.

– ¿Has visto? -dijo Nic sin levantar la voz-. Igual que si Cat me dijera adiós con la mano.

Pararon en el centro a tomarse un respiro y comer una hamburguesa con patatas fritas en la calle, apoyados en el coche. Jerry llevaba una cazadora barata de nilón y tiritaba a pesar de tener la cremallera cerrada. Nic, por el contrario, seguía con la suya abierta sin preocuparse del frío. En el restaurante había un grupo de jovencitas en una mesa junto a la ventana y Nic les dirigió una sonrisa para atraer su atención, pero ellas siguieron tomándose los batidos sin hacerle caso.

– Lo divertido del asunto, Jer, es que se creen que ellas dominan -dijo Nic-. Pero, aunque estemos aquí fuera pasando frío, los fuertes somos nosotros. Ellas se encierran en su mundo, olvidándolo, pero nos bastarían diez segundos para situarlas en el nuestro. ¿A que sí? -añadió volviéndose hacia su amigo.

– Si tú lo dices.

– No, tienes que decirlo tú. Así se hace verdad -contestó Nic tirando al suelo la cajita de la hamburguesa.

Jerry no había acabado la suya pero Nic subía ya al coche y él sabía que no permitía ningún olor en el Sierra. Había una papelera al lado y tiró en ella la comida. Lo que un minuto antes era comida, ahora era basura. Fue todo uno, subir él y arrancar el Cossworth.

– Esta noche no vamos a por una, ¿verdad? -preguntó Nic, que parecía más calmado tras la hamburguesa.

– No, no creo.

Jerry fue relajándose a medida que avanzaban por Primees Street, muy distinta desde que era de una sola dirección. Fueron a Lothian Road, luego al Grassmarket y a Victoria Street. En lo alto se veían grandes edificios que Jerry no sabía qué eran. En el puente de Jorge IV reconoció el antiguo juzgado, ahora Tribunal Supremo, y, enfrente, el bar Deacon Brodie's. Giraron en un semáforo a la derecha y al entrar en High Street los neumáticos empezaron a rebotar en las bandas de reducción de velocidad. Hacía frío y no se veía mucha gente, pero Nic apretó el botón para bajar el cristal de la ventanilla y fue cuando Jerry la vio: llevaba un abrigo tres cuartos, medias negras y era morena, de pelo corto, alta y esbelta. Nic puso el coche a su altura a poca velocidad.

– Esta noche hace mucho frío -dijo, pero ella siguió andando sin hacer caso-. A lo mejor, con un poco de suerte, encuentras taxi en el Holiday Inn. Está ahí, más adelante.

– Sé dónde está -espetó ella.

– ¿Eres inglesa? ¿Estás de vacaciones?

– Vivo aquí.

– Sólo intento ser amable. Siempre nos acusan de que somos maleducados con los ingleses.

– ¡Vete a la mierda!

Nic avanzó unos metros con el coche y paró luego para volverse a verle bien la cara. Bien arropados el cuello y la barbilla en la bufanda, pasó junto a ellos como si no existieran. Nic cruzó la mirada con Jerry y asintió despacio con la cabeza.

– Es lesbiana, Jerry -dijo en voz alta, subiendo el cristal y arrancando.

Siobhan Clarke no sabía por qué seguía andando, pero al entrar en la estación de Waverley por la puerta de atrás para atajar, sí supo por qué temblaba. «Lesbiana.»

Que les den por saco. A todos. Había rehusado la propuesta de Derek Linford de acompañarla a casa alegando que le apetecía caminar sin estar muy convencida y se habían despedido amigablemente, sin darse la mano ni un beso porque en Edimburgo eso no se hacía en la primera cita. Sólo le había dedicado una sonrisa prometiéndole repetir la salida, pero estaba segura de que rompería aquella promesa. Había notado una sensación rara bajando en el ascensor del restaurante que cruza el museo. Los obreros aún estaban trabajando. Había cables y escaleras de mano y se oía el ruido de una taladradora.

– Yo creía que ya estaba inaugurado -dijo Linford.

– Y lo está -comentó ella- pero sin terminar.

Cruzó por el puente de Jorge IV y siguió por High Street, y fue cuando aquellos tipos del coche… Ojalá no hubiese ido por aquella calle. Comenzó a subir una larga escalinata poco iluminada desde donde se oía la música de los bares todavía abiertos. Ya estaba cerca de la estación; la cruzaría para salir a Princes Street y luego tomaría por Broughton Street y después seguiría hasta Broughton Street, el llamado barrio gay de Edimburgo.

Que era donde ella vivía. Allí vivía mucha gente.

«Lesbiana.»

Que les den por saco.

Pasó revista mental a los detalles de la velada para tratar de calmarse: Derek había estado muy nervioso, pero ella no había estado tampoco tranquila. Aquella comisión en Delitos Sexuales le había hecho aborrecer a los hombres. La colección de fotos de delincuentes con aquellas caras repugnantes y los detalles de los delitos… Luego, el tiempo que había dedicado a Sandra Carnegie, intercambiando experiencias y sentimientos personales… Ya se lo había advertido una compañera que había trabajado casi cuatro años en delitos sexuales: «Acaba con la pasión y te hace cogerles asco».

Tres vagabundos habían agredido a una estudiante, a otra la habían violado en una de las calles principales del sector sur. O aparece un coche que se pone a tu altura, intentan ligar contigo y luego te insultan. Aunque no era nada comparado con lo otro. De todos modos, aquel nombre, Jerry, no lo olvidaría; ni el Sierra negro brillante.

Miró desde el paso elevado las vías y la explanada de llegada. Sobre su cabeza estaba la techumbre de cristal con goteras. Justo en aquel momento notó, en el límite de su campo visual, que caía algo a plomo, y, pensando que era pura imaginación, volvió la cabeza y vio caer nieve. No, no era nieve; eran trozos de vidrio. Vio un agujero en el techo de cristal y oyó gritos abajo en un andén. Un par de taxistas corrían hacia el lugar.

Otro suicida. Sobre el andén vio una zona oscura: era como mirar al interior de un agujero negro. Pero en realidad era el abrigo del suicida. Siobhan descendió la escalera a los andenes. Había viajeros aguardando la salida del expreso a Londres, una mujer lloraba y uno de los taxistas se había quitado la chaqueta para tapar la cabeza y el tronco del cadáver. Intentó acercarse y el segundo taxista quiso defenderla.

– No es nada agradable de ver -dijo.

– Soy policía -replicó ella sacando el carnet.

Desde el puente North se arrojaban al vacío tantos suicidas que en la barandilla debía de haber un letrero con el teléfono de la Esperanza. El puente conecta la ciudad vieja con la ciudad nueva salvando la hondonada que ocupa la estación de Waverley. Cuando Siobhan llegó al punto en cuestión no pasaba nadie por el puente. Se veían a lo lejos sombras de gente que salía hablando de los bares y volvían a casa. Sólo pasaban taxis y coches. Nadie que hubiera visto la caída se había tomado la molestia de parar. Se inclinó sobre la barandilla y miró el techo de cristal. El agujero estaba casi en vertical debajo de ella y vio a través de él movimiento en el andén. Ya había llamado a la comisaría para que avisaran al depósito de cadáveres, pero como no estaba de servicio, había dejado junto al cadáver a una agente de uniforme. Rebus los llamaba «trajes de lana». En cuanto a la ropa del muerto, debía de ser un vagabundo. Bueno, ahora ya no los llamaban así. ¿Cómo era? No recordaba. Estaba ya redactando mentalmente el informe y miró la calle vacía pensando que bien podía irse y que otros se encargaran del caso, cuando su pie tropezó con algo: una bolsa de plástico. La palpó con el pie y notó que pesaba. Se agachó y la cogió. Era una bolsa grande, de las que dan en las tiendas de confección. Nada menos que de Jenners, los selectos grandes almacenes que no estaban muy lejos de allí. Dudaba que el mendigo hubiese comprado alguna vez en él, pero se imaginó que dentro de la bolsa llevaría todas sus cosas y la bajó a la estación.

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