Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– … no quedó muy convencido -continuó Linford sin hacerle caso-. Pero yo le dije que te portarías bien y que trabajábamos bien juntos. Eso es lo que quiero decir con lo de ayudar: tú me ayudas a mí y yo te ayudo a ti.

– Pero tú estás al mando.

Aparentemente a Linford le complació oír repetida su propia frase. Había dado en el blanco.

– Es tu propio jefe quien no quiere que intervengas en el caso, John. ¿Por qué?

– ¿A ti qué te importa?

– Todos lo saben, John. Tu fama te precede.

– ¿Y contigo al mando la situación va a cambiar? -preguntó Rebus.

Linford se encogió de hombros y no dijo nada; luego se movió en su asiento.

– Para ampliar esta agradable conversación -añadió- quizá te apetezca saber que esta noche salgo con Siobhan. Pero no te preocupes, la dejaré en su casa a las once.

Roddy Grieve y su esposa vivían en Cramond pero la viuda les había confiado que se quedaba en casa de su suegra para hacerle compañía. El caserón, que se alzaba solo situado al fondo de una calle estrecha tenía un aire irregular, quizá debido a sus tejados inclinados o a los relieves en piedra del dintel. No había coches en el camino de entrada y las cortinas de todas las ventanas estaban echadas, como precaución ante un grupo de periodistas y cámaras de un Audi 8o plateado, aparcado frente a la casa. Seguramente estarían en camino también los equipos de televisión. Rebus estaba convencido de que el caso Grieve iba a suscitar interés.

Linford llamó al timbre.

– Bonita casa -dijo.

– Yo me crié en una parecida -dijo Rebus-. Estaba al fondo de un callejón -añadió.

– Y ahí acaba la similitud -añadió Linford.

Les abrió un hombre que llevaba un abrigo de pelo de camello y solapas marrón oscuro; bajo el abrigo, desabrochado, se veía un traje de raya diplomática y camisa blanca desabotonada en el cuello. De su mano izquierda colgaba una corbata negra.

– ¿Señor Grieve? -preguntó Rebus, que conocía de sobra por la televisión a Cammo Grieve.

En persona resultaba más alto y distinguido, aun en aquellas circunstancias. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío o por las copas que hubiera tomado en el avión, y su pelo entrecano estaba algo revuelto.

– ¿Son de la policía? Pasen.

Entraron en el vestíbulo, Linford detrás de Rebus. Había cuadros y dibujos por doquier, no sólo en las paredes, paneladas de madera, sino también en el suelo, apoyados en los zócalos. En el último peldaño de la escalera de piedra se apilaban montones de libros, y, bajo un perchero cargado de abrigos, varios pares de botas de goma de hombre y de mujer polvorientas, todas negras, y unos bastones en el paragüero, además de varios paraguas colgados en la barandilla. En la mesita del teléfono había también un tarro de miel abierto junto a un contestador automático sin enchufar; ni rastro del teléfono. Cammo Grieve parecía encontrarse en su ambiente.

– Excusarán que esté todo… -dijo-. Bueno, ustedes ya me entienden -añadió atusándose hacia atrás el cabello.

– Naturalmente, señor -comentó Linford en tono deferente.

– De todos modos, voy a darle un consejo -dijo Rebus aguardando a que el diputado le prestara atención-. Se podría presentar cualquiera haciéndose pasar por policía. No olvide pedirles que se identifiquen antes de entrar.

Cammo Grieve asintió con la cabeza.

– Ah, sí, claro. El cuarto poder. Son casi todos unos hijos de su madre, pero que quede entre nosotros -añadió mirando a Rebus.

Rebus se limitó a hacer un gesto afirmativo pero Linford sonrió exageradamente ante aquel intento de frivolizan

– Yo no salgo de mi… -la expresión de Grieve se endureció-. Espero que la policía no escatime esfuerzos para resolver el caso. Si llega a mi conocimiento que limitan recursos… Aunque ya sé cómo está la cosa actualmente, presupuestos ajustados y todo eso. La política laborista, ya saben.

Rebus vio el peligro de que les largara un discurso electoral y le interrumpió.

– Bien, señor, creo que aquí, hablando, no vamos a resolver nada.

– Me parece que no voy a llevarme bien con usted -dijo Grieve entornando los ojos-. ¿Cómo se llama?

– Se llama Hombre mono -la voz llegó desde una puerta ante la que apareció Lorna Grieve con dos vasos de whisky. Tendió uno a su hermano para hacerlo chocar con el suyo antes de dar un trago-. Y éste es el organillero.

– Soy el inspector Rebus y él es mi compañero, el inspector Linford -dijo Rebus.

Linford se volvió a examinar en la pared un grabado que le había llamado la atención por tratarse de unas simples líneas manuscritas.

– Es un poema que Christopher Murray Grieve dedicó a nuestra madre -dijo Lorna Grieve-. Pero no vaya a pensar que es de nuestra familia.

– Se trata de Hugh MacDiarmid -añadió Rebus al ver que Linford se quedaba en ayunas, aunque su explicación tampoco sirvió de nada.

– El Hombre mono es inteligente -dijo Lorna con un gorjeo advirtiendo en ese momento el tarro de miel en la consola-. Ah, mira dónde está. Le diré un secreto, Hombre mono -añadió volviéndose hacia Rebus y encarándosele. Rebus miró aquellos labios que tantas veces de joven había besado en fotografías de revistas. Olían a whisky caro, un perfume que él sabía apreciar, pero su voz era áspera y tenía mirada de borracha-. Nadie sabe que existe este poema; es un ejemplar único que el poeta regaló a nuestra madre.

– Lorna… -dijo Cammo Grieve poniendo una mano en la nuca de su hermana, pero ella se la apartó-. No tiene perdón que estemos aquí con una copa y nuestros invitados no -añadió invitándoles a pasar a un salón también recubierto de paneles de madera en el que sólo vieron algunos cuadros pequeños colgados de un riel.

Había dos sofás y dos sillones, un televisor y un tocadiscos. El resto eran montones de libros en el suelo, embutidos en estantes y llenando los espacios entre las macetas del alféizar de la ventana. Lo alumbraban arañas de tres bombillas con sólo una encendida. Rebus cogió del sofá un montón de tarjetas de felicitación de cumpleaños; alguien había decidido que ya no era momento para celebraciones.

– ¿Cómo está la señora Grieve? -preguntó Linford.

– Mi madre descansa -contestó Cammo Grieve.

– Me refería a la esposa de su hermano, el señor Grieve.

– Seona, quiere decir -terció Lorna Grieve dejándose caer en uno de los sofás.

– También descansa -dijo Cammo Grieve acercándose a la chimenea de mármol y haciendo un gesto hacia el hueco del hogar convertido en botellero-. Ya no la encendemos -comentó-, pero bien se podría…

– Enciéndenos el estómago -gruñó su hermana-. Por Dios, Cammo, ése ya hace tiempo que se apagó -añadió poniendo los ojos en blanco.

El rubor volvió a colorear las mejillas del diputado, esta vez de ira. Quién sabe si sus colores al abrirles la puerta no eran de disgusto. Desde luego, Lorna Grieve se las pintaba sola para soliviantar a cualquiera.

– Tomaré un Macallan -dijo Rebus.

– Tiene buen gusto -comentó Cammo Grieve haciéndolo sonar como un cumplido-. ¿Y usted, inspector Linford?

A Rebus le sorprendió que Linford pidiera un Springbank. Grieve sacó vasos de un armarito y sirvió generosamente.

– No les ofenderé preguntándoles si quieren agua -dijo tendiéndoles las bebidas-. Pero siéntense, por favor.

Rebus se acomodó en uno de los sillones, Linford en el otro y Cammo Grieve fue a sentarse en el sofá al lado de su hermana, incomodada por la intrusión. Bebieron en silencio durante un rato hasta que en el bolsillo de Cammo sonó un pitido y se levantó, sacó el móvil y fue a la puerta.

– Diga. Sí. Lo siento, pero comprenderá que… -comenzó a decir cerrando la puerta tras él.

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