– No debió de pensar que iba a morir así -musitó Linford mirando el revoltijo de objetos y trastos.
La policía acordonaba el cenador y sus inmediaciones y dispersaba a un grupo de obreros con casco. Muchos de ellos se habían apiñado en el tejado de uno de los edificios destinados a la demolición, y disfrutaban de una vista panorámica del asunto. Sus compañeros tal vez quisieran unirse a ellos y el tejado podía hundirse. No era aún mediodía y Rebus recordó escenarios del crimen de otros casos peores, rogando para que aquél no se complicara más. En la caseta de entrada había comenzado el interrogatorio del capataz de las obras y se quejaba de que le faltaban cascos para tanto policía. Rebus y Linford tenían los suyos, los de la científica descargaban todos los artilugios de su especialidad, un médico acababa de certificar la defunción y habían llamado a los patólogos. A causa de las obras en Holyrood Road, la vía había quedado reducida a una sola dirección controlada por semáforos; con la llegada de coches y furgonetas de policía, y el furgón gris del depósito de cadáveres con Dougie al volante, había colas de vehículos y los ánimos de los conductores se caldeaban, a juzgar por el coro de bocinas que ascendía hasta el cielo amoratado.
– Por el frío que hace creo que va a nevar -comentó Rebus, aun sabiendo que la víspera había hecho buena temperatura y tuvieron un chaparrón como en el mes de abril.
– Da igual el tiempo que haga -replicó Linford, que se moría de ganas de entrar en el cenador para ver el cadáver; pero había que conservar intacto el escenario del crimen sin pisarlo demasiado para no borrar huellas, y él lo sabía.
– Dice el médico que tiene destrozado el cráneo por atrás -añadió asintiendo con la cabeza y mirando a Rebus-. Qué coincidencia, ¿no?
Rebus, con las manos en los bolsillos, se encogió de hombros. Aquella mañana sólo había fumado dos cigarrillos y sabía que Linford estaba intentando algo: probaba con una pista rápida. No contento con el ritmo que llevaba su carrera ya veía un caso, uno de los grandes, que le diera fama y le permitiera estar en el candelero de los medios informativos, y con la opinión clamando por un resultado; un resultado que era él, de eso estaba convencido, quien podía ofrecérselo.
– Era candidato de mi distrito -comentó-. Tengo un piso en Dean Village.
– Estupendo.
Linford sofocó una risita incómoda.
– No te apures, en situaciones como ésta todos decimos chorradas por pasar el tiempo -dijo Rebus.
Linford asintió con la cabeza.
– Dime una cosa -prosiguió Rebus-. ¿En cuántos casos de homicidio has intervenido?
– No irás a decirme eso de que yo he visto más cadáveres que tú películas.
– Es simple curiosidad -replicó Rebus encogiéndose de hombros.
– No creas que he estado toda mi vida en Fettes -añadió Linford cambiando el peso de un pie a otro-. Dios, a ver si terminan ya.
Aún no habían levantado el cadáver, el cadáver de Roddy Grieve. Lo habían identificado porque al registrarle los bolsillos encontraron su cartera, pero también porque su rostro era reconocible; aunque sus ojos estaban apagados, Roddy Grieve era un personaje importante e incluso muerto conservaba el aire de ser alguien: un Grieve, un miembro del «clan», como llamaban a su familia. En cierta ocasión un entrevistador entusiasta había llegado a calificarla de primera familia de Escocia, observación absurda, pues todo el mundo sabía que la primera familia de Escocia eran los Broon.
– ¿De qué te ríes?
– De nada -respondió Rebus.
Apagó el cigarrillo y guardó la colilla en el paquete por temor a tirarla y contaminar el escenario del crimen. Sintió el irreprimible deseo de echar un trago, tal como había sugerido Bobby Hogan el viernes antes de que apareciese el esqueleto de la chimenea. Le apetecía tomarse unas copas sin prisas recordando y explicando viejas historias, sin cadáveres enterrados en las paredes ni en los cenadores. Unas copas en un universo paralelo donde no existiera la crueldad entre seres humanos.
El comisario Watson, hablando de crueldad y de tortura mental, hizo en ese momento su aparición; entornó los ojos al verle, como quien hace puntería.
– A mí no me eche la culpa, señor -dijo Rebus anticipándose a un posible comentario.
– Dios, John, ¿es que no puede estar sin meterse en líos?
Lo decía medio en serio medio en broma. A Watson le quedaban unos meses para jubilarse y ya había advertido a Rebus que deseaba tranquilidad en su recta final. Rebus alzó las manos como rindiéndose y le presentó a Derek Linford.
– Ah, sí, Derek, he oído hablar de usted -dijo Watson tendiéndole la mano; el apretón se alargó, como si estuvieran midiéndose.
– Señor -interrumpió Rebus-, el inspector Linford y yo… Bien, creemos que el caso es de nuestra competencia por el hecho de estar a cargo de la seguridad en el Parlamento y tratarse del homicidio de un candidato parlamentario.
– ¿Se conoce la causa de la muerte? -preguntó Watson haciendo caso omiso de la reivindicación de Rebus.
– Todavía no, señor -se apresuró a contestar Linford.
Rebus estaba sorprendido del cambio operado en el joven inspector, que se rebajaba servil para congraciarse con el Gran Jefe. Todo calculado, claro; pero Rebus dudaba mucho de que Watson lo advirtiese, o quisiera advertirlo.
– El médico ha mencionado un trauma craneal. Curiosamente, lo mismo que el cadáver descubierto en la chimenea. Fractura craneal y puñalada -añadió Linford.
– Pero sin puñalada en este caso -comentó Watson asintiendo despacio con la cabeza.
– No, señor -terció Rebus-, pero es igual.
– ¿Cree que voy a permitirle encargarse de un caso como éste?
Rebus se encogió de hombros.
– Si quiere, le enseño a usted la chimenea -dijo Linford.
Rebus pensó si lo que se proponía Linford no sería suavizar la situación, pues sólo a través del CCSPP podía acceder a la investigación del caso, junto con él, naturalmente.
– Quizá más tarde, Derek -contestó Watson-. A nadie va a preocuparle un esqueleto polvoriento y mohoso teniendo ahora el asesinato de Roddy Grieve.
– No tan mohoso, señor -terció Rebus-. Y habrá que investigarlo.
– Naturalmente -le cortó Watson-, pero hay prioridades, John. Incluso usted tiene que entenderlo -Watson estiró el brazo con la palma de la mano hacia arriba-. Maldita sea, ¿ahora se pone a nevar?
– Así se marcharían muchos curiosos -dijo Rebus.
Watson gruñó corroborando el comentario.
– Bueno, ya que nieva, podría enseñarme esa chimenea, Derek.
Derek Linford pareció derretirse de gusto y encabezó la marcha hacia el edificio dejando a la fría intemperie a Rebus, que encendió sonriente un cigarrillo. Que Linford se trabajase a Watson… Así lograrían que les encomendase los dos casos y tendría trabajo de sobra para pasar las semanas más grises del año y una excusa perfecta para olvidar la Navidad un año más.
La identificación era puro formalismo, aunque imprescindible. El público accedió al depósito de cadáveres por el instituto Wynd para encontrarse inmediatamente ante una puerta con el rótulo de sala de identificación. Había algunas sillas, pero quienes optaran por quedarse en pie sólo podían dar unos pasos hasta un mostrador tras el cual había un maniquí sentado con bata blanca y bigote pintado a lápiz, extraña muestra de humor dadas las circunstancias.
Pasaría un tiempo antes de que Gates y Curt pudieran practicar autopsias pero, como le comentó Dougie a Rebus, en las cámaras frigoríficas había sitio de sobra. No sucedía igual en la zona de espera ante la sala de Identificación, donde aguardaban la viuda de Roddy Grieve con la madre y la hermana del difunto. Esperaban a su hermano Cammo, que llegaba en avión desde Londres. Una regla tácita prohibía la entrada de periodistas al depósito por mucho interés que presentara el caso, pero ya había unos buitres de los más carro-ñeros al acecho en la acera de enfrente. Rebus salió a fumar un cigarrillo y se les acercó. Eran dos periodistas y un fotógrafo, jóvenes, delgados y con poca predisposición a observar las reglas. Al reconocerle cambiaron el peso de un pie a otro pero sin moverse del sitio.
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