– Bueno -dijo Lorna Grieve-, ¿qué habré hecho yo para merecer esto?
– ¿Merecer, qué, señora Cordover? -preguntó Linford.
Ella lanzó un bufido.
– Inspector Linford -dijo Rebus pausadamente-, creo que es una alusión al par de inútiles que somos nosotros. ¿No es así, señora Cordover?
– Mi nombre es Lorna Grieve -replicó ella con mirada ponzoñosa, no mortal, pero sí suficiente para intimidar a su presa. Por lo menos ya no era borrosa y la dirigía a Rebus-. ¿Usted y yo nos conocemos? -preguntó.
– No creo -respondió él.
– Es que como me mira de ese modo…
– ¿De qué modo?
– Como muchos fotógrafos que he conocido: con ojos sórdidos sin carrete en la cámara.
Rebus ocultó una sonrisa con el vaso de whisky.
– Yo era un gran admirador de Obscura -dijo.
– ¿El grupo de Hugh? -preguntó ella; su voz se suavizó un tanto y abrió más los ojos.
Rebus asintió con la cabeza.
– En la portada de uno de sus discos aparecía usted.
– Dios, ya lo creo. Parece que ha pasado un siglo. ¿Cómo se llamaba…?
– Repercusiones continuas.
– Dios mío, sí, creo que sí. El último que grabaron, ¿verdad? A mí nunca me gustó, ¿sabe?
– ¿En serio?
Habían iniciado los dos una conversación. Linford quedaba fuera del ángulo de visión de Rebus y si éste se concentraba en Lorna Grieve era como si el joven inspector fuese un simple efecto luminoso.
– Obscura -repitió Lorna rememorando-. Ese nombre fue idea de Hugh.
– ¿Por la Cámara Obscura que hay cerca del castillo?
– Sí, pero no creo que Hugh la conozca. Él eligió el nombre por otra razón. ¿Conoce a Donald Cammell?
Rebus se quedó en blanco.
– Ese director de cine que hizo Performance.
– Ah, sí, claro.
– Nació allí.
– ¿En la Cámara Obscura?
Lorna Grieve asintió con la cabeza y le dirigió una sonrisa casi cálida.
Linford carraspeó.
– Yo conozco la Cámara Obscura -dijo-. Impresiona verla.
Se hizo un silencio y Lorna Grieve volvió a sonreír a Rebus.
– Él no tiene la menor idea de lo que estamos hablando, ¿verdad, Hombre mono?
Rebus asintió con la cabeza y en ese momento regresó Cammo. Se quitó el abrigo y se quedó en chaqueta. No hacía mucho calor allí, pensó Rebus. Aquellas casas antiguas tenían calefacción central pero no había doble vidrio en las ventanas, sus techos eran altos y siempre había corrientes. Tal vez no fuera mala idea devolver al pequeño bar su uso primitivo.
– Perdonen la interrupción -dijo Cammo-. Por lo visto a Tony Blair le afectó la noticia.
– Tony Blair -resopló Lorna-. No me fío de él ni un pelo -miró a su hermano-. Seguro que ni te conoce. Roddy habría sido un parlamentario dos veces mejor que tú. ¡Él, además, tuvo las agallas de presentarse al parlamento escocés para poder hacer algo desde allí!
El tono de su voz subió, lo mismo que el color a las mejillas de su hermano.
– Lorna, no te alteres -dijo.
– ¡Conmigo no te pongas paternalista!
El diputado les miró intentando convencerles de que allí no había nada de qué preocuparse, nada que le importase al mundo exterior.
– Lorna, verdaderamente creo…
– ¡Todo cuanto ha sucedido estos años en nuestra familia es culpa tuya! -prosiguió ella casi histérica-. ¡Papá hizo lo imposible por odiarte!
– ¡Basta!
– ¡Y pensar que el pobre Roddy aspiraba a ser como tú! Y luego lo de Alasdair…
Cammo Grieve alzó la mano en un amago de bofetada pero ella se apartó hacia atrás chillando. De improviso apareció alguien en la puerta; temblaba levemente y se apoyaba en un bastón negro. A su espalda, en el vestíbulo, había otra figura sujetándose el cuello de la bata.
– ¡Callaos ahora mismo! -gritó Alicia Grieve golpeando con fuerza en el suelo con el bastón.
Detrás de ella, Seona Grieve parecía una imagen de alabastro sin sangre en las venas.
– Ni siquiera sabía que aquí había un restaurante -dijo Siobhan mirando a su alrededor-. Huele a pintura.
– Es que sólo lleva abierto una semana -dijo Derek Linford sentándose frente a ella.
Estaban en el restaurante Tower, en la última planta del Museo de Escocia de Chambers Street. Tenía terraza, pero nadie cenaba al aire libre en una noche de diciembre. Su mesa, junto a la ventana, tenía vistas al juzgado y al castillo y permitía apreciar el brillo de la escarcha en los tejados.
– Es el mismo dueño del Witchery -añadió él.
– Sí que hay gente -dijo Siobhan mirando las otras mesas-. A aquella mujer la conozco. ¿No es la de los artículos gastronómicos del periódico?
– Nunca los leo.
– ¿Cómo te enteraste? -preguntó ella mirándole.
– ¿De qué?
– De este sitio.
– Ah -respondió él examinando la carta-, me lo mencionó un tío de Escocia Histórica.
Ella sonrió por lo de «tío» y pensó que Linford debía de tener su edad o quizá un año o dos menos, pero era tan conservador vistiendo -con el traje oscuro, la camisa blanca y una corbata azul-, que parecía mayor. Quizá por ello despertaba simpatías en los jefazos de la Casa Grande. Ante su invitación a cenar, el primer impulso de ella había sido no aceptar, pues en el Botánico no habían congeniado precisamente, pero al mismo tiempo le picó la curiosidad por si aprendía algo de él, ya que de su mentora, la inspectora jefe Gill Templer, poca enseñanza sacaba; estaba demasiado ocupada en demostrar a sus colegas masculinos que no era menos que ellos, cuando la verdad era que valía mucho más que cualquiera de los jefes que había conocido Siobhan. Pero Gill Templer no parecía saberlo.
– ¿Fue ese tío el que descubrió el cadáver en Queensberry House?
– Ese -contestó Linford-. ¿Hay algún plato que te apetezca?
Cualquier otro hombre habría aprovechado la pregunta de ella para seguir tratando de ligársela, pero Linford seguía mirando la carta como si fuese la prueba pericial de algún crimen.
– No suelo comer carne -dijo Siobhan-. ¿Qué novedades hay en el caso de Roddy Grieve?
Llegó la camarera a tomarles nota y Linford se aseguró de que Siobhan no tenía que conducir para pedir una botella de vino blanco.
– ¿Has venido a pie? -preguntó.
– En taxi.
– Habría debido preguntarte si querías que pasara a recogerte.
– No tenías por qué. Bueno, ¿qué hay del caso de Roddy Grieve?
– Vaya hermana que tiene -dijo Linford negando con la cabeza al recordar.
– ¿Lorna? Me encantaría conocerla.
– Es un monstruo.
– Un bello monstruo -Linford se encogió de hombros como si la belleza le dejara indiferente-. A mí no me importaría en absoluto estar como ella cuando llegue a su edad -añadió Siobhan.
Linford toqueteó el vaso de vino. No sabía si ella buscaba un cumplido. Quizá.
– Me pareció que hacía buenas migas con tu guardaespaldas -comentó.
– ¿Mi, qué?
– Rebus, ése que no quiere que te vea.
– Estoy segura de que…
Linford se incorporó recostándose en la silla.
– Bah, perdona. Olvida el comentario.
Siobhan ya no sabía a qué atenerse, indecisa ante la clase de señales que supuestamente le enviaba Linford. Optó por sacudirse unas migas inexistentes del despampanante traje de terciopelo y mirarse las rodillas por si sus medias negras tenían alguna carrera. De carreras, nada. ¿Sería que a él le ponía nervioso que estuviera sin abrigo, con los brazos y los hombros al aire?
– ¿Sucede algo? -preguntó.
El negó con la cabeza mirando a todas partes menos a ella.
– Es que… nunca había salido con nadie del trabajo.
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