Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– ¿Salido?

– Bueno, salir a cenar. He ido a cenas oficiales, pero nunca… -la miró a los ojos- así, a solas, como ahora.

– Es una simple cena, Derek -replicó ella sonriendo, y se arrepintió de inmediato. ¿No esperaría él algo más que una simple cena?

Sin embargo, él pareció relajarse un poco.

– La casa es también muy rara -dijo él como si no hubiese dejado de pensar en la familia Grieve-. La tienen llena de cuadros, revistas y libros y la madre del difunto vive sola, aunque en mi opinión mejor estaría en un asilo al cuidado de alguien.

– La madre es pintora, ¿no?

– Era. No creo que siga pintando.

– He leído en los periódicos que sus obras se cotizan bastante.

– A mí me parece que está algo gaga, pero claro, acaba de perder a un hijo y no soy quién para juzgar -añadió preguntándole con la mirada qué tal lo estaba haciendo. Vio que ella le animaba con los ojos a continuar-. También estaba Cammo Grieve.

– Dicen que es un calavera.

– Yo le encontré algo gordo -replicó Linford aturdido. -No que sea una calavera, sino un mujeriego de poco fiar.

Ella sonrió pero él se tomó en serio la afirmación.

– Ah, sí, poco de fiar, claro -repitió pensativo-. A saber de qué hablaban ellos.

– ¿Quiénes?

– Rebus y Lorna Grieve.

– De música rock -dijo Siobhan recostándose en el respaldo de la silla para que la camarera sirviera el vino.

– Pues sí, hablaron un buen rato -dijo Linford mirándola fijamente-. ¿Cómo lo sabías?

– Es que ella se casó con un productor discográfico y a John le encanta ese mundillo. Conectaron de inmediato.

– Ahora comprendo que seas del DIC.

Ella se encogió de hombros.

– Es seguramente el único que yo conozco que pone Wishbone Ash en los servicios de vigilancia.

– ¿Quiénes son Wishbone Ash?

– ¿Lo ves?

Después del primer plato Siobhan volvió a preguntarle sobre el caso Roddy Grieve.

– Estamos hablando de una muerte sospechosa, ¿verdad?

– No se ha hecho aún la autopsia, pero es sospechosa, desde luego, porque no se suicidó ni parece accidente.

– Un político asesinado -comentó Siobhan chasqueando la lengua.

– Todavía no había entrado en política. Simplemente era un analista de inversiones candidato al Parlamento.

– Lo que dificulta aún más discernir el móvil del crimen. Linford asintió con la cabeza.

– Pudo ser un cliente resentido por una mala inversión de Grieve.

– Sin contar a los candidatos relegados por el partido en el nombramiento.

– Tienes razón; la rivalidad es muy fuerte.

– Y no hay que olvidar la familia a que pertenecía.

– Es una manera de hacerles daño -añadió Linford, todavía asintiendo.

– O quizá sólo estaba en el lugar equivocado, etcétera.

– ¿Que se le hubiese ocurrido ir a echar una ojeada a la sede parlamentaria, lo atracaron y el asunto se les fue de las manos? -dijo Linford con un bufido-. Hay muchos móviles posibles.

– Que habrá que considerar.

– Sí -dijo Linford no muy contento ante la perspectiva-. Va a ser un trabajo largo y difícil.

Por el tono, parecía que trataba de convencerse de que aquello valía la pena.

– Entre tú y yo, en John se puede confiar, ¿no?

Siobhan reflexionó un instante y asintió despacio con la cabeza.

– Cuando hace presa en algo no lo suelta -añadió.

– Eso me han dicho, que no sabe aflojar la mano -su comentario no sonó precisamente a elogio-El ayudante del jefe de policía quiere que yo dirija el caso. ¿Cómo crees que se lo tomará John?

– No lo sé.

– No pasa nada -añadió él con una risa fallida-. No voy a decirle que hemos hablado de él.

– No es por eso -replicó ella, consciente de que en parte sí lo era-. Es que verdaderamente no lo sé.

– Da igual -Linford parecía decepcionado.

Pero Siobhan sabía que sí le importaba.

Nic Hughes iba en coche por las calles de la ciudad con su amigo Jerry, que no dejaba de preguntarle adonde se dirigían.

– Por Dios bendito, Jerry, pareces un disco rayado.

– Es que me gustaría saberlo.

– ¿Y si te digo que no vamos a ningún sitio?

– Es lo mismo que me contestaste antes.

– ¿Y hemos llegado a algún sitio? -Jerry no acababa de entenderle-. No. Porque sencillamente vamos en coche, y eso, a veces, es divertido.

– ¿Qué?

– Anda, calla, por favor.

Jerry Lister miró por la ventanilla. Habían llegado hasta la circunvalación, para cruzar Gyle y ahora iban camino de Queensferry Road; pero Nic, en vez de volver hacia el centro, se había desviado hacia Muirhouse y Pilton. Vieron a un tipo orinando en una farola y Jerry dijo «ahora verás», bajó el cristal de la ventanilla y al pasar por delante del hombre lanzó un grito espeluznante y se echó a reír mirando por el retrovisor. El tipo soltaba tacos.

– Jerry, aquí son muy mala gente -le advirtió Nic como si él no lo supiera.

A Jerry le gustaba el coche de Nic, un Sierra Cossworth negro reluciente. Al pasar junto a un grupo de chavales, Nic tocó el claxon y les saludó con la mano como si los conociera y ellos miraron atentamente coche, conductor y pasajero.

– Jer, esos chicos, por un coche como éste, serían capaces de matar. Lo digo en serio; se cargarían a su abuela por dar una vuelta en él.

– Entonces será mejor que no te quedes sin gasolina.

Nic le miró.

– Les podríamos, colega -dijo bravucón, por efecto del speed en su organismo y de llevar la cazadora de ante azul-. ¿Que no? -añadió aminorando la marcha y levantando el pie del acelerador-. ¿Quieres que volvamos y…?

– Anda, sigue, ¿vale?

Después hubo unos momentos de silencio; Nic, en las rotondas, acariciaba el volante.

– ¿Vamos a Granton?

– ¿Quieres ir?

– ¿Allí qué hay? -preguntó Jerry.

– Yo no lo sé; eres tú quien lo ha dicho -replicó con una mirada maliciosa-. Damas de la noche, Jer, ¿es eso? ¿Quieres probar con otra? -añadió con la lengua fuera-. Yendo los dos no querrán subir al coche. Las damas de la noche son desconfiadas. Quizá si tú te escondes en el maletero, yo subo a una, la llevo al aparcamiento… Y para los dos, Jer.

– Creí que habíamos decidido… -dijo Jerry Lister humedeciéndose los labios. -¿Decidido, qué?

– Ya sabes -contestó Jerry en tono preocupado.

– Me falla la memoria, colega -replicó Nic dándose un golpecito en la frente-. Es la bebida. Bebo para olvidar y se ve que funciona -añadió con cara de ira cambiando de velocidad-. Sólo que olvido lo que no debo.

– Déjala que se vaya, Nic -dijo Jerry volviéndose hacia él.

– Es fácil de decir -replicó él enseñando los dientes. Se le veían en la comisura de los labios restos de polvillo blanco-¿Sabes lo que me dijo, colega? ¿Sabes lo que me dijo?

Jerry no quería oírlo. El coche de James Bond tenía un dispositivo de eyección en el asiento, pero el único dispositivo especial del Cossworth era un techo corredizo. Miró a su alrededor, como si buscara el botón de eyección.

– Dijo que este coche era una mierda y que iba a ser el hazmerreír.

– Pues no es cierto.

– Esos chavales que hemos visto se lo cargarían en una hora y a otra cosa. Para ellos no es más que eso, y es aún cien veces más importante que para Cat.

Hay hombres que se entristecen de un modo emocional y lloran. Jerry había llorado un par de veces, con unas cuantas cervezas en el cuerpo viendo Animal Hospital, o en Navidades cuando ponían Bambi o El mago de Oz, pero él nunca había visto llorar a Nic. Nic lo que hacía era ponerse hecho una furia; incluso cuando sonreía como en aquel momento, él sabía que estaba enfadado y a punto de estallar. La gente no lo notaba, pero él sí.

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