– No sé -comentó Watson-. Supongamos que dentro había algún ladrón que al verse sorprendido por Grieve le golpeó.
– ¿Y una vez en el suelo -interrumpió Rebus- le dio otros dos golpes?
Watson lanzó un gruñido en señal de asentimiento.
– ¿Y el arma del crimen?
– Aún no ha aparecido -dijo Linford-. En la zona hay muchas obras y puede estar escondida en muchos sitios. Tenemos agentes buscándola.
– La empresa constructora está haciendo un inventario por si falta algo -añadió Rebus-. Si su teoría del ladrón es correcta, quizá ese recuento permita averiguar algo.
– Otra cosa, señor. Hay señales de rozaduras recientes en los zapatos y restos de polvo en la parte interna de las perneras del pantalón del difunto.
– ¡Benditos forenses! -comentó Watson sonriendo-. ¿Qué puede significar eso?
– Que probablemente saltó la valla.
– Bien, en cualquier caso, no desestimen nada y escudriñen todos los indicios. Interroguen a todos los que tengan llave. A todos, ¿entendido?
– Muy bien, señor -dijo Linford.
Rebus se limitó a hacer una inclinación de cabeza aunque a él no le miró.
– ¿Y nuestro amigo Mojama? -preguntó Watson.
– Ese caso lo indagan otros dos miembros del CCSPP, señor -dijo Rebus.
Watson lanzó otro gruñido y miró a Linford.
– ¿Le pasa algo a su café, Derek? -preguntó.
– Nada, señor, es que no me gusta muy caliente -dijo Linford mirando la superficie del líquido.
– Bueno, pruebe ahora.
Linford se llevó el vaso a los labios y dio dos sorbos.
– Muy bueno, señor. Gracias.
Rebus ya no tuvo dudas: Linford llegaría muy lejos en el Cuerpo.
Cuando acabó la reunión, Rebus le dijo a su compañero que lo alcanzaría más tarde y volvió a llamar a la puerta del despacho de Watson.
– ¿No habíamos terminado? -El Granjero revisaba unos papeles.
– Me marginan y eso no me gusta -dijo Rebus.
– Pues haga algo.
– ¿Como, por ejemplo?
El Granjero alzó la vista.
– Quien lleva el caso es Derek. Tiene que aceptarlo -dijo tras una pausa-. Si no, pida un traslado.
– No quisiera perderme su jubilación, señor.
Watson dejó el bolígrafo.
– Mire, éste será seguramente mi último caso y considero que Linford está perfectamente capacitado.
– ¿Es que no confía en mí, señor?
– Usted siempre hace las cosas a su manera, John. Ése es el problema.
– Todo lo que conoce Linford es su escritorio de Fettes y los culos que debe lamer.
– No es lo que piensa el ayudante del comisario -replicó Watson recostándose en el asiento-. ¿No será que tiene algo de envidia, John, porque es un inspector joven que está ascendiendo rápido…?
– Sí, claro, yo siempre ando a la caza del ascenso -dijo Rebus yendo hacia la puerta.
– John, esta vez trabaje en equipo. Si no, se verá marginado.
Rebus cerró la puerta sin escuchar el final de la frase. Linford le estaba esperando al fondo del pasillo con el móvil pegado a la oreja.
– Sí, señor, ahora mismo vamos -mientras escuchaba alzó una mano para indicarle a Rebus que en un minuto estaba con él, pero Rebus, sin hacerle caso, siguió a paso rápido hasta la escalera y mientras bajaba oyó la voz de Linford:
– Creo que se comportará, señor, pero en caso contrario…
Rebus le pidió al vigilante que se fuera, pero el hombre no se movió y les miró nervioso.
– Le digo que puede irse.
– ¿Adónde? -replicó el vigilante con voz temblorosa-. Mi oficina es ésta.
Era cierto. Estaban los tres sentados en la caseta de entrada al solar del Parlamento. Había un grueso libro de registro en la mesa, que Linford estudiaba minuciosamente. Contenía los nombres de todas las visitas a la obra desde que los trabajos habían comenzado. Linford tenía a mano su bloc de notas, pero no había apuntado ni un solo nombre.
– Pensaba que querría irse a casa -dijo Rebus al vigilante-. ¿No tiene sueño?
– Ah, claro que sí -balbució el hombre.
Probablemente creía que podía perder el empleo. Era mala imagen para la empresa de seguridad que apareciese un muerto en las obras. Era un trabajo mal pagado que solía aceptar gente sin familia y desesperados. Al decirle Rebus que comprobarían sus antecedentes dado que en las empresas de seguridad había muchos ex presidiarios, el hombre reconoció que había pasado una temporada en la cárcel, calificada por él como «hotel de la cadena Windsor», pero juró que no había entregado ninguna llave y que no era cómplice de nadie.
– Ande, váyase -repitió Rebus. El hombre se marchó y él lanzó un profundo suspiro y estiró las vértebras-. ¿Encuentras algo?
– Ciertos nombres sospechosos -contestó Linford dando la vuelta al registro para que Rebus viera la página en que aparecían los de ellos dos al lado de los de Ellen Wylie, Grant Hood, Bobby Hogan y Joe Dickie, el grupo visitante de Queensberry House-. O, si prefieres, el ministro escocés y el presidente de Cataluña.
Rebus se sonó. Había una estufa eléctrica de una sola resistencia pero el calor se escapaba por las ranuras de la puerta y de la ventana.
– ¿Qué piensas del vigilante?
Linford cerró el libro de registro.
– Yo creo que si mi sobrino de dos años le pidiera las llaves se las daba para evitar que le pegase patadas en la espinilla.
Rebus se acercó a la ventana. Tenía los cristales muy sucios. Fuera, los obreros continuaban demoliendo y construyendo. Lo mismo que en una investigación; a veces echas abajo una coartada o una hipótesis y otras, vas construyendo la trama del caso a base de detalles que son como ladrillos con los que levantas un edificio desagradable muchas veces.
– ¿Pero qué crees que sucedió? -preguntó Rebus.
– No lo sé. Esperemos a ver qué antecedentes tiene.
– Yo opino que perdemos el tiempo. Creo que él no sabe nada.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque me da la impresión de que él no estaba en la obra. ¿No recuerdas la vaguedad con que nos habló del tiempo que hacía por la noche? Ni siquiera recordaba qué camino siguió en su ronda.
– No es precisamente una lumbrera, John. De todos modos, hay que comprobar sus antecedentes.
– ¿Porque así lo estipula el procedimiento?
Linford asintió con la cabeza. Se oía un ruido monótono fuera.
– ¿Es que eso no va a parar? -exclamó Rebus.
– ¿El qué?
– Esa murga de la hormigonera o lo que sea.
– No lo sé.
Llamaron a la puerta y entró el capataz de las obras con el casco amarillo sujeto por el borde. Llevaba un chubasquero también amarillo, pantalones de pana marrón y botas de trabajo llenas de barro.
– Queremos hacerle unas cuantas preguntas -dijo Linford indicándole que se sentara.
– He hecho el inventario de herramientas -dijo el hombre desdoblando una hoja-. Ahora bien, en todas las obras hay cosas que cambian de sitio.
Rebus miró a Linford.
– Encárgate tú. Yo necesito un poco de aire fresco.
Salió de la caseta y respiró profundamente, luego echó mano al bolsillo para sacar el tabaco. Allí dentro no aguantaba más. Dios, un trago no le vendría nada mal. Había un remolque-bar delante de las obras en el que despachaban hamburguesas y té a los trabajadores.
– Un whisky doble -dijo a la mujer que atendía el bar.
– ¿Lo toma con agua?
– No. Gracias, sólo quiero un té -contestó sonriéndole -. Con leche y sin azúcar.
– Muy bien, cielo -dijo ella restregándose las manos entre una faena y otra.
– Debe pasarse frío trabajando aquí fuera.
– Mortal -respondió la mujer-. A mí sí que me vendría bien un trago de vez en cuando.
– ¿A qué hora termina?
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