Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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No era la primera vez que intervenía en un suicidio. Gente que abría el gas y se sentaba junto a los fogones, coches con el motor en marcha en un garaje cerrado, o personas tendidas en la cama con un frasco de píldoras en la mesilla y los labios amoratados moteados de blanco. Hacía poco que un agente del DIC se había tirado desde los peñascos de Salisbury. En Edimburgo abundaban los sitios para suicidarse.

– Puede irse a casa si quiere -le dijo una agente uniformada, y ella asintió con la cabeza. La mujer sonrió-. ¿Qué es lo que la retiene?

Buena pregunta, era como si se lo dijera a sabiendas de que ella no tenía alicientes para volver a casa.

– Usted es de los de Rebus, ¿verdad? -dijo la agente.

– ¿Qué quiere decir? -replicó Siobhan mirándola furiosa.

– Perdone -dijo la mujer encogiéndose de hombros.

Luego se dio la vuelta y se alejó.

Habían acordonado el tramo de andén donde estaba el cadáver, un médico acababa de certificar la defunción y había llegado el furgón del depósito para recoger los restos. Unos empleados de la estación iban a buscar una manguera para regar el pavimento y echar a las vías la sangre y los restos de masa encefálica.

El expreso de Londres acababa de salir y faltaba poco para cerrar la estación. No quedaban taxis. Siobhan se dirigió al mostrador de la consigna de equipajes, donde un agente de uniforme vaciaba la bolsa cogiendo los objetos uno por uno con reparo como si estuvieran contaminados.

– ¿Algo interesante?

– Lo que ve.

El muerto no llevaba ningún documento de identidad y en los bolsillos, sólo calderilla y un pañuelo. Había una bolsita de plástico con adminículos de higiene personal, algunas prendas de ropa, un ejemplar viejo del Reader's Digest, un transistor pequeño con la tapa de atrás sujeta con cinta adhesiva y el periódico del día, doblado y arrugado.

«Usted es de los de Rebus.» ¿Qué había querido insinuar? ¿Que se había acostumbrado a ser como él, una solitaria y una marginada? ¿Es que no había más que dos clases de policías, Derek Linford y John Rebus y ella tenía que optar por una de las dos?

El agente sacó un bocadillo envuelto en papel de parafina, un botellín de refresco infantil lleno a medias de agua y alguna otra prenda de ropa. Había casi vaciado la bolsa y ahora extraía del fondo unos objetos que parecían recuerdos de los sitios en que había estado el muerto: unas piedrecitas, un anillo de bisutería, cordones de zapatos y botones. Lo último era una cajita de cartón con un rótulo descolorido, primitivo envase de la radio. Siobhan la cogió y la sacudió, la abrió y vio un librito que en principio le pareció un pasaporte.

– Es una libreta de ahorros -dijo el agente.

– Ahí veremos el nombre -añadió Siobhan.

El agente uniformado la abrió.

– Señor C. Mackie, y consta una dirección de Grassmarket.

– ¿Y qué saldo tenía la cuenta del señor Mackie?

El agente pasó unas páginas y ladeó la libreta para verlo mejor.

– No está mal -dijo al fin-. Algo más de cuatrocientas mil libras.

– ¿Cuatrocientas mil? Pues que pague él las copas.

Pero el agente hizo girar la libreta hacia ella para que la viera. Siobhan la cogió y vio que hablaba en serio. El mendigo muerto del andén valía cuatrocientas mil libras.

9

El martes Rebus volvió a Saint Leonard porque su jefe, el comisario Watson, quería hablar con él. Al llegar al despacho se encontró con que Derek Linford ya estaba allí sentado y con una taza de café aceitoso en la mano sin empezar.

– Sírvase café -dijo Watson.

Rebus alzó el vaso que llevaba en la mano.

– Tengo ya, señor -dijo.

El procuraba entrar al despacho del jefe con un vaso de café empezado para no ofenderle rehusando su invitación.

Cuando estuvieron todos acomodados Watson fue directo al grano.

– Todo el mundo muestra interés por el caso: la prensa, el público y el gobierno…

– ¿Por ese orden, señor? -preguntó Rebus.

– … lo que significa -continuó Watson sin hacerle caso- que voy a vigilarle más de lo habitual. John actúa a veces como un elefante en una cacharrería -añadió volviéndose hacia Linford-. Espero que usted le controle.

Linford sonrió.

– Siempre que el elefante se deje -dijo mirando a Rebus, que no decía nada.

– Los periodistas se relamen ya porque pueden relacionar el asunto del Parlamento con las elecciones y, a falta de otra cosa, tienen noticias -dijo Watson-. Dos noticias, en realidad -añadió alzando el pulgar y el índice-. Aunque no haya relación, ¿cierto?

– ¿Entre Grieve y el esqueleto? -dijo Linford pensativo mirando a Rebus, que fijaba su atención en la raya de su pernera izquierda-. No creo, señor. A menos que a Grieve le asesinara un fantasma.

Watson esgrimió un dedo hacia Linford.

– Detrás de cosas así andan los periodistas. Las bromas aquí pueden pasar, pero fuera no. ¿Entendido?

– Sí, señor -respondió Linford convenientemente avergonzado.

– Bien, ¿qué es lo que tenemos?

– Hemos llevado a cabo los interrogatorios preliminares con la familia -contestó Rebus- y proseguirán. Ahora la gestión más inmediata es hablar con el representante político del difunto y después, quizá, con el Partido Laborista.

– ¿No se le conocen enemigos?

– La viuda cree que no, señor -se apresuró a decir Linford, inclinándose en la silla por quitar protagonismo a Rebus-. Pero hay cosas que a veces las viudas ignoran.

Watson asintió con la cabeza. Rebus le veía más congestionado que rubicundo. Estaba a punto de jubilarse y ahora se le venía encima aquel caso.

– Hay que verificar amistades, relaciones profesionales…

Linford asentía a medida que Watson hablaba.

– Nos pondremos en contacto con todos.

– ¿Qué resultados arrojó la autopsia?

– La muerte fue causada por un golpe en la base del cráneo que provocó una hemorragia instantánea; parece que murió en el acto, aunque a continuación le asestaron dos golpes más que causaron fracturas.

– ¿Esos dos golpes fueron posmortem?

Linford miró a Rebus para que lo confirmara.

– En opinión del patólogo -dijo Rebus-. Le golpearon en la parte superior del cráneo y Grieve era bastante alto…

– Un metro ochenta y cinco -lo interrumpió Linford.

– … por lo que para asestarle unos golpes ahí, o el agresor era mucho más alto o estaba subido encima de algo.

– O Grieve había caído ya al suelo cuando los recibió -dijo Watson enjugándose la frente con un pañuelo-. Sí, creo que es lógico. ¿Cómo demonios entró allí?

– O saltó la valla -aventuró Linford- o alguien le dejó las llaves. Por la noche cierran las obras con candado porque hay material de valor.

– Hay un vigilante de seguridad -continuó Rebus- que afirma que estuvo toda la noche en la obra y efectuó la ronda habitual sin advertir nada extraño.

– ¿A usted qué le parece?

– En mi opinión no debió de salir de la oficina; allí está caliente y tiene una radio y una tetera. Eso, o bien se marchó a casa.

– ¿Puntualizó si miró en el cenador al hacer la ronda? -preguntó Watson.

– Dice que cree que sí -respondió Linford citando las palabras del hombre-: «Siempre enfoco la linterna al interior por si acaso. No hay ningún motivo para que esa noche no hiciera lo mismo».

Watson se inclinó y apoyó los codos en la mesa.

– ¿A usted qué le parece? -preguntó mirando únicamente a Linford.

– Yo creo que debemos centrarnos en el móvil, señor. ¿Sería un encuentro casual? ¿Iría el futuro parlamentario a echar un vistazo a su futuro lugar de trabajo, tropezándose con alguien que le golpeó hasta la muerte? -dijo Linford asintiendo repetidamente con la cabeza y evitando mirar a Rebus, furioso porque era lo que él había comentado una hora antes casi con las mismas palabras.

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