Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– No me extraña -comentó su mujer admirando su retrato en la portada.

– Me gustaría que me lo firmara.

– Con mucho gusto -dijo Cordover cogiendo el bolígrafo que le tendía-. Pero, un momento, ¿con mi nombre o con el de High Chord?

– Con el de High Chord, ¿no? -contestó Rebus.

Cordover escribió el nombre en la portada y se lo devolvió.

– ¿Y la modelo…? -preguntó Rebus.

Lorna Grieve le miró y él creyó que iba a negarse, pero al fin ella cogió el bolígrafo y autografió su nombre en la portada, estudiándola después detenidamente.

– ¿Tienen idea de qué significan los jeroglíficos? -preguntó Rebus.

Cordover se echó a reír.

– En absoluto. Un conocido mío estaba metido en el rollo.

Rebus advirtió en ese momento que algunos de los signos eran estrellas de cinco puntas como la del colgante de Peter.

– Vamos, Hugh -dijo Lorna, riendo a su vez-, a ti también te gustaba el tema. Y le gusta -añadió mirando a Rebus-. No puede compararse con lo de Jimmy Page, pero es precisamente el motivo de que nos mudásemos a Roslin; para estar cerca de la iglesia por la moda del New Age maldito, las coletas y todo lo demás.

– Creo que ya me has dejado bastante mal por hoy delante del inspector -dijo Cordover con mala cara, pero en ese momento sonó el móvil; se dio media vuelta y echó a andar contestando a la llamada en tono muy animado y con acento norteamericano, olvidándose de ellos dos, que quedaron a solas.

Ella cruzó los brazos.

– Es penoso, ¿no es cierto? No sé qué vería yo en él.

– A mí no me lo pregunte.

– ¿Así que es lo que yo decía? ¿Le da a la bebida?

– Sólo en reuniones sociales.

– ¿Y en las antisociales, no? -replicó ella riendo-. Yo puedo ser muy social, lo que sucede es que no me apetece delante de Hugh -miró hacia atrás y vio que su marido seguía hablando de cifras y entraba en la casa.

¿Se referiría a dinero o al número de discos vendidos?, pensó Rebus.

– ¿Adónde va a tomar copas? -preguntó ella.

– A diversos sitios.

– ¿Cuáles?

– Al bar Oxford, al Swany's, al The Malting.

– No sé por qué me imagino un suelo sin alfombras, mucho humo de tabaco, palabrotas y fanfarronadas, y pocas mujeres -dijo ella arrugando la nariz.

– O sea que los conoce -replicó él sin poder evitar una sonrisa.

– Creo que sí. A ver si nos tropezamos alguna vez.

– Podría ser.

– Me dan ganas de besarle, pero no creo que fuera correcto, ¿verdad?

– Cierto.

– Pero, en cualquier caso, creo que voy a hacerlo -Cordover había entrado en la casa-. ¿O se considera una agresión?

– Si no hay denuncia, no.

Lorna Grieve se inclinó y le dio un beso rápido en la mejilla, y cuando se incorporó, Rebus vio un rostro en la ventana. No era Cordover sino Peter Grief.

– No he captado el título de esa canción de Peter sobre su padre -dijo Rebus.

– Reproche final -dijo Lorna Grieve-. Una especie de censura.

Mientras conducía cogió el móvil y llamó a Derek Linford para preguntarle qué tal le había ido en la Bolsa.

– Roddy Grieve estaba limpio como una patena -dijo Linford-. No hizo ninguna mala operación, no hay líos ni clientes descontentos. Por otra parte, ninguno de sus colegas fue a tomar copas con él el domingo.

– ¿Lo que exactamente quiere decir…?

– Pues no lo sé.

– Entonces, ¿no hemos sacado nada en limpio?

– Bueno, yo he conseguido ciertos datos para una inversión. ¿Y tú?

Rebus miró el disco que tenía en el asiento del copiloto.

– Yo tampoco sé lo que he obtenido, Derek. Luego te llamo.

Realizó otra llamada a un anticuario de discos de Edimburgo.

– ¿Paul? Soy John Rebus. Tengo un Repercusiones continuas de Obscura con autógrafo de High Chord y Lorna Grieve -escuchó un instante-. No es mucho, pero no está mal -volvió a escuchar-. Llámame si aumentas la oferta, ¿vale? Adiós.

Aminoró para buscar en la guantera una cinta de Hendrix que puso en el casete. Amor o confusión. A veces era difícil saber la diferencia.

El laboratorio forense estaba en Howdenhall, pero Rebus no entendía por qué Grant Hood y Ellen Wylie le habían citado allí. Su mensaje era ambiguo y apuntaba a una sorpresa. A Rebus le reventaban las sorpresas. Igual que el beso furtivo de Lorna Grieve; no había sido una sorpresa exactamente, pero en cualquier caso… Y si no hubiese apartado la cabeza, se lo habría dado en la boca. Dios, y con Peter Grief mirando en la ventana. Grief: quería haberle preguntado por qué ese cambio de apellido. Claro que, como se había criado con su madre, a lo mejor se apellidaba Collins. Si así era, el cambio resultaba aún más drástico.

Howdenhall estaba lleno de cerebros grises, algunos con apenas veinte años. Eran gente que entendía de ADN, de ordenadores y de bancos de datos. En la actualidad, en Saint Leonard ya no tomaban las huellas dactilares con tinta a los sospechosos; simplemente les hacían poner la palma de la mano sobre un escáner y automáticamente aparecían en la pantalla las huellas para que los del fichero de antecedentes confirmaran si estaban fichados. Era un procedimiento que, a pesar de los meses transcurridos, seguía causando admiración en Rebus.

Hood y Wylie le esperaban en una sala de reunión. Howdenhall era de construcción reciente y en las instalaciones flotaba un olor absurdo a limpio. La gran mesa ovalada, hecha de tres secciones desmontables, no estaba todavía rayada ni manchada, ni el almohadillado de las sillas estaba desfondado. Los dos agentes jóvenes hicieron gesto de ponerse en pie al entrar Rebus pero él les hizo seña de que se sentasen y fue a acomodarse frente a ellos.

– No hay ceniceros -comentó.

– Aquí no puede usted fumar -dijo Wylie.

– Bien que lo sé, pero sigo pensando que es sólo un mal sueño -comentó mirando a su alrededor-. ¿Tampoco hay café?

– Si quiere… -dijo Hood poniéndose en pie de un salto.

Rebus negó con la cabeza, pero le complacía que Hood se mostrase tan solícito. Vio en la mesa dos vasos de plástico vacíos y se preguntó quién habría hecho el servicio. Aunque hubiera pagado Hood, estaba casi seguro de que Wylie había ido a buscar las bebidas.

– ¿Qué novedades hay? -preguntó.

– En la chimenea casi no quedaban restos de sangre -contestó Wylie-. Lo más probable es que Mojama fuese asesinado en otro lugar.

– Lo que significa que hay pocas probabilidades de que el equipo de la Científica obtenga buenos resultados -dijo Rebus, y se quedó pensativo un instante-. ¿A qué viene, entonces, este misterio?

– No es ningún misterio, señor. Simplemente, nos enteramos de que el profesor Sendak acudía aquí esta tarde a una reunión…

– Y no quisimos desaprovechar la ocasión, señor -añadió Hood.

– ¿Y quién diablos es el profesor Sendak?

– Un catedrático de la universidad de Glasgow, jefe del Departamento de Patología Forense.

– ¿De Glasgow? -dijo Rebus enarcando una ceja-. Escuchad, si Gates y Curt se enteran de esto, allá vosotros. Yo no quiero saber nada. ¿Entendido?

– Hemos consultado a la oficina del Fiscal.

– Bueno, ¿y qué va a hacer ese Sendak que no puedan hacer nuestros cerebritos?

Llamaron a la puerta.

– Tal vez el profesor pueda explicárselo -dijo Hood con tono de alivio.

El profesor Ross Sendak rondaba los sesenta aunque conservaba un abundante pelo negro. Era el más bajo de los presentes pero se movía con tal aplomo y seguridad en sí mismo que imponía respeto. Una vez hechas las presentaciones tomó asiento y extendió las manos sobre la mesa.

– Piensan que puedo ayudarles -dijo- y puede que así sea, pero necesito que envíen el cráneo a Glasgow. ¿Es posible?

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