Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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Wylie y Hood cruzaron una mirada y Rebus carraspeó.

– Profesor, tengo la impresión de que el equipo de arqueólogos aquí presente no me ha puesto al corriente.

Sendak asintió con la cabeza y realizó una profunda inspiración.

– Se trata de tecnología por láser, inspector -dijo sacando de la cartera un ordenador portátil que encendió-. Se denomina reconstrucción facial forense. Sus colegas patólogos han verificado que el difunto tenía pelo castaño. Es un principio. Lo que haremos en Glasgow es colocar el cráneo sobre una plataforma giratoria y enfocarle un rayo láser para recoger por ordenador los datos que configuren una imagen detallada, a partir de la cual se establecen los volúmenes faciales, y con otros datos, como son la complexión física de la víctima y su edad en la fecha de la muerte, conferimos una mayor precisión a la imagen final. Algo así -añadió volviendo el ordenador hacia Rebus.

Rebus se puso en pie porque sentado no apreciaba más que un recuadro negro en la pantalla. Hood y Wylie se levantaron también y se situaron en posición de captar el rostro que parpadeaba en el monitor. Moviéndolo a derecha e izquierda desaparecía, pero visto de frente era sin duda la cara de un hombre joven. Era una cara como de maniquí y de ojos mortecinos, la oreja visible resultaba algo rudimentaria y se notaba que el pelo era un añadido.

– Este pobre hombre se pudría en una montaña de las Tierras Altas y, cuando lo encontraron, su estado no permitía una identificación normal porque las alimañas y los agentes meteorológicos habían hecho su obra.

– ¿Y creen que ese es el aspecto físico que tenía en vida?

– Yo diría que es bastante aproximado. Ojos y cabello son hipotéticos, pero la estructura general del rostro es la real.

– Es asombroso -comentó Hood.

– Con ese recuadro de la pantalla -prosiguió Sendak- podemos modificar la configuración del rostro…, cambiar el pelo, añadir bigote o barba y hasta cambiar el color de los ojos. De este modo, pueden imprimirse unas variantes y distribuirlas al público para la identificación -señaló un cuadrado gris en la esquina superior de la pantalla, en el que aparecía como una versión de juguete de diversos complementos para obtener un retrato robot, como un contorno rudimentario de cabezas, sombreros, peinados y gafas.

Rebus miró a Hood y a Wylie, que estaban pendientes de que él diera su conformidad.

– ¿Cuánto va a costamos esto? -preguntó mirando la pantalla.

– No es un proceso muy caro -respondió Sendak-, aunque ya sé que el caso Grieve acapara todo el presupuesto.

– Alguien debe de haberse ido de la lengua -comentó Rebus mirando a Wylie.

– Es en el único gasto en que vamos a incurrir -alegó ella y Rebus apreció cierta animosidad en su mirada, como si se sintiera relegada.

En cualesquiera otras circunstancias el caso de Mojama habría sido noticia, pero el de Roddy Grieve era una fuerte competencia.

Finalmente, Rebus dio su aprobación.

Después fueron a tomar un café y Sendak explicó que el Centro de Identificación Forense que dirigía había contribuido a esclarecer crímenes de guerra en Ruanda y en la antigua Yugoslavia. De hecho, al final de la semana tomaría el avión para La Haya para testificar en un juicio por crímenes de guerra.

– Encontraron treinta cadáveres serbios en una fosa común y nosotros ayudamos a identificarlos, demostrando que los mataron de un disparo a quemarropa.

– Es un método que sitúa las cosas en su justa perspectiva, ¿no? -comentó Rebus después mirando a Wylie.

Hood había salido a telefonear otra vez al despacho de la fiscalía para ponerles al corriente de las gestiones.

– Tenéis que avisar al profesor Gates -añadió Rebus.

– Sí, señor. ¿Habrá algún problema?

Rebus negó con la cabeza.

– Ya hablaré yo con él. No le hará gracia que en Glasgow tengan algo que él no tiene… pero lo aceptará. Al fin y al cabo, el resto del cadáver se queda en casa -añadió con un guiño.

13

La sala de Homicidios en Saint Leonard bullía de actividad: ordenadores, ayuda civil, líneas de teléfono extra, y en Queensberry House habían, además, instalado una cabina suplementaria portátil. Watson iba de reunión en reunión con los jefazos de Fettes y los políticos, y había perdido los nervios con uno de sus subalternos echándole la bronca antes de entrar a su despacho dando un portazo, algo que nunca le habían visto hacer. El sargento Frazer comentó: «Que vuelva Rebus para que tengamos una víctima propiciatoria», mientras Joe Dickie le daba un codazo preguntándole: «¿Qué se sabe de las horas extra?». El ya se había provisto de un formulario en blanco.

A Gill Templer le habían encargado los comunicados de prensa por su experiencia en trabajos de enlace, y ella había podido de momento despejar un par de las tesis de lo más absurdo sobre conspiración política. También estaba el ayudante Carswell, llegado para inspeccionar la tropa, con Derek Linford de cicerone. En la comisaría no cabía un alfiler e incluso Linford carecía de despacho. Habían asignado al caso doce agentes del DIC, secundados por otros doce policías uniformados. La misión de los uniformados era buscar el arma del crimen en Queensberry House y efectuar las indagaciones puerta a puerta. Disponían también de secretarias extra y como Linford aguardaba que le comunicaran la cuantía del presupuesto para el caso, aún no había empezado a racanear sabiendo que se trataba de un caso importante, lo que justificaba cualquier gasto de personal y de horas extra.

De todos modos, a él le gustaba fiscalizar los gastos sin importarle estar fuera de su jurisdicción, y no hacía caso de las miradas y comentarios que suscitaba: «Ese cabrón de Fettes… se cree que tiene derecho a decirnos lo que hay que hacer aquí». Era cuestión de territorio. No es que a Rebus le importase; le dejaba hacer a su antojo, convencido de que era mejor administrador que él. «Derek, con toda franqueza, a mí nadie me ha acusado nunca de ser capaz de llevar la tienda», le dijo.

Linford dio una vuelta por la sala mirando los mapas, las listas de tareas, las fotos del escenario del crimen y los números de teléfono. Tres agentes silenciosos atendían los ordenadores, tecleando las últimas informaciones para la base de datos. Los cimientos de una investigación como aquélla estaban sobre todo en los datos, su recopilación y las referencias cruzadas que se obtuvieran, con objeto de establecer posibles hipótesis; podía resultar muy laborioso. Se preguntó si aparte de él alguno de los presentes sentiría como él aquella especie de electricidad. Miró otra vez las listas de servicio y vio que el sargento Frazer estaba al mando de la operación en Holyrood, de las indagaciones puerta a puerta y de los interrogatorios a los obreros de la empresa de demolición. Otro sargento, George Silvers, averiguaba los últimos movimientos del difunto. Roddy Grieve vivía en Cramond y le había dicho a su esposa que salía a tomar unas copas, algo normal, ella no había advertido nada raro en él. Aunque salió con el móvil, ella no había visto necesidad de llamarle y, a media noche, se había acostado, pero al no verle por la mañana comenzó a preocuparse, aunque decidió esperar un par de horas por si se producía alguna explicación racional… que se hubiera quedado a dormir en otro sitio, por ejemplo.

– ¿Sucedía eso a menudo? -preguntó Silvers.

– Lo había hecho un par de veces.

– ¿Y dónde se quedaba a dormir?

– En casa de su madre o en el sofá en la casa de algún amigo.

Silvers no era de los que ponían mucho esfuerzo en nada. Era difícil imaginársele impacientándose, y los interrogatorios se los tomaba con la misma calma.

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