Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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– ¿Para elegir una carrera en la que siempre vemos los trapos sucios?

Optó igualmente por no contestarle.

– O sea que eres una colonizadora… una nueva escocesa. Creo que es así como os llaman los nacionalistas. Supongo que votarás al PNE, ¿no?

– Ah, ¿tú eres del PNE?

– No -respondió él echándose a reír-, es que pensaba que tú sí lo eras.

– Es una manera un poco enrevesada de averiguarlo.

Linford se encogió de hombros y apuró su bebida.

– ¿Tomas otra? -preguntó.

Ella seguía estudiándole y de pronto se sintió agobiada. Comenzaban a marcharse a casa los empleados de las otras mesas tras tomarse sus copas. ¿Por qué haría eso la gente? Podían beber tranquilos en su casa, con las piernas estiradas delante de la tele, pero preferían ir cerca de la oficina y tomárselas allí con los compañeros de trabajo. ¿Tanto les costaba desconectar? ¿O es que la casa no era más que un refugio y necesitaban armarse de valor con una copa antes de volver a él y enfrentarse a la rutina cotidiana? ¿Era eso lo que hacía ella en aquel momento?

– Tengo que marcharme -dijo de pronto.

La chaqueta estaba en el respaldo de la silla. No hacía mucho habían apuñalado a uno en la calle frente a aquel local y ella se había encargado del caso. Otro acto de violencia y otra vida perdida.

– ¿Vas a alguna parte? -preguntó él ansioso y nervioso como un niño ignorante y veleidoso.

¿Qué podía decirle? ¿Que se iba a casa a poner un disco de Belle y Sebastian, a tomarse otro gin-tonic y acabar una novela de Isla Dewar? Era muy poco aceptable para cualquier hombre.

– ¿De qué te ríes?

– De nada -le contestó.

– De algo será.

– Las mujeres tenemos nuestros secretos, Derek -ya se había puesto la chaqueta y se apretó la bufanda.

– Había pensado ir a comer algo para acabar la velada -espetó él.

– No, Derek -replicó ella mirándole y esperando que por el tono comprendiera que quería decir nunca más. Echó a andar.

Él se ofreció a acompañarla a casa pero ella rehusó. Linford preguntó si quería que pidiera un taxi, pero Siobhan vivía a tiro de piedra. No eran ni las siete y media. Linford se vio solo y de repente el ruido del local le pareció inaguantable; la cabeza le estallaba. Voces, risas, tintineo de vasos. Ella no le había preguntado nada sobre su jornada de trabajo, ni había hablado mucho salvo para responder a sus preguntas. Vio la bebida del vaso de un amarillo falso, como de caramelo. Era un líquido pegajoso y amargo que le escocía las encías; fue a la barra, pidió un whisky, sin agua. Y cuando miró al local vio que otra pareja se había sentado en su mesa. Bueno, daba igual. En la barra no llamaba mucho la atención; podía ser un oficinista más de un grupo cualquiera, pero no lo era, y él lo sabía. Era un intruso, lo mismo que en Saint Leonard. Cuando uno se consagra al trabajo como hacía él, el resultado era que ganas ascensos pero no haces amistad con nadie y la gente pasa a tu lado rápido por recelo o por envidia. El jefe le había llevado a un aparte después del recorrido por Saint Leonard.

– Está haciendo un buen trabajo, Derek. Siga así. ¿Quién sabe si dentro de unos años al mirar en retrospectiva recordará que este caso fue el que le dio un nombre?

El jefe le había dado unos golpecitos en el brazo acompañándolo de un guiño.

– Sí, señor, gracias.

Pero después, cuando ya se marchaba, se volvió hacia él para añadir la posdata:

– Derek, hombres de familia es lo que debe ver en nosotros la gente. Personas dignas de respeto por ser como ellos.

«Hombres de familia.» Quería decir esposa e hijos. Linford fue corriendo al teléfono a llamar a Siobhan al móvil.

A la mierda. Abandonó el local saludando con una inclinación de cabeza al portero, que no lo conocía. Afuera soplaba un viento rasante y la noche le acosaba, le mordía. Le dolieron los pulmones al respirar. Un giro a la izquierda y estaría en casa en diez minutos. Doblando a la izquierda iría camino de casa.

Dobló a la derecha en dirección a Queen Street al principio de Leith Walk. En Broughton Street estaba el bar Barony, un local con buena cerveza y anticuado que a él le gustaba, pero en un lugar así no se queda uno mucho rato a beber a solas.

Después no tardó ni dos minutos en dar con la casa de Siobhan. Las direcciones no eran problema en el DIC. Nada más conocerla, al día siguiente buscó su ficha. Vivía en una casa victoriana adosada de cuatro plantas de una calle tranquila. En el segundo izquierda. Entró en la casa de delante que tenía el portal abierto, subió las escaleras hasta el descansillo entre el segundo y el tercero en donde había una ventana que daba a la calle y a los pisos de enfrente. Había luz en las ventanas y no estaban echadas las cortinas. Sí, allí estaba; la vio esporádicamente cruzar el cuarto con algo en la mano que leía: ¿un disco compacto? No se distinguía desde tan lejos. Se abrigó con la chaqueta. Sólo hacía unos grados sobre cero y por la claraboya rota entraban ráfagas de viento.

Pero siguió mirando.

14

– ¿Cuándo nos van a entregar el cadáver?

– No sabría decirle.

– Es horroroso tener un familiar muerto y no poder enterrarle.

Rebus asintió con la cabeza. Estaban en la sala de visitas de la casa de Ravelston. Tenía a Derek Linford a su lado en el sofá. Alicia Grieve, en un sillón frente a ellos, parecía más pequeña y frágil. Su nuera, Seona Grieve, que acaba de hablar, se había sentado en el brazo del sillón y vestía de luto, mientras que la anciana llevaba un vestido floreado, cuyo vivo colorido contrastaba con su rostro ceniciento. A Rebus le parecía que tenía piel de elefante por el modo en que le colgaban las numerosas arrugas de la cara y el cuello.

– Señora Grieve, tiene que comprender -dijo Linford con voz melosa- que en un caso como éste hay que retener el cadáver, ya que los patólogos pueden…

Alicia Grieve se dispuso a levantarse del sillón.

– ¡Ya está bien! -chilló-. No pienso seguir escuchándoles. Váyanse.

Seona Grieve la ayudó a incorporarse.

– Está bien, Alicia. Yo hablaré con ellos. ¿Quiere subir arriba?

– Al jardín. Me voy al jardín.

– Tenga cuidado, no vaya a resbalar.

– ¡No soy una inválida, Seona!

– Claro que no. Sólo quería decirle…

Pero la anciana se dirigió a la puerta sin escuchar ni volver la vista atrás; la cerró al salir y oyeron sus pasos alejándose.

Seona se sentó en el sillón que acababa de dejar su suegra.

– Lo lamento.

– No tiene por qué disculparse -dijo Linford.

– Pero tendremos que hablar con ella -advirtió Rebus.

– ¿Es absolutamente necesario?

– Me temo que sí.

No podía decirle que era porque tal vez su marido le había hecho confidencias a su madre y ella sabía cosas que no conocían.

– ¿Y usted, señora Grieve? -preguntó Linford-¿Cómo se encuentra?

– Como borracha -dijo Seona Grieve con un suspiro.

– Bueno, muchas veces una copita…

– Quiere decir -le interrumpió Rebus- que ha sufrido un duro golpe.

Linford asintió con la cabeza como si él no hubiera dicho una tontería.

– Por cierto -dijo Rebus-, ¿alguien de la familia tiene problemas con el alcohol?

– ¿Se refiere a Lorna? -replicó Seona mirándole.

Rebus guardó silencio.

– Roddy no bebía mucho -prosiguió ella-. Tomaba un vaso de vino de vez en cuando y quizá algún whisky antes de cenar. Cammo… Bueno, a Cammo, no conociéndole, no se le nota que bebe. No se le traba la lengua ni se arranca a cantar.

– Entonces, ¿en qué se le nota?

– En su cambio de actitud, por leve que sea -respondió ella mirándose el regazo-. Digamos que su sentido moral se ofusca.

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