– ¿Acaso en alguna ocasión…?
– Lo intentó un par de veces -respondió ella mirando a Rebus.
Linford, que no captaba de qué hablaban, miró a Rebus, y Seona Grieve resopló al advertirlo.
– No se haga ilusiones, inspector Linford -dijo.
– ¿A qué se refiere? -replicó él encogiéndose.
– No estamos ante un crimen pasional en el que Cammo matase a Roddy para conseguirme -dijo ella negando con la cabeza.
– ¿Estamos siendo demasiado simplistas, señora Grieve?
Ella consideró la cuestión un instante, pero Rebus le planteó otra pregunta.
– ¿Dice usted que su marido no bebía mucho y que, sin embargo, salió a tomar copas con unos amigos?
– Sí.
– ¿Pasaba él a veces la noche fuera de casa?
– ¿Qué insinúa?
– El caso es que no hemos podido localizar a nadie que saliera a tomar copas con él la noche en que murió.
Linford consultó su bloc.
– De momento, sólo hemos averiguado que en un bar del sector oeste creen que estuvo a primera hora de la noche bebiendo a solas.
Seona Grieve no alegó nada al comentario y Rebus se inclinó en el asiento.
– ¿Alasdair bebía? -preguntó.
– ¿Alasdair? ¿Qué tiene él que ver con esto? -replicó sorprendida.
– ¿Tiene idea de dónde puede estar?
– ¿Por qué?
– Me pregunto si se habrá enterado de la muerte de su esposo, porque supongo que querrá acudir al entierro.
– No ha llamado… -dijo ella, pensativa de nuevo-. Alicia le echa de menos.
– ¿Nunca se pone en contacto con ustedes?
– Envía una postal de vez en cuando y en el cumpleaños de Alicia nunca deja de hacerlo.
– ¿Pone remite?
– No.
– ¿De dónde son los sellos?
– De muchos sitios, sobre todo del extranjero -contestó ella encogiéndose de hombros.
Rebus advirtió algo en el modo de decirlo que le impulsó a preguntar:
– ¿Algo más?
– Pues… yo creo que las echa al correo otra persona, amigos que están de viaje.
– ¿Por qué cree usted que hace eso?
– Para que no se sepa dónde está.
Rebus se inclinó un poco más para reducir la distancia con la viuda.
– ¿Qué es lo que sucedió? ¿Por qué se marchó?
– Es una historia de antes de que yo formara parte de la familia -respondió ella encogiéndose de hombros-, cuando Roddy estaba casado con Billie.
– ¿Ya se había roto el matrimonio cuando usted conoció al señor Grieve? -preguntó Linford.
– ¿Qué trata de insinuar? -replicó ella entornando los ojos.
– Volviendo a Alasdair -dijo Rebus con tono tajante tratando de disuadir a Linford de hacer más preguntas-, ¿no tiene usted alguna idea de por qué se fue?
– Roddy me hablaba de él de vez en cuando, generalmente cuando llegaba alguna postal.
– ¿Dirigida a él?
– No, a Alicia.
Rebus miró a su alrededor pero vio que habían retirado las tarjetas de felicitación de Alicia Grieve.
– ¿Envió una este año?
– Siempre llegan con una semana o dos de retraso -respondió ella mirando hacia la puerta-. Pobre Alicia, ella piensa que yo estoy aquí por aislarme.
– ¿Cuando en realidad está aquí para cuidarla?
– No exactamente -respondió ella negando con la cabeza-, pero sí que me preocupa porque la veo cada vez más delicada. Esta es la única habitación prácticamente que queda habitable; el resto lo tiene lleno de revistas y periódicos viejos… No deja que se tire nada, y a medida que las habitaciones se llenan de porquería ella se retira a otra. Supongo que sucederá lo mismo con esta sala.
– ¿Por qué no hacen algo sus hijos? -preguntó Linford.
– No lo consiente. Ni siquiera acepta tener una asistenta. «Todo está en un sitio por algún motivo», dice.
– Tal vez tenga razón -comentó Rebus. Todo está en un sitio: el cadáver en la chimenea, Roddy Grieve en el cenador. Tenían que averiguar el motivo, precisamente lo que ignoraban-. ¿Todavía pinta? -preguntó.
– Pintar no; se entretiene con los pinceles. Tiene el estudio al fondo del jardín; allí debe de haber ido -dijo Seona consultando el reloj-. Dios, y yo sin comprar…
– ¿Conocía usted los rumores sobre su marido y Josephine Banks?
Era Linford quien había hecho la pregunta. Rebus se volvió furioso hacia él, pero Linford no apartaba los ojos de la viuda.
– Recibí una carta -dijo ella tapándose el reloj con la manga de la blusa, adoptando una actitud a la defensiva.
– ¿Confiaba usted en su marido?
– Totalmente. Yo sé lo que es la política.
– ¿Tiene usted idea de quién le envió la carta?
– No; la tiré a la papelera. Mi marido y yo pensamos que era lo mejor.
– ¿Cómo reaccionó la señorita Banks?
– Pensó en contratar a un detective, pero nosotros la disuadimos porque eso habría sido como reconocer los hechos y entrar en su juego.
– ¿Qué juego?
– El de quien pretendía propagar el rumor.
– ¿Está segura de que era un hombre?
– Es cuestión de simple cálculo de probabilidades, inspector Linford. La mayoría de los políticos son hombres. Es lamentable, pero es así.
– He observado -replicó Rebus- que competían dos candidatas para el nombramiento con su esposo.
– A causa de la política del Partido Laborista.
– ¿A los otros candidatos los conoce?
– Naturalmente, inspector. En el partido somos una gran familia feliz.
Rebus sonrió, tal como ella esperaba.
– Tengo entendido que a Archie Ure no le hizo gracia el resultado.
– Bueno, Archie lleva metido en política muchísimo más tiempo que Roddy y pensó que era un derecho suyo hereditario.
La misma palabra que había utilizado Josephine Banks.
– ¿Y las dos últimas de la lista?
– Son jóvenes e inteligentes… Algún día conseguirán lo que quieren.
– Entonces, ¿que sucederá ahora, señora Grieve?
– ¿Ahora? -repitió ella mirando el dibujo de la alfombra-. Archie Ure era el segundo de la lista, supongo que saldrán con él -miraba la alfombra como si hubiera en ella algún mensaje impreso.
Linford carraspeó y se volvió hacia Rebus para darle a entender que él daba por concluido el interrogatorio. Rebus trató de encontrar alguna última pregunta brillante pero no dio con ella.
– Devuélvanme a mi esposo -dijo Seona Grieve acompañándolos al vestíbulo.
Alicia estaba al pie de la escalera con una taza de porcelana en la mano mojando un trozo de pan que se deshacía.
– Quería tomar algo -dijo a su nuera-, y ya no sé por qué.
Cuando se marcharon, la viuda de Roddy Grieve subió las escaleras con la anciana como si llevara un niño a la cama.
Al llegar al coche Rebus dijo:
– Tú márchate.
– ¿Cómo?
– Yo voy a quedarme a hacer de buen samaritano.
– ¿De canguro? -preguntó Linford encendiendo el motor-. Tengo la impresión de que no me cuentas toda la historia.
– Voy a ver si, de paso, puedo hablar con la vieja.
– No me digas que quieres ligártela.
– No todos tenemos jovencitas persiguiéndonos con la lengua fuera -replicó Rebus con un guiño.
La expresión de Linford cambió radicalmente. Metió la marcha y arrancó sin decir palabra.
«Muy bien, Siobhan, bravo por darle calabazas», pensó Rebus sonriendo.
Volvió sobre sus pasos por el camino de entrada, llamó al timbre y dijo a Seona Grieve que podía quedarse veinte minutos si quería salir a comprar. Ella no acababa de decidirse.
– Simplemente me hace falta pan y leche, inspector. Seguramente me las apañaré hasta que…
– Bueno, ya que estoy aquí y mi chófer se ha marchado… -replicó Rebus haciendo un gesto hacia el camino vacío-. Además, con las ganas con que la señora Grieve come pan…
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