Ian Rankin - En La Oscuridad

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Edimburgo está a punto de convertirse, al cabo de casi tres siglos, en anfitriona del primer Parlamento escocés, un hito histórico y político que enciende pasiones. El inspector Rebus ha sido destinado al comité de enlace de seguridad del Parlamento, en Queensberry House, centro mismo del distrito de la comisaría de St. Leonard. De Queensberry House, futura sede del gobierno de la nueva Escocia, perdura la maldición de una leyenda, una maldición que según algunos recaerá sobre los nuevos inquilinos.Los problemas empiezan cuando, en la antigua chimenea donde de acuerdo con la leyenda murió asado un joven, aparece el cadáver de Roddy Grieve,candidato a un escaño en el nuevo Parlamento.

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Allí no cabían detalles personales.

Se preguntó si podía imputarse a ello las profundas arrugas del rostro de Jack Kirkwall. No era aquel el marco que él había concebido para jubilarse; en las telas y en los objetos de decoración, Wylie adivinó la mano de Peter, el hijo.

– Su empresa hizo obras en Queensberry House en 1979 -dijo.

– ¿En el hospital? -ella asintió con la cabeza-. Las empezamos en el setenta y ocho y acabamos el setenta y nueve -dijo mirándoles-. Seguramente como ustedes son tan jóvenes no lo recuerdan, pero aquel invierno hubo huelga de basuras, huelga de maestros y huelga hasta en el depósito de cadáveres -añadió con un bufido mirando a Hood y dándose unos golpecitos en la cabeza-. ¿No ve, hijo, como tengo perfectamente la bola? Lo recuerdo como si fuera ayer. Empezamos las obras en diciembre y acabamos en marzo. El día ocho, concretamente.

– Es increíble -comentó Wylie sonriendo.

Kirkwall recibió complacido el cumplido. Era un hombre alto, ancho de hombros y de mandíbula cuadrada. No debía de haber sido guapo, pero se lo imaginaba con carisma y presencia.

– ¿Saben por qué me acuerdo? No, son muy jóvenes -dijo negando con la cabeza.

– ¿Por el referéndum? -aventuró Hood.

Kirkwall hizo un gesto de decepción y Wylie miró de nuevo a Hood: tenían que ganarse a aquel hombre.

– ¿No fue el uno de marzo? -añadió Hood.

– Efectivamente. Ganamos la votación pero perdimos la guerra.

– Un contratiempo transitorio -no pudo por menos de añadir Wylie.

– Si llama usted transitorio a una situación que se prolonga veinte años… -replicó él mirándola irritado-. Era una ilusión que… -Wylie vio que iba a ponerse nostálgico, pero la sorprendió al decir-: Imagínese lo que habría podido ser: nuevas inversiones, nuevas obras y más negocio.

– ¿Un auge en la construcción?

Kirkwall movió la cabeza de un lado a otro al pensar en la ocasión perdida.

– Según su hijo, el auge se produce ahora.

– Sí.

Wylie no creía haber detectado nunca tal amargura en un monosílabo. ¿Habría aceptado Jack Kirkwall voluntariamente la jubilación o le habrían obligado?

– Nos interesan las obras del interior del hospital -dijo Hood-. ¿Qué empresas eran contratistas?

– La techumbre la hizo Caspian -respondió Kirkwall con voz monótona, inmerso en sus pensamientos-. El andamiaje era de Macgregor, y Coghill hizo gran parte de la obra interior con nuevo enlucido de paredes y nuevo entabicado.

– ¿En el sótano?

Kirkwall asintió con la cabeza.

– Lo redistribuyeron para hacer una lavandería nueva y una sala de máquinas.

– ¿Recuerda si dejaron al descubierto los muros primitivos -dijo Wylie tendiéndole la foto de las chimeneas-, tal como se aprecia aquí? -Kirkwall miró y dijo que no con la cabeza-. ¿No hizo una empresa llamada Coghill´s las obras del sótano?

Kirkwall hizo un gesto afirmativo.

– Que ya no existe. Cerró.

– ¿El señor Coghill vive todavía?

Kirkwall se encogió de hombros.

– No tendría por qué haber cerrado. Era una buena empresa y Coghill trabajaba bien.

– La construcción es un sector en que hay mucha competencia -comentó Wylie.

– No lo digo por eso -replicó el hombre mirándola.

– ¿Por qué, entonces?

– Tal vez sea meterme en lo que no me importa -contestó Kirkwall pensativo-, pero a mi edad ¿qué puede importar? -dijo con un profundo suspiro-. Según he oído, lo que sucedió es que Dean se enemistó con el señor Importante.

– ¿El señor Importante? -preguntaron Wylie y Hood al unísono.

El bar Oxford estaba lleno cuando entró Rebus. Ya había tomado una copa en The Malting pero se había marchado antes de la hora de aluvión de estudiantes; y llevaba otras dos copas de Swany's en Causewayside, donde se tropezó con un antiguo colega recién jubilado.

– Estás hecho un chaval -le dijo Rebus en broma.

– Tengo la misma edad que tú, John -replicó el otro.

Pero él no llevaba treinta años en el Cuerpo porque había ingresado con veintitantos años. Dos o tres años más, y podría dedicarse al ocio. Pagó una ronda y salió a afrontar las gélidas ráfagas invernales. Los faros de los coches horadaban la oscuridad y la lluvia recién caída se convertía en hielo. Era un paseo de quince minutos hasta casa. En la otra acera vio un taxi repostando en la estación de servicio.

Jubilarse. La palabra iba y venía en su cabeza. Dios, ¿qué sería de su vida? A unos los jubilaban y a otros los despedían. Pensó en Watson y decidió llamar al taxi para que le llevase al Oxford.

No estaban Doc ni Salty, los habituales con quien él tomaba copas, pero vio muchas caras que conocía. El lugar zumbaba y en el salón casi no podía uno moverse. Había fútbol en la tele; jugaba un equipo del sur. Allí, junto a la puerta, vio a otro cliente habitual llamado Muir, que le saludó con una inclinación de cabeza.

– ¿No tiene tu mujer una galería de arte? -preguntó Rebus. Muir hizo otra inclinación de cabeza-. ¿Vende cosas de Alicia Rankeillor?

– Bien quisiera -replicó Muir con un bufido-. Las cosas de Rankeillor, como tú las llamas, se cotizan en miles de libras. Todos los coleccionistas quieren cuadros suyos, sobre todo de los años cuarenta y cincuenta. Incluso los pocos grabados que tiene se venden a mil y a dos mil libras. ¿Conoces a alguien que quiera vender pinturas suyas? -añadió Muir alzando la vista.

– Ya te lo diré.

Atendían la barra las dos Margarets, yendo y viniendo en su estrecha reclusión. A Rebus le sirvieron su Indian Palé y él pidió un whisky para acompañarla. Oyó música en el salón de atrás; se distinguía la guitarra acústica y una voz de mujer joven. Pero su dúo favorito lo tenía allí en el mostrador: una cerveza y un whisky. Le echó un poco de agua para rebajarlo y dio un trago prolongado para enjugarse la boca. Una de las dos Margarets regresó hasta él con el cambio.

– Ahí dentro hay una amiga suya -dijo.

– ¿La cantante? -preguntó Rebus frunciendo el entrecejo.

La mujer sonrió y negó con la cabeza.

– Está junto a la máquina de tabaco -dijo.

Rebus miró hacia donde decía y vio un muro de cuerpos. La máquina ocupaba un recoveco tres escalones antes de la entrada a los servicios, junto a la tragaperras, pero no veía más que espaldas masculinas, lo que significaba que hacían corro a alguien.

– ¿Quién es?

Margaret se encogió de hombros.

– Dice que es conocida suya.

– ¿No será Siobhan?

Margaret volvió a encogerse de hombros y Rebus estiró el cuello. En ese momento llevaban al grupo otra ronda y se abrió el corrillo. Vio caras conocidas de clientes habituales, sonrisas heladas y humo de tabaco. Y al fondo, relajada y recostada en la máquina tragaperras, Lorna Grieve, llevándose a los labios un vaso grande que a él le pareció de whisky o coñac solo. Ella se pasó la lengua por los labios y al verle sonrió alzando el vaso. Rebus le devolvió la sonrisa levantando también su vaso. De pronto le vino el recuerdo de un día en que volvía del colegio y al doblar la esquina siguiente a la tienda de dulces se topó con un grupo de chicos acosando a una compañera de su curso. No llegó a ver lo que le hacían, pero la mirada de ella se cruzó con la suya y vio que no reflejaba pánico ni placer tampoco.

Lorna Grieve tocó en el brazo a uno de sus admiradores para decirle algo. Era Gordon, uno de Fife como Rebus y de edad como para ser hijo suyo.

Ahora bajaba los escalones y se abría paso tocando discretamente brazos, hombros y espaldas para llegar a su lado.

– Vaya, vaya -dijo-, qué agradable verle aquí.

– Sí, qué agradable -dijo él apurando el whisky.

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