– La competencia en el barrio debe de estar que trina -comentó Davidson-. ¿Te apetece un bocado?
Rebus miraba en aquel momento la salida de los trabajadores de Maclean's -debía de ser la media hora de descanso de la tarde- que cruzaban la calle esquivando coches y sacando monedas de los bolsillos camino de la tienda.
– Sí, de acuerdo -contestó Rebus pensativo.
El local estaba a rebosar. Davidson aguardó cola mientras Rebus miraba los periódicos y las revistas. Los trabajadores charlaban y contaban chistes mientras dos jóvenes dicharacheros pero muy poco eficientes atendían el mostrador.
– ¿De qué lo quieres, John, de beicon?
– Bien -dijo Rebus recordando que no había comido.
Por dos panecillos con beicon le cobraron sólo una libra. Se sentaron en el coche a comerlos.
– Shug, en una tienda como ésa lo normal es que rebajen un par de artículos para atraer clientela -Davidson asintió con la cabeza hincando el diente al panecillo-, pero esto es Jauja. -Rebus dejó de comer de pronto-. Hazme un favor: averigua quién es el dueño y quiénes son esos dos del mostrador.
Davidson redujo el ritmo masticatorio.
– ¿Tú crees que…?
– Tú averígualo, ¿de acuerdo?
Cuando volvió a St. Leonard sonaba el teléfono de su mesa y se sentó a ella con el vaso de café que acababa de servirse en la máquina. Durante todo el camino no había dejado de pensar en Candice. Dio dos sorbos y cogió el teléfono.
– Inspector Rebus.
– ¿A qué cojones viene todo ese follón?
Era la voz de Big Ger Cafferty.
– ¿Dónde estás?
– ¿Dónde quiere que esté?
– Suena como si hablaras desde un móvil.
– No se imagina las cosas que entran aquí en Barlinnie. Bueno, ¿qué es lo que está pasando?
– Te has enterado…
– ¡Me ha quemado la casa! ¡Mi casa! ¿Cree que voy a dejarle que se quede tan pancho?
– Escucha, creo que he encontrado el modo de encerrarle.
– ¿Cuál?
– Aún no, quiero…
– ¡Y todos mis taxis! ¡Ese hijo de puta! -vociferó Cafferty.
– Escucha, precisamente lo que él quiere es provocarte y estará esperando represalias inmediatas.
– Y las va a tener.
– Pero está preparado. ¿No sería mejor sorprenderle cuando baje la guardia?
– Ese cabrón no ha bajado la guardia desde que nació.
– ¿Te digo por qué lo ha hecho?
– ¿Por qué?
– Porque según él has matado a Matsumoto.
– ¿A quién?
– Un socio suyo. Y quien se lo cargó lo organizó de manera que pareciese que era yo quien conducía el coche.
– No ha sido cosa mía.
– Pues díselo a él porque Telford está convencido de que fue por orden tuya.
– Nosotros dos sabemos que no.
– Exacto; sabemos que alguien me tendió una trampa con intención de apartarme del asunto.
– ¿Cómo ha dicho que se llama el muerto?
– Matsumoto.
– ¿Es japonés?
Rebus habría deseado ver los ojos de Cafferty. Aun así era difícil saber cuándo decía mentiras.
– Era japonés -respondió.
– ¿Y qué demonios tenía él que ver con Telford?
– Me da la impresión de que tu servicio de espionaje va a la deriva.
Se hizo un silencio.
– Lo de su hija…
Rebus se estremeció.
– ¿Qué?
– Hay una tienda de artículos de segunda mano en Porty. -Se refería a Portobello-. El dueño compró un lote y en él había unas cintas de ópera y de Roy Orbison. Le llamó la atención porque son músicas que se dan de palos.
Rebus apretó el receptor contra el oído.
– ¿Qué tienda? ¿Qué aspecto tenía el que se las vendió?
Cafferty dejó oír una risa helada.
– Estamos averiguándolo, Hombre de paja. Déjenoslo a nosotros. Bien, en cuanto a ese japonés…
– Te he dicho que trincaré a Telford. Ese fue el trato.
– Lo que quiero son hechos.
– ¡Estoy en ello!
– Bueno, pues téngame al corriente.
Rebus hizo una pausa.
– Bien, ¿cómo está Samantha? -preguntó Cafferty-. Se llama así, ¿no?
– Está…
– Porque yo sí que estoy a punto de cumplir lo acordado, mientras que usted…
– Matsumoto era de la Yakuza. ¿Has oído hablar de ella?
Se hizo un silencio.
– Algo he oído.
– Telford les está ayudando a comprar un club de campo.
– ¿Y para qué demonios lo quieren?
– No lo sé muy bien.
Cafferty volvió a guardar silencio hasta que Rebus pensó que había agotado la batería del móvil.
– Es un chico de grandes ideas, ¿no? -dijo de pronto Cafferty como con cierta admiración pese a su cólera por los ataques en su territorio.
– Tú sabes que no es el primero que se pasa por querer abarcar tanto.
De pronto se le había ocurrido adonde iba todo a parar.
– Pero Telford debe de tener bastante margen de maniobra -dijo Cafferty-. Y a mí no me queda ni la mitad.
– ¿Sabes que te digo, Cafferty? Tú cuando pareces admitir la derrota es precisamente cuando estallas.
– Bien sabe que tendré que replicar, quiera o no. Es un ritual obligado como el de darse la mano.
– ¿Cuántos hombres tienes?
– Más que suficientes.
– Escucha otra cosa… -añadió asombrado de estar facilitando información a su gran enemigo-. Hoy ha llegado Jake Tarawicz y creo que esos fuegos artificiales eran en su honor.
– ¿Y Telford me ha quemado la casa sólo por hacerle una demostración a ese feo cabrón ruso?
Rebus pensaba a toda velocidad a semejanza de un crío que quiere presumir delante de los mayores. Abarcar más de lo debido…
– ¡Pues no, Hombre de paja! -dijo Cafferty furioso otra vez-. ¡La suerte está echada! Si esos dos quieren guerra sucia con Morris Gerald Cafferty van a tenerla y cómo. Se van a enterar. ¡Acabarán como si hubieran pillado el puto sida!
Rebus colgó al oír aquello último. Bebió el café frío y escuchó los mensajes. Patience preguntaba si podía ir a cenar con ella, Rhona le decía que habían hecho otra ecografía a Sammy y Bobby Hogan quería hablar con él.
Llamó primero al hospital y oyó casi sin escuchar a Rhona, quien le explicaba que habían hecho otra exploración a Sammy para evaluar la magnitud de la lesión cerebral.
– ¿Y por qué demonios no se la hicieron en el primer momento?
– No lo sé.
– ¿Lo has preguntado?
– ¿Por qué no vienes tú a preguntarlo? Se ve que cuando no estoy yo sí que te gusta pasar tiempo con Samantha y hasta te quedas dormido en la silla. ¿Qué pasa, te doy miedo?
– Escucha, Rhona, lo siento. He tenido un día muy agitado.
– No eres el único.
– Lo sé. Soy un mamonazo egoísta.
El resto de la conversación era previsible y fue un alivio darle fin. Llamó a Patience, conectó el contestador automático y le dijo que aceptaba encantado la invitación. A continuación llamó a Bobby Hogan.
– Hola, Bobby, ¿qué has averiguado?
– No mucho. Hablé con Telford.
– Lo sé; me lo ha dicho.
– ¿Has estado con él?
– Me ha dicho que a Lintz no lo conoce de nada. ¿Hablaste con La familia?
– ¿Los que rondan por su oficina? Ellos dicen lo mismo.
– ¿Mencionaste lo de los cinco mil?
– ¿Me tomas por tonto? Escucha, a ver si tú sabes…
– Larga.
– En la agenda de direcciones de Lintz he visto un par de domicilios de un tal doctor Colquhoun. Al principio pensé que era su médico de cabecera.
– Es un especialista en idiomas eslavos.
– Sí, pero Lintz le ha seguido la pista porque tiene anotados todos los cambios de domicilio desde hace veinte años, incluidos los números de teléfono menos el último. Y he comprobado que el tal Colquhoun no ha cambiado de dirección desde hace tres años.
Читать дальше