Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– Tatuajes y dedos cortados… -dijo ella.

– Exacto.

– Se trata de la Yakuza.

– Bueno, la verdad es que sólo le falta la punta del dedo meñique. Se los cortan si se pasan de la raya, ¿no?

– No exactamente. Se los cortan ellos mismos para demostrar que lo lamentan. Es lo único que sé. -Oyó cómo revolvía papeles-. Espera que consulte mis notas.

– ¿Qué notas?

– Hice una investigación para determinar los paralelismos entre esta clase de bandas y sus distintas culturas. Quizá tenga algo sobre la Yakuza… Escucha, ¿quieres que te llame yo?

– ¿Cuánto vas a tardar?

– Cinco minutos.

Rebus dio el número de teléfono de Curt y se sentó a esperar. El despacho del médico forense era prácticamente un armario empotrado con montones de archivadores sobre la mesa y encima de ellos un dictáfono con una caja de cintas nuevas. Olía a tabaco y a falta de ventilación; en las paredes se veían horarios de citas, tarjetas postales y un par de grabados con marco. Era una guarida con lo imprescindible, ya que Curt pasaba casi todo su tiempo fuera del depósito.

Rebus sacó la tarjeta de visita de Colquhoun y llamó a su casa y luego al despacho. La secretaria le dijo que el profesor continuaba enfermo.

Claro, pero no hasta el extremo de verse impedido de ir a un casino. Un casino de Telford. No sería por pura coincidencia…

Kenworthy valía su peso en oro.

– La Yakuza cuenta con noventa mil miembros -dijo leyendo sus anotaciones- que componen unos dos mil quinientos grupos. Son muy crueles pero a la vez muy inteligentes y refinados; tienen una rígida estructura jerárquica, prácticamente impenetrable, similar a la de una sociedad secreta; existe además una especie de nivel de mandos intermedio llamado la Sokaiya.

Rebus apuntó lo que iba diciendo.

– ¿Cómo se escribe eso?

Kenworthy se lo deletreó.

– En Japón son dueños de salas de pacbinko, una especie de locales de juego, y poseen intereses en casi todos los sectores ilegales.

– Si no les cortan los dedos. ¿Y fuera de Japón?

– Lo único que tengo anotado es que introducen de contrabando en Japón artículos de marcas caras para su venta en el mercado negro, así como objetos de arte robados para venderlos a gente rica…

– Un momento. ¿No me dijiste que Jake Tarawicz empezó su carrera con el negocio de sacar de contrabando iconos de Rusia?

– ¿Insinúas que el señor Ojos Rosa está relacionado con la Yakuza?

– Tommy Telford ha ido con ellos por Edimburgo haciendo de chofer y hay un almacén que suscita al parecer el interés de todos ellos, aparte de un club de campo.

– ¿Un almacén de qué?

– No lo he averiguado.

– Pues hazlo.

– Lo tengo en la lista. Otra cosa: esos locales de pachinko… ¿qué son, como salas recreativas?

– Muy parecidos.

– Una relación más con Telford que suministra máquinas de juego a la mitad de bares y clubs de la costa este.

– ¿Crees que la Yakuza ha encontrado un ocio para hacer algún negocio?

– Pues no lo sé -respondió tratando de contener un bostezo.

– ¿Demasiado temprano para cavilar?

– Algo por el estilo -respondió sonriendo-. Gracias por tu ayuda, Miriam.

– De nada. Tenme informada.

– Desde luego. ¿Hay alguna novedad sobre Tarawicz?

– Que yo sepa, no; y tampoco hay rastro de Candice. Lo siento.

– Gracias de nuevo.

– Adiós.

Curt estaba en la puerta. Se quitó la bata y los guantes y sus manos desprendieron olor a jabón.

– No puedo hacer gran cosa hasta que llegue mi ayudante -dijo consultando el reloj-. ¿Le apetece desayunar?

– Tiene que comprender la impresión que esto puede causar, John. Se nos puede echar encima la prensa y me consta que hay periodistas que darían un brazo por ponerle a usted en la picota.

El jefe superior Watson estaba en su elemento. Sentado con las manos juntas sobre la mesa del despacho, irradiaba la serenidad de un Buda de piedra. Las contrariedades con que Rebus a veces le hacía sufrir le habían curtido para otras adversidades cotidianas que afrontaba con plena calma.

– Va a suspenderme de empleo -dijo convencido, pues no era la primera vez, al tiempo que apuraba el café y conservaba la taza entre las manos-. Para lo cual abrirá una investigación.

– De momento no -replicó Watson para sorpresa suya-. Previamente, lo que quiero es que me haga un informe verídico y pormenorizado de sus últimos movimientos con el porqué de su interés por el señor Matsumoto y Thomas Telford. Incluya cuanto desee en relación con el accidente de su hija, cualquier sospecha, explicando en particular la lógica de las sospechas. Hay un abogado de Telford que ha empezado a hacer preguntas sobre el intempestivo final de su amigo japonés. El abogado… -Watson miró a Gill Templer, que estaba sentada muda junto a la puerta.

– Charles Groal -dijo ella con voz neutra.

– Exacto, Groal… Ha ido a preguntar al casino y tiene la descripción de un individuo que entró detrás de Matsumoto y lo abandonó inmediatamente después de él, y él dice que por lo visto se trata de usted.

– ¿Le va usted a decir que no? -preguntó Rebus.

– No vamos a decirle nada sin haber efectuado previamente nuestras indagaciones… etcétera. Pero no podré torearle eternamente, John.

– ¿Han preguntado donde corresponda qué hacía Matsumoto en Edimburgo?

– Trabajaba para una empresa de asesoría de empresas y viajó a petición de un cliente para ultimar la compra de un club de campo.

– ¿Con Tommy Telford a remolque?

– John, no perdamos de vista que…

– Matsumoto era miembro de la Yakuza, señor. Es la primera vez que veo de cerca a uno de sus miembros, aparte de en la tele. Y ahora los tenemos aquí. -Rebus hizo una pausa-. ¿No le parece a usted algo curioso? Quiero decir, ¿es que a nadie le preocupa? ¡No sé si yo confundo el orden de prioridades, pero me da la impresión de que chapoteamos de charco en charco mientras se nos viene encima un maremoto!

Había ido aumentando tanto la presión de las manos sobre la taza que ésta se quebró de repente, cayó un trozo al suelo al tiempo que él hacía una mueca de dolor y se sacaba una esquirla de cerámica de la palma de la mano. La alfombra se manchó de sangre y Gill Templer se acercó a mirarle la herida.

– Déjame ver.

– ¡No! -vociferó él revolviéndose furioso y buscando un pañuelo en el bolsillo.

– Tengo un pañuelo de papel en el bolso.

– No es nada.

Le caía sangre en los zapatos. Watson comentó algo sobre una grieta en la taza y Templer miró mientras se enrollaba la mano con el pañuelo.

– Voy a lavarme. Con permiso, señor -dijo él.

– Vaya, John, vaya. ¿Se encuentra bien?

– No es nada.

No era un corte importante y el agua fría cortó la hemorragia. Se secó con unas toallas de papel, las arrojó a la taza y tiró de la cadena hasta verlas desaparecer en el remolino. En el primer botiquín que encontró cogió media docena de tiritas para tapar bien el corte, cerró el puño, vio que no sangraba y no le dio mayor importancia.

Ya en su mesa se puso a redactar su diario tal como le había ordenado Watson. Gill Templer se acercó a decirle unas palabras para tranquilizarle.

– Nadie piensa que hayas sido tú, John. Pero es un asunto… Ha intervenido el cónsul de Japón… Hay que actuar conforme al reglamento.

– Todo es cuestión de política en definitiva, ¿no? -replicó pensando en Joseph Lintz.

A la hora de comer fue a ver a Ned Farlowe y le preguntó si necesitaba algo. Farlowe le pidió emparedados, libros, periódicos y compañía. Estaba demacrado y harto de la celda; quizá no tardase en exigir un abogado. Cualquier letrado conseguiría que le pusiesen en libertad.

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