Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– ¿Quedamos en paz? -preguntó.

– Hasta la próxima, Henry -contestó Rebus desde la puerta del local antes de entrar.

Se sentó en un taburete. Tenía por única compañía el televisor y a

Margaret la camarera. Pidió una taza de café y un panecillo de ternera en conserva con remolacha. Como segundo plato Margaret sugirió una empanada.

– Muy acertado -dijo Rebus, quien no dejaba de pensar en el hombre de negocios japonés sin aspecto de tal por sus rasgos duros y angulosos.

Saciado el estómago, fue a pie hasta el hotel para apostarse en un elegante bar que había enfrente, donde mató el tiempo llamando por el móvil. Antes de agotar la batería había hablado con Hogan, Bill Pryde, Siobhan Clarke, Rhona y Patience y poco faltó para que llamara a la comisaría de Torphichen para preguntar si podían decirle qué era aquel edificio de Slateford Road. Transcurrieron dos horas en las que batió su propio récord de bebedor moroso: dos Coca-Colas. Pero al no haber muchos clientes, pasó desapercibida su escasa consumición. La música del bar era una cinta que ponían una y otra vez. Estaba oyendo por tercera vez Asesino psicópata en el momento en que los Range Rovers aparcaban delante del hotel. Telford y el japonés se dieron la mano acompañándolo con leves inclinaciones de cabeza y el jefe se marchó con sus hombres.

Rebus salió del bar, cruzó la calle y entró en el hotel en el preciso momento en que vio cerrarse las puertas del ascensor tras el señor Verde Mar. Fue a recepción y enseñó la placa.

– ¿Cómo se llama ese cliente que acaba de entrar?

La recepcionista consultó una lista.

– Señor Matsumoto.

– ¿Nombre?

– Takeshi.

– ¿Cuándo llegó?

La mujer volvió a mirar la lista.

– Ayer.

– ¿Cuánto tiempo estará alojado?

– Tres días más. Escuche, debería avisar a mi jefe…

Rebus negó con la cabeza.

– Es todo cuanto quería saber. Gracias. ¿Le importa que me siente un rato en el vestíbulo?

La recepcionista negó con la cabeza y Rebus se dirigió al salón, se acomodó en un sofá desde donde veía bien la zona de recepción a través de la doble puerta acristalada y cogió un periódico. Matsumoto había venido a Edimburgo por el negocio de Poyntinghame, pero él se olía algún asunto más turbio. Hugh Malahide le había dicho que una multinacional pretendía comprar el club, pero Matsumoto no tenía aspecto de ejecutivo. Cuando por fin reapareció en el vestíbulo se había cambiado y lucía un traje blanco, camisa negra sin corbata y una gabardina Burberry con bufanda escocesa a cuadros. Llevaba en la boca un cigarrillo que encendió en la calle y acto seguido echó a andar subiéndose el cuello de la gabardina. Rebus le siguió durante más de un kilómetro, asegurándose de que no era seguido a su vez. Era muy posible que Telford vigilara al japonés. Si lo estaba haciendo, debía de ser alguien muy hábil porque los movimientos de Matsumoto no eran los de un turista que callejea, sino que parecía dirigirse hacia algún sitio concreto con la cabeza agachada para defenderse del viento.

Vio que entraba en un edificio y se detuvo a mirar la puerta de cristal tras la cual arrancaba una escalera con alfombra roja. Sabía lo que era aquello sin necesidad de leer el rótulo de la entrada. Era el Casino Morvena, propiedad de un delincuente llamado Topper Hamilton, dirigido por un tal Mandelson. Pero Hamilton se había retirado, Mandelson había desaparecido y no se sabía quién era el nuevo propietario, aunque ahora a Rebus le cabían pocas dudas de que no fuesen Tommy Telford y sus amigos japoneses. Miró los coches aparcados de las cercanías y no vio ningún Range Rover.

– ¡Qué demonios! -dijo para sus adentros. Empujó la puerta y empezó a subir la escalera.

En el vestíbulo de la primera planta los de seguridad le taladraron con la mirada; a dos de ellos se les notaba poco hechos al esmoquin. El delgado debía de ser el rápido experto en llaves y trucos, y el peso pesado, el fortachón para apoyo en los movimientos rápidos. Superó el minucioso examen ocular, cambió veinte libras por fichas y pasó a la sala de juego.

El salón debió de ser en su momento biblioteca de alguna casa georgiana a juzgar por sus dos enormes ventanales y las elaboradas molduras que remataban las paredes color crema de siete metros antes del arranque del techo rosa claro. Ahora alojaba mesas de juego; del veintiuno, de dados y la ruleta. Las camareras iban de una a otra sirviendo las copas pero no había bullicio y los clientes parecían abstraídos en el juego. No estaba muy concurrido, pero la clientela podía decirse que era internacional. Matsumoto había dejado la gabardina en el guardarropa y se había sentado a la ruleta. Rebus tomó asiento en la mesa del veintiuno al lado de otros dos clientes, a quienes saludó con una inclinación de cabeza mientras el joven y desenvuelto crupier le obsequiaba con una sonrisa. Ganó la primera mano y perdió la segunda y la tercera. Volvió a ganar la cuarta y en ese momento oyó una voz detrás de él.

– ¿Desea algo para beber, señor?

La camarera se había inclinado para decírselo mostrándole su generoso escote.

– Coca-Cola con hielo y limón -dijo él, fingiendo que contemplaba sus andares para aprovechar y echar un vistazo al salón.

Había elegido aquella mesa nada más entrar por no llamar la atención ante la duda de que pudiese haber alguien que le reconociera.

Pero no había nada que temer; el único conocido para él era Matsumoto, quien ahora se frotaba las manos al empujar el crupier hacia él las fichas que había ganado. Rebus se plantó en dieciocho y la banca sacó veinte. Nunca había sido un jugador afortunado, aunque alguna vez probó en las quinielas y en las carreras de caballos y últimamente en la lotería. No le atraían las máquinas tragaperras ni las partidas de póquer que organizaban en el departamento. Él perdía dinero de otra manera.

Matsumoto perdió y profirió una maldición en un tono de voz algo más fuerte de lo adecuado en aquel ambiente y el guardia de seguridad delgaducho asomó la cabeza por la puerta sin que el japonés se intimidara, tras lo cual el delgado desapareció al percatarse de quién había sido, haciendo que Matsumoto se echara a reír. Mucho inglés no sabría pero en aquel lugar no era un cualquiera. Y así debió de decirlo con unas frases en su lengua para beneficio de la concurrencia, mientras asentía repetidamente con la cabeza tratando de cruzar la mirada con alguien. En ese momento una camarera le sirvió un whisky con hielo y él le dio dos fichas de propina. El crupier cantó «hagan juego» y el japonés recuperó la calma y volvió a concentrarse en la ruleta.

La consumición de Rebus tardó en llegar. La Coca-Cola no es la bebida más frecuente entre los policías que frecuentan casinos. Había ganado un par de manos y se sentía mejor; al ponerse en pie para coger el vaso el crupier no le incluyó en la siguiente mano.

– ¿De dónde es? -preguntó a la camarera-. No localizo su acento.

– De Ucrania.

– Habla inglés muy bien.

– Gracias -replicó ella, pero se alejó.

No dar conversación era regla de la casa para no distraer la atención de los clientes en el juego. Ucrania. Pensó si no sería otra importación mercantil de Tarawicz, como Candice… Algunas cosas comenzaban a cobrar sentido: Matsumoto se encontraba allí a gusto, por lo tanto no era un cliente nuevo; el personal guardaba sus distancias con él, lo que significaba que tenía poder, que le respaldaba Telford y que quería que le tratasen con deferencia. No eran conclusiones muy significativas, pero algo era.

En aquel momento entró alguien que Rebus conocía: el doctor Colquhoun, quien nada más verle se atemorizó. Colquhoun: el enfermo fingido que se había tomado unas vacaciones sin decir dónde se le podía localizar; Colquhoun, alguien al corriente de que iban a llevar a Candice a casa de los Drinic.

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