Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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Le vio retroceder hacia la salida, volver la cabeza y apretar el paso.

¿Qué hacía, le seguía o se quedaba vigilando a Matsumoto? ¿Qué era más importante ahora, Candice o Telford? Optó por quedarse. Como el lingüista estaba de nuevo en Edimburgo ya le localizaría. Vaya si lo haría…

Transcurrida más de una hora de juego pensó en cambiar un cheque para sacar más fichas. Ya le habían desplumado veinte libras y Candice comenzaba a pugnar por ocupar un sitio en su atiborrado cerebro. Hizo una pausa y fue hacia unas máquinas tragaperras, pero los destellos y los botones no eran para él. Desaprovechó tres avances y le faltaron puntos para un acumulado. Otras dos libras perdidas, ahora en un par de minutos. No era de extrañar la abundancia de máquinas tragaperras por todos lados. Tommy Telford había elegido un buen negocio. Volvió la camarera a preguntarle si quería beber algo más.

– No, gracias -dijo-. Poca animación hay esta noche.

– Es que es pronto -replicó ella-. A partir de las doce…

Él no pensaba quedarse tanto. Le llamó otra vez la atención Matsumoto alzando las manos y profiriendo otra sarta de palabras en japonés, asintiendo sonriente mientras retiraba sus fichas. Las cambió en la caja y se dirigió hacia la salida. Rebus esperó treinta segundos y abandonó también el salón de juego. Dio despreocupadamente las buenas noches a los vigilantes de seguridad sin dejar de sentir clavados sus ojos en la espalda mientras bajaba la escalera.

Matsumoto se abrochó la gabardina, se ciñó la bufanda y se encaminó hacia el hotel, pero Rebus de pronto se sintió rendido y dejó de seguirle a mitad de camino. No hacía más que pensar en Sammy, Lintz y El Comadreja y en el tiempo que aparentemente estaba perdiendo.

– A la mierda este juego de detectives.

Se dio media vuelta y fue hacia su coche.

Goin' Home, de Ten Years After.

Hasta Flint Street había un paseo de veinte minutos, casi todo cuesta arriba y con el viento no precisamente a favor. La ciudad estaba tranquila y la gente se apiñaba en las paradas de autobús; los estudiantes comían patatas asadas y fritas con salsa curry y algún que otro viandante volvía a casa con el paso inseguro de la borrachera. Se detuvo, frunció el ceño y miró a su alrededor. Allí era donde había dejado el Saab. Estaba seguro… Sí, seguro que lo había dejado en el mismo lugar que ahora ocupaba un Ford Sierra negro con un Mini detrás. Pero de su coche, ni rastro.

– ¡Por Dios! -exclamó.

En la calzada no vio restos de vidrio, prueba de que no le habían sacudido un ladrillazo a la ventanilla. Ah, vaya cachondeo en el departamento… apareciese o no. Vio llegar un taxi y levantó la mano para pararlo pero recordó que estaba sin blanca y dijo al hombre que siguiera.

Su casa en Arden Street no quedaba lejos, pero aquello era la gota que colmaba el vaso.

Capítulo 20

Estaba dormido en el sillón junto a la ventana del cuarto de estar con el edredón subido hasta el cuello cuando sonó el portero automático. No recordaba haberlo conectado; pero a medida que iba despertándole cobró conciencia de que había sonado el timbre de la puerta del piso. Se levantó a tientas para ponerse los pantalones.

– Vale, vale -protestó caminando hacia el vestíbulo-. Calma.

Abrió la puerta y era Bill Pryde.

– Dios, Bill, ¿es por pura venganza? -comentó al ver que su reloj marcaba las dos y cuarto.

– Me temo que no, John -replicó Pryde.

Por su cara y el tono en que hablaba, Rebus supuso que había sucedido algo.

Algo grave.

– Hace semanas que no bebo.

– ¿Seguro?

– Seguro -respondió Rebus clavando sus ojos en los de la inspectora jefe Gill Templer.

Estaban en su despacho de St. Leonard en compañía de Bill Pryde. Él se había quitado la chaqueta y tenía remangadas las mangas de la camisa. Gill Templer estaba pálida y cansada por haber tenido que salir de la cama a aquella hora. Rebus paseaba de arriba abajo sin descanso.

– En todo el día no he bebido más que café y Coca-Cola.

– ¿En serio?

Rebus se pasó las manos por el pelo. Se sentía atontado y le dolía la cabeza. Pero no podía pedir paracetamol y agua, no fueran a pensar que tenía resaca.

– Vamos, Gill -dijo-, me estáis jodiendo.

– ¿Quién te autorizó esa vigilancia?

– Nadie. La hacía durante mi tiempo libre.

– ¿Y eso…?

– El jefe supremo dijo que podía tomarme unos días de permiso.

– Para que pudieras visitar a tu hija en el hospital -replicó ella, haciendo una pausa-. ¿Es o no es?

– Puede.

– Ese señor… Matsumoto -dijo Templer mirando las notas-, estaba relacionado con Thomas Telford. Y, según tú, Telford es el inductor del atropello de tu hija…

Rebus golpeó la pared con los puños.

– Es una trampa. El truco más viejo que existe, pero siempre falla algo; tiene que haber alguna cosa en el lugar de los hechos…, un detalle que no cuadre. -Se volvió hacia sus colegas-. Dejadme ir a echar un vistazo.

Templer miró a Bill Pryde, quien cruzó los brazos y se encogió de hombros: era Templer quien decidía por ser la superior jerárquica. Ella se dio en los dientes con el bolígrafo y lo tiró sobre la mesa.

– ¿Consientes en que te hagan un análisis de sangre?

Rebus tragó saliva.

– Bien -contestó al fin.

– Pues vamos allá -dijo ella poniéndose en pie.

Los hechos: Matsumoto cruzaba la calle hacia el hotel cuando le arrolló un coche que circulaba a toda velocidad y cuyo conductor se dio a la fuga dejándolo después sobre la acera con la portezuela abierta unos doscientos metros más allá.

El vehículo era un Saab 900 conocido por la mitad de los miembros del cuerpo de policía de Lothian y Borders.

El interior apestaba a whisky y había un tapón de rosca en el asiento junto al volante sin rastro de la botella. No encontraron más que el coche vacío y doscientos metros atrás, sobre el asfalto, el cadáver ya frío del hombre de negocios japonés.

Nadie había visto ni oído nada. Rebus lo entendía; aquel lugar no era precisamente una encrucijada de mucho tránsito pero, además, a aquella hora estaba desierto.

– Cuando lo seguí desde el hotel no hizo ese camino -comentó a Templer, que le miraba encogida y aterida con las manos en los bolsillos.

– ¿Y qué? -replicó ella.

– Que es más bien largo y no un atajo.

– Tal vez quería pasear -dijo Pryde.

– ¿A qué hora fue? -inquirió Rebus.

Templer dudó.

– Siempre hay un margen de error -respondió.

– Mira, Gill, ya sé que esto no es normal. No deberías traerme aquí, ni contestar a mis preguntas, dado que soy el principal sospechoso. -Rebus sabía lo que ella se jugaba: entre más de doscientos hombres con la categoría de inspector jefe en toda Escocia, el número de inspectoras no pasaba de cinco. La desventaja era abrumadora y muchos se alegrarían de verla fracasar. Alzó las manos-. Mira, si yo hubiera estado borracho y atropellase a un peatón, ¿crees que iba a dejar el coche en el lugar del accidente?

– Podrías no haberte percatado del atropello. Oirías un golpe, perderías el control del volante, te verías subido en la acera y por instinto de supervivencia pensarías que había llegado el momento de seguir a pie.

– Sí, pero es que no había bebido. Yo dejé el coche cerca de Flint Street y allí lo robaron. ¿Hay señales de que hayan forzado la cerradura?

Ella no dijo nada.

– Supongo que no -prosiguió Rebus- porque un profesional no deja huellas. Pero para ponerlo en marcha habrán tenido que hacer un puente o manipular la dirección. Eso es lo que tienes que comprobar.

Se habían llevado el coche para que a primera hora lo examinaran los de la científica.

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