Rebus entregó el informe a la secretaria de Watson y salió de la comisaría. No había caminado cincuenta metros cuando a su lado paró un coche, un Range Rover desde el que El Guapito le hacía señas para que subiera. Miró al asiento trasero y vio que lo ocupaba Telford con la cara llena de pomada, como un Jake Tarawicz de vía estrecha…
Dudó un instante. Si echaba a correr, la comisaría no estaba muy lejos…
– Suba -repitió El Guapito. Rebus no pudo resistir la tentación y entró en el Rover.
El Guapito arrancó. El oso amarillo ocupaba el asiento delantero sujeto por el cinturón de seguridad.
– Supongo que no servirá de nada que diga que dejéis en paz a Ned Farlowe -dijo Rebus.
Pero no era en Farlowe en quien Telford pensaba.
– Si quiere guerra, tendrá guerra -dijo.
– ¿ Quién?
– Su jefe.
– Yo no estoy al servicio de Cafferty.
– No me venga con cuentos.
– Fui yo quien le metió entre rejas.
– Y desde entonces no ha roto un plato.
– No he matado a Matsumoto.
Telford le miró y Rebus advirtió una violencia incontenible.
– Sabes que yo no he sido -insistió Rebus.
– ¿Cómo dice?
– Porque lo has hecho tú y quieres que a mí…
Telford le echó las manos al cuello y Rebus se las apartó tratando de sujetárselas, pero era imposible con el coche en marcha en el escaso espacio de la parte trasera. El Guapito paró, se bajó, abrió la portezuela del lado de Rebus y lo sacó del coche. Telford echó también pie a tierra con el rostro congestionado y los ojos fuera de las órbitas.
– ¡A mí no me va a cargar eso! -bramó.
Los coches que pasaban reducían la marcha y los peatones cruzaban a la otra acera.
– :¿A quién si no? -replicó Rebus con voz temblorosa.
– ¡A Cafferty! -gritó Telford-. ¡Usted y Cafferty se han propuesto acabar conmigo!
– Te he dicho que yo no he sido.
– Jefe -dijo El Guapito-, larguémonos, ¿vale?
Miraba de un lado a otro nervioso porque estaban llamando la atención, y Telford comprendió que tenía razón.
– Suba al coche -dijo más calmado, pero Rebus lo miró sin moverse-. No se preocupe, suba, que quiero enseñarle un par de cosas.
Rebus, el policía más loco del mundo, volvió a entrar en el Rover.
Durante un par de minutos no dijeron palabra. Telford se recompuso el vendaje de las manos que se había desbaratado durante el forcejeo.
– No creo que Cafferty quiera guerra -dijo Rebus.
– ¿Por qué lo dice tan convencido?
«Porque he llegado a un trato con él y soy yo quien te va a encerrar», pensó. Iban en dirección este y procuró alejar de su pensamiento toda conjetura sobre el destino final.
– Usted estuvo en el Ejército, ¿no? -preguntó Telford.
Rebus asintió con la cabeza.
– De paracaidista y luego en las SAS.
– Pero no pasé del período de instrucción -dijo Rebus, sorprendido de lo bien informado que estaba.
– Porque decidió hacerse poli. -Telford había vuelto a recobrar la calma, se había alisado el traje y arreglado el nudo de la corbata-. Cuando uno está sometido a una estructura como la del Ejército y la de la policía tiene que obedecer órdenes, cosa que me han dicho que no se le da muy bien. Conmigo no duraría mucho -añadió mirando por la ventanilla-. ¿Qué es lo que planea Cafferty?
– Ni idea.
– ¿Por qué vigilaba a Matsumoto?
– Por su relación contigo.
– La Brigada Criminal levantó la vigilancia. -Rebus guardó silenció-. Pero usted dale que dale -añadió Telford volviéndose hacia él-. ¿Por qué?
– Porque has intentado matar a mi hija.
Telford se le quedó mirando sin parpadear.
– Ah, ¿era por eso?
– Por lo mismo que Ned Farlowe intentó dejarte ciego. Es su novio.
Telford soltó una carcajada y meneó la cabeza de un lado a otro.
– Yo no tengo nada que ver con el accidente de su hija. ¿Por qué iba a hacer yo eso?
– Por hacerme daño a mí porque ella me ayudó con Candice.
Telford reflexionó.
– De acuerdo -dijo asintiendo con la cabeza-, comprendo que lo crea y no sé si mi palabra le va a servir de mucho pero, para su tranquilidad, sepa que yo no tengo nada que ver con lo de su hija. -Hizo una pausa y Rebus oyó cerca unas sirenas-. ¿Es eso lo que le ha empujado hacia Cafferty?
Rebus no contestó, actitud que a Telford le dio a entender que acertaba. Volvió a sonreír.
– Para -dijo.
El Guapito frenó, aunque, en cualquier caso, estaban en pleno atasco y la policía desviaba el tráfico por las bocacalles. Rebus cayó en la cuenta de que ya hacía rato que olía a quemado. No habían visto el incendio porque lo tapaban los edificios, pero ahora se veían las llamas. Era en el aparcamiento de taxis de Cafferty. El cobertizo que servía de oficina había quedado reducido a cenizas, el techo de uralita del taller para reparación y limpieza de los vehículos estaba a punto de hundirse y toda una fila de taxis ardía a más y mejor.
– Podríamos haber vendido entradas -comentó El Guapito y Telford se volvió hacia Rebus.
– Los bomberos no van a dar abasto con dos negocios de Cafferty ardiendo a la vez… -dijo consultando el reloj- en este mismo momento, así como su preciosa casa. No, no vaya a pensar… Hemos aguardado a que su mujer saliera de compras, pero sus hombres han recibido un ultimátum para que se larguen de la ciudad o se atengan a las consecuencias -añadió encogiéndose de hombros-. Allá ellos, a mí me tiene sin cuidado. Vaya a decirle a Cafferty que en Edimburgo no tiene nada que hacer.
Rebus se pasó la lengua por los labios.
– Me has dicho que estaba equivocado contigo y que no tienes nada que ver con mi hija. ¿Y si tú te equivocaras en cuanto a Cafferty?
– Baje de la higuera, ¿quiere? La puñalada en el Megan y luego Danny Simpson… Cafferty no es muy sutil que digamos.
– ¿Te contó Danny que se lo hicieron los hombres de Cafferty?
– Él lo sabe y yo también -respondió Telford dando una palmadita en el hombro a El Guapito-. Volvemos a la base. Y lleve otro recado a Barlinnie -añadió para Rebus-: a partir de medianoche iremos a por todos los hombres de Cafferty que sigan en la ciudad… y yo no hago prisioneros. -Dio un resoplido satisfecho consigo mismo y se recostó en el asiento-. ¿Le importa que le deje en Flint Street? Tengo allí una reunión de negocios dentro de un cuarto de hora.
– ¿Con los jefes de Matsumoto?
– Si quieren Poyntinghame tendrán que seguir negociando conmigo -replicó mirando a Rebus-. Usted también debería negociar conmigo. Piense una cosa: ¿a quién le interesa que estemos a mal? A Cafferty: el atropello de su hija, el atentado a Matsumoto… Todo apunta hacia Cafferty. Píenselo y luego quizá volvamos a hablar.
Al cabo de dos minutos Rebus rompió el silencio.
– ¿Conoces a un tal Joseph Lintz?
– Lo mencionó Bobby Hogan.
– Lintz telefoneó a tu oficina de Flint Street.
Telford se encogió de hombros.
– Le digo lo mismo que a Hogan. Quizá marcara el número por equivocación. Fuese lo que fuese, yo no hablé con ese viejo nazi.
– Pero en la oficina hay más gente. -Rebus vio que El Guapito le observaba por el retrovisor-. ¿Y tú?
– Nunca he oído ese nombre.
En Flint Street había un coche aparcado; una enorme limusina blanca con cristales ahumados, antena de televisión en el capó y tapacubos color rosa.
– Cielo santo -comentó Telford sonriente-, mira su último juguete.
Como si Rebus ya no existiese, bajó del coche y echó a correr hacia el que descendía del aparatoso vehículo, un tipo con traje blanco, jipijapa, un puro enorme y camisa chillona de cachemir. Pese a ello, lo que más llamaba la atención era su rostro lleno de estigmas y sus gafas azules. Telford hizo comentarios admirativos sobre el traje, el coche, el lujo agresivo, que hicieron las delicias del señor Ojos Rosa, quien le pasó un brazo por los hombros para dirigirse hacia el salón de juegos, pero a medio camino se detuvo, chasqueó los dedos vuelto hacia limusina y estiró el brazo.
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