Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– ¿Y?

– Que Lintz no tenía su número de teléfono, y si quería hablar con él…

– Tenía que llamarle a la universidad -añadió Rebus cayendo en la cuenta.

Eso explicaba la llamada de más de veinte minutos. Repasó mentalmente lo que Colquhoun le había dicho de Lintz.

«Le he visto en algunos actos sociales… Nuestros departamentos estaban apartados… Ya le digo, no estábamos cerca…»

– Trabajaban en departamentos distintos -añadió-. Colquhoun me dijo que apenas se veían…

– Entonces, ¿cómo se explica que Lintz tuviera constancia de sus diversos cambios de domicilio?

– No lo sé, Bobby. ¿Le has preguntado?

– No, pero pienso hacerlo.

– Anda por ahí escondido; hace una semana que intento hablar con él.

La última vez que le había visto fue en el Morvena: ¿sería Colquhoun el vínculo entre Telford y Lintz?

– Ahora ya ha aparecido.

– ¡No me digas!

– Tengo una cita con él en su despacho.

– Me apunto -dijo Rebus levantándose.

Cuando aparcó en Buccleuch Place en un Astra camuflado, gentileza de St. Leonard, vio que arrancaba un coche junto a él. Saludó con la mano pero Kirstin Mede no le vio y cuando por fin él dio con el claxon del Astra ya estaba lejos. Pensó si la traductora conocería mucho a Colquhoun puesto que era ella quien se lo había recomendado…

Hogan, de pie junto a las bandas protectoras, había sido testigo de sus fallidos intentos de cortesía.

– ¿La conoces?

– Era Kirstin Mede.

– ¿La de las traducciones?

– ¿Localizaste a David Levy? -dijo Rebus mirando hacia la fachada del edificio de estudias eslavos.

– Su hija sigue sin noticias de él.

– ¿Cuánto tiempo lleva fuera?

– Lo bastante para que resulte extraño, aunque a ella parece tenerle sin cuidado.

– ¿Cómo quieres que planteemos el interrogatorio? -preguntó Rebus.

– Depende de la clase de individuo que sea.

– Tú haces las preguntas y yo hago de oyente.

Hogan le miró, se encogió de hombros y empujó la puerta.

– Espero que no le hayan confinado en el ático -comentó mientras subían la desgastada escalera de madera.

En el segundo piso, vieron en una puerta un trozo de tarjeta con el nombre de Colquhoun. La abrieron y se encontraron con un pasillo corto y cinco o seis puertas más. Al despacho de Colquhoun se entraba por la primera a la derecha y él ya aguardaba en el pasillo.

– Le oí llegar. Aquí resuenan todos los ruidos. Pase, pase.

Colquhoun sólo esperaba a Hogan y enmudeció al ver a Rebus. Les precedió para entrar en el despacho donde desplazó ostensiblemente dos sillas que situó delante de su mesa.

– Está todo muy desordenado:-comentó tropezando con un montón de libros.

– Sé lo que es por experiencia, señor -dijo Hogan.

– Me ha dicho mi secretaria que estuvo en la biblioteca -dijo Colquhoun mirando a Rebus.

– Sí, para llenar ciertas lagunas -respondió Rebus sin alzar la voz.

– Ah sí, Candice… -dijo Colquhoun pensativo-. ¿Está…? Bueno, ¿sigue aún…?

– Hoy hemos venido para hablar de Joseph Lintz -le interrumpió Hogan.

Colquhoun se dejó caer en la silla de madera, que crujió bajo su peso. Pero volvió a ponerse en pie.

– ¿Quieren un té? ¿O café? Perdonen este desorden, no suele estar así…

– No se moleste -replicó Hogan-. Haga el favor de sentarse.

– Cómo no, cómo no -dijo Colquhoun dejándose caer de nuevo en la silla.

– Joseph Lintz, señor -insistió Hogan.

– Horrible, ha sido una tragedia… horrible. ¿Saben que se dice que le han asesinado?

– Sí, lo sabemos.

– Ah, claro, cómo no. Perdone.

El escritorio de Colquhoun era una pieza venerable y carcomida. Las estanterías del despacho estaban combadas por el peso de los libros y en las paredes había viejos grabados y una pizarra con una única palabra escrita: carácter. Ocupaban la repisa de la ventana montones de boletines de la universidad que tapaban los dos cristales inferiores. Allí olía a fracaso intelectual.

– Da la causalidad de que en la agenda de direcciones del señor Lintz aparece su nombre, señor -prosiguió Hogan- y estamos localizando a todos sus amigos para hablar con ellos.

– ¿Amigos? -dijo Colquhoun alzando la vista-. Yo no diría que fuéramos «exactamente» amigos. Éramos colegas, pero en veinte años creo que no habré coincidido socialmente con él en más de tres o cuatro ocasiones.

– Es chocante, porque él parecía tener cierto interés por usted… -dijo Hogan abriendo su bloc de notas-. Desde la época en que usted vivía en Warrender Park Terrace.

– Dejé de vivir allí en los setenta.

– Pero él tenía también su número de teléfono. Y después el de Currie.

– Pensé que me gustaría la vida campestre…

– ¿En Currie? -replicó Hogan en tono escéptico.

Colquhoun se tocó la sien.

– Pero me di cuenta de mi error.

– ¿Y se mudó a Duddingston?

– No. Antes viví de alquiler en varios sitios hasta que encontré una casa de compra.

– El señor Lintz tenía su número de teléfono de Currie pero no el de Duddignston.

– Ah, ya; es que me borré del listín al trasladarme.

– ¿Por algún motivo concreto?

Colquhoun se rebulló en el asiento.

– Bueno, seguramente no les parecerá bien…

– Diga usted, a ver.

– Fue para que no me molestasen los alumnos.

– ¿Le molestaban?

– Ya lo creo. Me llamaban para hacerme consultas, para pedir consejo, preocupados por los exámenes o para solicitar prórrogas.

– ¿Recuerda usted haberle dado su dirección al señor Lintz?

– No.

– ¿Está seguro?

– Sí, pero no le resultaría difícil averiguarla. Quiero decir que se la podría haber pedido a una secretaria.

Colquhoun estaba cada vez más nervioso, como si no cupiera en la silla.

– Dígame usted -continuó Hogan-. ¿Hay algo que desee decirnos sobre el señor Lintz? ¿Algún dato en concreto?

Colquhoun negó con la cabeza baja mirando el escritorio.

Rebus decidió sacarse un as de la manga.

– El señor Lintz hizo una llamada a este despacho y sostuvo una conversación de más de veinte minutos.

– Eso… no es cierto -replicó Colquhoun enjugándose la cara con un pañuelo-. Sepan ustedes que me gustaría ayudarles, pero la verdad es que apenas conocía a Joseph Lintz.

– Él le llamó.

– No.

– ¿Y no tiene usted idea de por qué apuntaba concienzudamente sus cambios de dirección en Edimburgo durante los últimos treinta años?

– No.

Hogan suspiró de forma exagerada.

– En ese caso, no perdamos más tiempo -dijo levantándose-. Gracias, señor Colquhoun.

La cara de alivio que puso el viejo profesor fue lo bastante elocuente para ambos.

Bajaron la escalera sin hablar. Colquhoun había comentado que allí dentro se oía todo. El coche de Hogan estaba más cerca que el de Rebus y se pusieron a charlar recostados en él.

– Se le notaba preocupado-dijo Rebus.

– Algo nos oculta. ¿Volvemos a subir?

Rebus negó con la cabeza.

– Déjale que sude un par de días antes de atacar de nuevo.

– No le ha hecho ninguna gracia que viniera contigo.

– Me he dado cuenta.

– Tenemos ese dato a propósito del restaurante… el día que Lintz fue a cenar con un hombre mayor…

– Podríamos decirle que los camareros nos dieron su descripción.

– ¿Sin entrar en detalles?

Rebus asintió con la cabeza.

– A ver si eso sirve de desatascador.

– Oye, ¿y la otra persona a quien Lintz invitó, la mujer joven?

– No tengo ni idea.

– Es un restaurante caro. Hombre mayor, mujer joven…

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