Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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A su señal salió del coche una mujer. Vestía un traje negro corto con medias también negras y chaquetón de pieles. Tarawicz le acarició el trasero y Telford la besó en el cuello. Ella sonrió con mirada un tanto vidriosa y en ese momento Tarawicz y Telford se volvieron hacia el Range Rover, mirando a Rebus.

– Final del viaje, inspector -dijo El Guapito insinuando que bajase.

Rebus salió del Rover sin apartar la vista de Candice, pero ella no le vio, acurrucada como estaba contra el señor Ojos Rosa con la cabeza reclinada en su pecho. Él no dejaba de acariciarle el trasero mirando a Rebus con cara de desafío y sonrisa de látex. Rebus se acercó a ellos y Candice se sobresaltó al verle.

– Encantado de volver a saludarle, inspector -dijo Tarawicz-. ¿Viene en rescate de la doncella?

– Vamos, Candice -dijo Rebus sin hacer caso, tendiéndole una mano no muy firme.

Ella le miró y dijo que no con la cabeza.

– ¿Por qué iba a querer eso? -respondió, al tiempo que Tarawicz le daba otro beso.

– Te secuestraron. Puedes denunciarles.

Tarawicz se echó a reír y la condujo hacia el café.

– Candice… -dijo Rebus tratando de agarrarla del brazo, pero ella se zafó de él y siguió a su amo hacia el local.

Dos hombres de Telford bloqueaban la entrada y El Guapito se le acercaba por detrás.

– ¿No irá a hacer tonterías? -comentó al adelantarle.

Fue a St. Leonard para llevar comida y periódicos a Farlowe y pidió que le acompañaran en un coche patrulla a Torphichen. Quería hablar con el inspector «Shug» Davidson del DIC.

– Acaban de incendiar una parada de taxis -dijo Davidson, quien parecía agotado.

– ¿Tienes idea de quién es obra?

Davidson entornó los ojos.

– El dueño era Jock Scallow. ¿Insinúas algo?

– Pero ¿quién era su verdadero dueño, Shug?

– Lo sabes de sobra.

– ¿Y quién está invadiendo el territorio de Cafferty?

– He oído rumores.

Rebus se apoyó en la mesa de Davidson.

– Tommy Telford va a entrar en guerra si no le paramos.

– ¿Nosotros?

– Quiero que me lleves a un sitio -dijo Rebus.

Shug Davidson era un hombre feliz, casado con una mujer comprensiva, y padre de unos niños que no le veían tanto como merecían. Un año antes, al ganar cuarenta mil libras en la lotería, invitó a una copa a los compañeros de la comisaría. El resto del dinero lo tenía a buen recaudo.

Rebus había trabajado con él. No era mal policía, aunque quizás algo falto de imaginación. Tuvieron que dar un rodeo a la zona del incendio. Dos kilómetros más allá Rebus le dijo que parase.

– Bueno, ¿qué hay? -preguntó Davidson.

– Eso es lo que quiero yo que me digas; qué hay ahí -replicó Rebus señalando el edificio de ladrillo que tanto interesaba a Tommy Telford.

– Es Maclean's.

– Hombre, muy conocido en su casa a las horas de comer.

Davidson sonrió.

– ¿En serio que no lo sabes? -dijo abriendo la portezuela del coche-. Bien, ven y lo verás.

En la entrada verificaron su identidad. Rebus advirtió muchas medidas de seguridad y cámaras en las esquinas del edificio enfocadas a las zonas de aproximación. Hicieron una llamada telefónica y acudió un hombre de bata blanca para acompañarles después de ponerles en la solapa la tarjeta de identificación de visitantes.

– Yo estuve en otra ocasión -dijo Davidson nada más iniciar el recorrido-. La verdad es que poca gente conoce su existencia.

A medida que subían escaleras y cruzaban pasillos las medidas de seguridad iban en aumento: guardianes que verificaban los pases, puertas cerradas con llave y videovigilancia constante, algo que sorprendió a Rebus dado lo anodino del edificio y el hecho de que aún no había visto nada extraordinario.

– Pero ¿dónde estamos, en Fort Knox? -preguntó.

En aquel momento, a la puerta de un laboratorio, el guía les dio batas blancas para que se las pusieran; entraron y, a la vista del personal que manipulaba productos químicos, controlaba tubos de ensayo y hacía anotaciones, Rebus comenzó a entender. En aquel laboratorio había toda clase de extraños y fantásticos aparatos, aunque fuera en esencia como el de un departamento de química de la universidad pero a mayor escala.

– Estamos en la mayor fábrica de droga del mundo -dijo Davidson.

Lo que no era exacto del todo, pues Maclean's era simplemente el mayor productor mundial legal de heroína y cocaína, como puntualizó el guía.

– Trabajamos con licencia del Gobierno en virtud de un acuerdo internacional que se firmó en 1961 y que autoriza a todos los países a tener un fabricante, y nosotros somos el concesionario del Reino Unido.

– ¿Qué es lo que fabrican? -preguntó Rebus mirando las hileras de frigoríficos con candado.

– De todo: metadona para heroinómanos, petidina para parturientas, diamorfina para enfermos terminales y cocaína para uso quirúrgico. Somos la continuación de la primitiva empresa victoriana que elaboraba el láudano.

– ¿Y cuánto producen?

– Unas setenta toneladas anuales de opiáceos -respondió el guía- y casi un millón de kilos de cocaína pura.

Rebus se frotó la frente.

– Ahora entiendo la necesidad de tanta seguridad.

El guía sonrió.

– Figúrese si será bueno nuestro dispositivo que el Ministerio de Defensa nos pidió consejo.

– ¿No ha habido intentos de robo?

– En dos ocasiones, pero nosotros mismos pudimos abortarlos.

«Sí -pensó Rebus-, porque no fueron obra de Tommy Telford y la Yakuza…»

Dieron una vuelta por el laboratorio y Rebus, admirado, señaló con la cabeza a una mujer que estaba plantada en medio de la nave.

– ¿Quién es ésa? -inquirió.

– La enfermera de turno permanente.

– ¿Para qué una enfermera?

El guía señaló un aparato que manejaba un operario.

– A causa de la etorpina -dijo-. Un producto que vale cuarenta mil libras el kilo y que por su enorme potencia requiere tener a mano una enfermera con el antídoto en previsión de cualquier accidente.

– ¿Para qué se emplea la etorpina?

– Para anestesiar rinocerontes -contestó el hombre como si fuera la cosa más natural del mundo.

La fabricación de cocaína se hacía a partir de hojas de coca enviadas desde Perú y el opio llegaba de plantaciones en Tasmania y Australia, pero cada laboratorio guardaba la heroína y la cocaína puras en sus respectivas cajas fuertes en un almacén dotado de detectores infrarrojos y sensores de movimiento. A los cinco minutos Rebus había comprendido perfectamente el interés de Tommy Telford por Maclean's. Que la Yakuza estuviera al corriente del plan debía de ser porque él necesitaba su ayuda -lo que no era probable- o por presumir ante ellos de la hazaña.

Cuando regresaron al coche Davidson hizo la pregunta inevitable.

– ¿De qué asunto se trata, John?

Rebus se dio un pellizco en el puente de la nariz.

– Creo que Telford planea atracarlo.

– Fracasaría -replicó Davidson con un resoplido-. Tú mismo lo has dicho: es Fort Knox.

– Es por cuestión de prestigio, Shug. Si lo consigue se hace famoso y desbanca a Cafferty.

Igual que las bombas incendiarias, que no eran un simple aviso para su rival, sino una «alfombra roja» para el señor Ojos Rosa recién llegado a Edimburgo para demostrarle de lo que era capaz.

– Te aseguro que no hay manera de entrar ahí -insistió Davidson-. ¡Qué barato!

Unos carteles en el escaparate de la tienda de la esquina habían llamado su atención.

Rebus miró hacia ella y vio que anunciaban una oferta de tabaco, de emparedados y de bocadillos, además de una rebaja de cinco peniques en los periódicos.

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