Volvió a Flint Street, aparcó cerca y se dirigió a los dominios de Telford. La calle era su feudo, evidentemente. Alquilar pisos a ancianos sería un acto benéfico pero lo había hecho porque servía a sus propósitos. Se preguntó si en iguales circunstancias Cafferty habría sido tan sagaz para pensar en el detalle de los botones de alarma. Seguramente no. Cafferty no era burro pero casi todo lo hacía por intuición. Se preguntó si Tommy Telford habría actuado precipitadamente alguna vez en su vida.
Vigilaba Flint Street porque necesitaba algo, necesitaba dar con un fallo en la cadena protectora de Telford. Al cabo de diez minutos de viento y frío se le ocurrió algo mejor y llamó por el móvil a una empresa de taxis, identificándose y preguntando si Henry Wilson estaba de servicio. Sí lo estaba, y pidió a la centralita que se lo enviasen. De lo más sencillo.
Diez minutos más tarde comparecía Wilson, un bebedor ocasional del Oxford. Bueno, ir bebido al volante del taxi era su problema. Afortunadamente para él Rebus le había echado una mano de vez en cuando y por ello Wilson le debía no pocos favores. Era alto, fornido, tenía el pelo corto, adornaba su rostro rubicundo con una frondosa barba negra y vestía siempre camisa escocesa a cuadros. Para Rebus era «el Leñador».
– ¿Adonde quiere ir? -preguntó Wilson al sentarse Rebus delante.
– Primero haz el favor de subir la calefacción -Wilson así lo hizo-. Necesito tu taxi de tapadera.
– ¿Con usted dentro?
– Exacto.
– ¿Y corriendo el contador?
– Digamos que has tenido una avería, Henry. El taxi queda fuera de juego para el resto de la tarde.
– Ahora que estaba ahorrando para Navidad… -protestó Wilson.
Rebus le miró fijamente y el grandullón lanzó un suspiro y cogió un periódico que tenía junto al asiento.
– Bueno, pues ayúdeme a apostar a un par de ganadores -dijo buscando las páginas de las carreras de caballos.
Permanecieron una hora larga a la entrada de Flint Street sin que Rebus se moviera del asiento delantero convencido de que un taxi con pasajero detrás habría despertado sospechas, mientras que siendo dos delante podrían parecer dos compañeros del ramo en hora de descanso o que cambian de turno charlando y tomando un té.
Rebus dio un sorbo del vaso de plástico y torció el gesto: Wilson había echado medio paquete de azúcar en el termo.
– Siempre he sido goloso -dijo Wilson, que tenía en el regazo una bolsa abierta de patatas fritas con sabor a cebollas en vinagre.
Por fin, Rebus vio dos Range Rover enfilar la calle. Al volante del primero iba el contable de Telford, Sean Haddow, quien bajó del coche y entró en el salón de recreativos, Rebus advirtió en el asiento delantero un enorme oso de peluche. Haddow volvió a salir con Telford que llevaba las manos vendadas y la cara con tiritas como si se hubiera hecho un afeitado desastroso. La agresión con ácido no le apartaba de los negocios. Haddow le abrió la portezuela de atrás y Telford subió al Rover.
– Ahí los tenemos, Henry -dijo Rebus-. Sigue a esos dos Range Rover rezagándote lo que quieras porque con lo altos que son haría falta un autobús de dos pisos para taparlos.
Los dos Range Rover arrancaron. En el segundo iban tres «soldados» de Telford de los que Rebus reconoció a El Guapito; los otros dos eran reclutas más jóvenes, bien vestidos y perfectamente peinados. Viaje de negocios, sin duda.
El convoy se dirigió al centro y se detuvo delante de un hotel. Telford dijo algo a sus hombres y entró solo mientras los coches aguardaban.
– ¿Va usted a entrar? -preguntó Wilson.
– Me verían.
Los dos chóferes se habían bajado de los vehículos y fumaban un cigarrillo sin dejar de observar quién entraba y salía del hotel. Un par de peatones se acercó al taxi pero Wilson dijo que estaba ocupado.
– Me apetecería un caramelo de menta -musitó.
Rebus le ofreció uno de la marca Polo que él aceptó con un resoplido.
– Magnífico -musitó Rebus.
Wilson miró hacia el hotel y vio una vigilante municipal que, libreta en mano, interpelaba a Haddow y a El Guapito, al tiempo que ellos señalaban sus respectivos relojes tratando de convencerla, pero la línea amarilla del bordillo prohibía rigurosamente aparcar.
Haddow y El Guapito intercambiaron finalmente unas palabras y volvieron a subir a los vehículos. El Guapito hizo unos gestos circulares con las manos para indicar a sus compañeros que iban a dar vueltas a la manzana mientras la vigilante permanecía impertérrita hasta que los vio arrancar. Haddow cogió el móvil y habló por él seguramente explicando a su jefe la jugada.
Era curioso que no hubieran intentado amedrentar o sobornar a la uniformada. Se portaban como ciudadanos respetuosos con la ley. El estilo Telford, sin duda, y Rebus pensó que de haber sido hombres de Cafferty no habrían cedido con tanta facilidad.
– ¿Ahora sí va a entrar? -insistió Wilson.
– No tiene mucho sentido, Henry. Telford estará en alguna habitación o en alguna suite resolviendo sus asuntos a puerta cerrada.
– Ah, ¿ése era Tommy Telford?
– ¿Has oído hablar de él?
– En el taxi oímos de todo. Se dice que pretende apoderarse del negocio de taxis de Big Ger. -Hizo una pausa-. Entiéndame, no es que Big Ger tenga las empresas a su nombre.
– ¿Y tienes idea de cómo piensa quitárselo a Cafferty?
– Amedrentando a sus taxistas o congraciándose con ellos.
– ¿Y tu empresa qué, Henry?
– Es legal y decente, señor Rebus.
– ¿No habéis tenido contactos por parte de Telford?
– De momento, no.
– Ahí vuelven.
Los dos Range Rover entraban de nuevo en la calle. No estaba ya la vigilante y dos minutos más tarde salía Telford del hotel con un japonés de pelo erizado y traje verde mar reluciente que llevaba una cartera aunque no tenía aspecto de hombre de negocios, quizá por las gafas de sol a aquella hora tan tardía o por el cigarrillo en la comisura de los labios. Subieron los dos al asiento trasero del primer vehículo y el japonés se inclinó a acariciar las orejas del oso de peluche haciendo algún comentario que a Telford no debió de hacerle gracia.
– ¿Los seguimos? -preguntó Wilson y, al ver la mirada de Rebus, dio a la llave de contacto.
Salían de la ciudad en dirección oeste y aunque Rebus tenía ya cierta idea del destino final, quería ver qué ruta seguían. Resultó ser casi la misma que él había hecho con Candice. La muchacha no había reconocido nada de particular hasta Juniper Green y lo cierto era que en aquel trayecto no había nada que llamara la atención. En Slateford Road vieron encenderse el intermitente del segundo coche señalando un alto.
– ¿Qué hago? -preguntó Wilson.
– Continúa y te metes por la primera bocacalle para dar la vuelta. Esperaremos a que nos pasen.
Haddow entró en una tienda de periódicos. Exactamente como había dicho Candice. Era extraño que Telford hiciese una parada durante un viaje de negocios. ¿Cuál sería el edificio por el que según Candice mostraron interés? Allí estaba: era una construcción anodina de ladrillo. ¿Un almacén? Rebus no acababa de entender qué interés podía tener Telford por un almacén. Haddow estuvo tres minutos exactos dentro de la tienda y Rebus, que lo había cronometrado, reparó en que durante ese tiempo no había salido nadie de allí antes que él. Poca clientela. Subió al coche y el convoy reanudó la marcha. Iban hacia Juniper Green y con toda seguridad al club de campo Poyntinghame. No tenía sentido seguirlos, pues cuanto más se alejaran de Edimburgo más llamaría la atención el taxi. Rebus le dijo a Wilson que diera la vuelta y le llevase al bar Oxford.
Una vez allí, Wilson bajó el cristal de la ventanilla antes de arrancar.
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