– La historia de siempre -continuó-. Yo no insistía. El sexo nunca me ha interesado. Siempre con sus investigaciones, con sus rezos. Y de repente, este verano, todo cambió. Su apetito parecía… volver. Era incluso insaciable.
– Es precisamente una señal de que se interesaba por vuestro matrimonio, ¿no crees?
– Mi pobre Mathieu. Hacíais buena pareja vosotros dos…
Lo había dicho sin la menor ternura.
– Una de las señales de adulterio es justamente ese regreso a la pasión -prosiguió-. El marido recupera el gusto por el asunto, ¿comprendes? También está la culpa. Es una especie de compensación. Como se acuesta con otra, tu maridito te da una indemnización.
Me sentía francamente incómodo. Imaginar a los Soubeyras en la cama era como levantarle la sotana a un cura. Descubrir un secreto que nadie tiene deseos de conocer. Me puse de pie para interrumpir la conversación. Por fin, confesé la razón de mi visita:
– ¿Podría… puedo ver su despacho?
Ella se puso de pie a su vez, alisando su falda gris cubierta de pedacitos de pañuelo de papel.
– Te aviso que no encontrarás nada. Lo he registrado todo.
El despacho estaba impecable. El mismo orden artificial que en la oficina del 36. ¿Quién había limpiado? ¿Laure o Luc? Cerré la puerta, me quité la americana, me desabroché la pistolera. A priori, no había nada que descubrir. Pero nadie es infalible y yo tenía todo el tiempo del mundo.
Pasé por detrás del escritorio, donde estaba el iBook, para contemplar las fotos colocadas sobre un mueble debajo de la ventana. Amandine y Camille, en plena actividad: ponis, piscina, haciendo máscaras… Una tarjeta postal de Roma, firmada de mi puño y letra: «Conocíamos la fábrica. ¡He encontrado la empresa!». La «fábrica» -sobreentendía, de sacerdotes- era una alusión a Saint-Michel-de Sèze. «La empresa» se refería al seminario de Roma. Otra foto representaba a un hombre vestido con un mono de espeleólogo que llevaba un casco con lámpara frontal. Con gesto triunfante, enarbolaba las cuerdas y los mosquetones delante de la entrada de una gruta. Sin duda era Nicolas Soubeyras, el padre de Luc.
Luc siempre hablaba de él con admiración. Había fallecido en 1978, en el fondo de la sima de Genderer, en los Pirineos, a menos dos mil metros. En aquel entonces yo tenía celos de ese padre, de su heroísmo, hasta de su desaparición; yo, que solo tenía un padre publicista, fallecido por un infarto unos años atrás en el Harry’s Bar de Venecia después de una cena regada con demasiado vino. Se cosecha lo que se siembra.
Me agaché y traté de abrir la puerta persiana del mueble empotrado: cerrada con llave. Probé con el armario: lo mismo. Me senté detrás del escritorio y encendí el ordenador. Tecleé un poco y me di cuenta de que no necesitaba contraseña para abrir los iconos. Nada interesante. Un ordenador doméstico lleno de cuentas, registros de vencimientos, fotos de vacaciones, juegos. Abrí el buzón de correo electrónico. Los e-mails personales tampoco tenían interés alguno: pedidos por correspondencia, publicidad, historietas humorísticas… Solo algunos mensajes me llamaron la atención. Siempre enviados al mismo destinatario, aunque habían sido borrados inmediatamente después de escribirlos. Únicamente quedaba una línea en la memoria, indicando cada envío. El último databa de la víspera del intento de suicidio de Luc. La dirección era: unita16.com.
Entré los datos en Google.
Existía un sitio: www.unita16.com. Doble clic. Un logotipo. La silueta de Bernadette Soubirous, con su pequeño cinturón azul y un paisaje de Lourdes de fondo. La imagen iba acompañada por un texto redactado en italiano. Yo dominaba perfectamente ese idioma desde mis tiempos en el seminario.
La unita16 era una asociación benéfica que organizaba peregrinaciones a Lourdes. ¿Por qué había contactado Luc con esa fundación? De nuevo, la sospecha de una enfermedad mortal… Pero Laure parecía estar muy segura al respecto y los médicos del Hôtel-Dieu habrían detectado inmediatamente un cáncer o una infección. ¿Ese sitio estaba vinculado con alguna investigación? ¿Por qué contactar con él precisamente antes de sacar el billete para el otro barrio?
Pasé la página de presentación y recorrí los capítulos. La unita16 desarrollaba otras actividades: seminarios, retiros en abadías italianas. Leí la lista de conferencias. La única que podría haber atraído a Luc era un coloquio sobre «el regreso del diablo», previsto para el 5 de noviembre en Padua. Me prometí llamar a los especialistas de la policía informática. Quizá sabrían recuperar los textos de los e-mails.
Dejé el ordenador y me concentré en el escritorio. En los cajones solo descubrí fragmentos de vida administrativa. Extractos bancarios, facturas de electricidad, recibos de seguros, recetas de la seguridad social… Podría haber estudiado esos documentos pero no estaba de humor para revisar cifras. En el último cajón había una agenda: nombres, números garabateados, iniciales. Algunos me resultaban familiares, otros no y otros eran directamente ilegibles. Me metí la libreta en el bolsillo del pantalón y seguí registrando; encontré un juego de minúsculas llaves. Alcé la vista; el armario, el mueble empotrado con puerta persiana…
La puerta persiana se abrió. Archivadores grises con funda de lona, atados con una cinta y colocados en vertical sobre un estante. En los lomos, la letra «D» coronada de fechas: 1990-1999, 1980-1989, 1970-1979… Seguía así hasta principios de siglo. Cogí la carpeta del extremo derecho, titulada «2000…», la coloqué en el suelo y desaté la cinta.
Dos subcarpetas tenían las fechas de 2000 y 2001 respectivamente. Abrí la de 2001 y me encontré con las imágenes del atentado del 11 de septiembre. Las torres ardiendo, humeantes, los cuerpos cayendo al vacío, personas despavoridas cubiertas de polvo corriendo sobre un puente. Luego aparecieron otras fotos. Cadáveres con las cuencas de los ojos vacías, torsos infantiles arrancados, bajo los escombros. El comentario precisaba: «Grosnia, Chechenia». Seguí hojeando: restos de esqueletos, un cráneo con los maxilares apretados sobre una braga. No era necesario leer el título. La escena era la exhumación de las víctimas de Émile Louis, en la región de Auxerre.
¿Por qué guardaba Luc esos horrores? Volví a poner el archivador en su lugar y abrí el de los años noventa; cogí ficheros al azar. 1993: víctimas degolladas en una callejuela de un pueblo argelino. 1995: cuerpos desmembrados entre charcos de sangre y chapas carbonizadas. «Atentado suicida, Ramat Ash Kol, Jerusalén, agosto de 1995.» Mis manos empezaron a temblar. Intuía que una de aquellas carpetas estaría dedicada a mi pesadilla personal. Cuerpos negros en el barro rojo, rostros cortados, osarios que se perdían de vista en el horizonte: «Ruanda, 1994».
Cerré la carpeta antes de que las imágenes me saltaran a la cara. Tuve que hacer esfuerzos para recuperarme. Un sudor helado caía por mi rostro. El miedo, otra vez, con toda la intensidad de las peores épocas. Me levanté y aparté los estores de la ventana, escudriñando el patio de ladrillos hundido en la oscuridad. Al cabo de unos segundos me sentí mejor. Pero estaba decepcionado, humillado una vez más, al comprobar hasta qué punto Ruanda seguía allí, en mi interior, a flor de piel.
Volví a Luc. De modo que era eso lo que le ocupaba las noches y los fines de semana. Buscar, recortar, clasificar las más siniestras hazañas humanas. Inclinándome nuevamente sobre las estanterías, escogí un archivador y lo dejé aparte: «1940-1944». Esperaba un repertorio de violencia nazi pero, para empezar, me encontré con imágenes asiáticas. La vivisección de una mujer llevada a cabo por unos japoneses vestidos con batas y mascarillas quirúrgicas. El título rezaba: «Violada y fecundada por el investigador de la unidad 731, llamado Koyabashi; el mismo que está extirpando el feto que ella lleva en su seno». Las manos enguantadas del investigador, el cuerpo sangrando, los hombres vestidos de civil en un segundo plano, también con mascarillas. Todo aquello pertenecía al terror en estado puro.
Читать дальше