Jean-Christophe Grangé - Esclavos de la oscuridad

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Una novela deslumbrante que explora el filo entre la vida y la muerte, lo divino y lo satánico.
Tras el intento de suicidio de su mejor amigo, un policía decide investigar las razones que lo llevaron a tomar esa decisión. En el camino a la verdad descubrirá prácticas satánicas, drogas africanas y una serie de asesinatos horrendos sin explicación. Las víctimas comparten solo una cosa en común: experimentaron la muerte. ¿Cómo puede revivir alguien clínicamente muerto? ¿Qué ocurre si en vez de ver la luz, vio las tinieblas?
Una novela diabólica con todos los ingredientes para convertirse en un éxito y una referencia del género, por el maestro del thriller e indiscutible que nos acerca a una de las realidades más sorprendentes e intranquilizantes de la medicina moderna: las experiencias de muerte inminente.

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– ¿Erías erme?

La pipa hacía que se tragara la mitad de las palabras. Abrí un cajón, cogí una bolsa translúcida y deslicé en ella la medalla de san Miguel.

– Quiero que indagues sobre esto -dije, lanzándole el objeto-. Consulta a los numismáticos. Quiero conocer su origen exacto.

Malaspey dio vueltas al sobre delante de sus ojos.

– ¿Qué es?

– Eso es lo que quiero saber. Habla con profes. Busca en la universidad.

– Me siento como si retomara mis estudios.

Se metió la medalla de Luc en el bolsillo y desapareció. Pasé todavía una hora estudiando los documentos acumulados sobre mi escritorio. Nada interesante. A las cinco, me levanté para visitar a mi superior jerárquica.

Llamé a la puerta. Me invitaron a entrar. Atmósfera depurada, en la que flotaba un suave aroma de incienso, lo que me recordó mi guarida.

Nathalie Dumayet era del tipo brutal, pero nada en su aspecto la delataba. En la cuarentena, tez pálida, cintura de modelo; llevaba los cabellos negros con un corte cuadrado, siempre estudiadamente despeinados. Una belleza angulosa, suavizada por unos grandes ojos verdes, serenos, que se hundían con fluidez en su interlocutor. Siempre elegante, incluso a la última, vestía marcas italianas poco habituales en el quai.

Esto, en cuanto a su aspecto. En lo referente a su interior, Dumayet encajaba bien con la Brigada: dura, cínica, perseverante. Había trabajado sucesivamente en antiterrorismo y en estupefacientes con resultados ejemplares. Dos detalles la definían: para empezar, sus gafas, con monturas flexibles e irrompibles, que se podían apretar con la mano y que recuperaban su forma inicial. Muy parecidas a la misma Dumayet: bajo su apariencia flexible, no se olvidaba de nada y nunca perdía de vista su objetivo.

El otro detalle eran sus falanges. Agudas, prominentes, se parecían a los martillos ultrafinos de los diamantistas, tan duros que podían quebrar las piedras preciosas.

– ¿Le hago un té Keemun? -preguntó, levantándose de su asiento.

– No, gracias.

– De todos modos prepararé uno.

Manipuló un hervidor y una tetera. Tenía gestos de estudiante pero también de gran sacerdotisa. De su ritual se desprendía algo antiguo y religioso. Pensé en un rumor que circulaba, según el cual Dumayet frecuentaba los clubes de intercambio de parejas. ¿Verdadero o falso? Desconfiaba de los rumores en general y de este en particular.

– Puede fumar, si le apetece.

Me incliné pero no saqué el paquete de Camel. No era cuestión de relajarme. Haberme convocado «urgentemente» no presagiaba nada bueno.

– ¿Sabe por qué lo he hecho venir?

– No.

– Siéntese.

Colocó una taza delante de mí.

– Todos estamos conmocionados, Durey.

Me senté y guardé silencio.

– Un madero del calibre de Luc, tan sólido, ha causado un verdadero impacto.

– ¿Tiene algo que reprocharme?

La brusquedad de mi pregunta la hizo sonreír.

– ¿Cómo avanza el caso de Perreux?

Pensé en mis suposiciones al respecto. Pero era demasiado pronto para cantar victoria.

– Estamos en ello. Tal vez los gitanos.

– ¿Tiene pruebas?

– Presunciones.

– Cuidado, Durey. Nada de prejuicios raciales.

– Por eso mantengo cerrada la boca. Deme un poco más de tiempo.

Ella asintió moviendo la cabeza distraídamente. Todo eso era solo un preámbulo.

– ¿Conoce a Coudenceau?

– ¿A Philippe Coudenceau?

– IGS, sección disciplina. Por lo visto, Soubeyras tenía un expediente algo delicado.

– ¿Qué significa delicado?

– No lo sé. Me ha llamado esta mañana. Y acaba de llamarme de nuevo.

No dije nada. Coudenceau era uno de esos que hurgan en la mierda y solo disfrutan cuando ponen contra las cuerdas a uno de sus colegas abriéndole un expediente disciplinario. Un enchufado que disfrutaba destrozando a los polis y logrando que se tragaran su orgullo de héroes.

– Él está a cargo del informe sobre Luc. Está llevando a cabo una investigación de rutina.

– Como siempre.

– Según él, hay unos maderos que están metiendo las narices. Esta tarde han llamado al banco de Luc. No les ha costado demasiado identificar al curioso.

Foucault no había perdido el tiempo. Pero en cuanto a discreción, todavía le quedaba mucho por aprender. Clavó sus ojos acuosos en los míos. En un segundo, se endurecieron como diamantes.

– ¿Qué busca, Durey?

– Lo mismo que la IGS. Lo mismo que todo el mundo. Quiero comprender el acto de Luc.

– Una depresión no tiene explicación.

– No hay nada que indique que Luc estaba deprimido. -Levanté la voz-. Tenía mujer y dos hijas. ¡Joder! No podía abandonarlas. ¡Algo fuera de lo normal ha debido ocurrirle!

Dumayet cogió su taza y sopló sobre el borde, sin decir nada.

– Hay algo más -dije, continuando en un tono más suave-. Luc es católico.

– Todos somos católicos.

– No como él. No como yo. Misa todos los domingos; oración cada mañana. Va contra nuestra fe, ¿comprende? Luc ha renunciado a su vida, pero también a su salvación. Debo encontrar las razones de semejante abandono. Eso no interferirá en los casos abiertos.

La comisaria bebió un sorbo, como un garito.

– ¿Dónde estaba esta mañana? -preguntó posando suavemente su taza.

– En las afueras -dije, vacilante-. Tenía que verificar algunas cosas.

– ¿En Vernay?

Encajé la pregunta en silencio. Volvió la mirada hacia las ventanas entreabiertas que daban al Sena. Ya anochecía. El río parecía una masa de cemento fraguado.

– Levain-Pahut, el jefe de Luc, ha hablado conmigo este mediodía. Los gendarmes de Chartres lo han llamado. Acababan de avisarles. Un médico del hospital había recibido la visita de un madero parisino. Un tipo alto, con pinta de haber bebido una copa de más. ¿Le dice algo?

Me agaché de golpe, agarrándome al borde del escritorio.

– Luc es mi mejor amigo. Se lo repito: ¡quiero saber qué lo ha empujado hasta ese extremo!

– Nada nos lo devolverá, Durey.

– No está muerto.

– Sabe muy bien qué quiero decir.

– ¿Prefiere que los hurgamierda de la IGS hagan el trabajo?

– Están acostumbrados.

– Acostumbrados a investigar a maderos colocados, jugadores, chulos. ¡El móvil de Luc está en otro sitio!

– ¿Dónde? -preguntó en tono irónico.

– No lo sé -admití, echando atrás mi asiento-. Todavía no. Pero existe un móvil real para este intento de suicidio. Un asunto extraño que quiero descubrir.

Lentamente, hizo girar su sillón. Con un movimiento sensual, estiró las piernas y colocó sus tacones de aguja sobre el radiador.

– Si no hay crimen, no hay sumario. Esto no incumbe a nuestra brigada. Y usted no es el hombre apropiado.

– Luc es como un hermano para mí.

– Por eso precisamente se lo digo. Está usted con los nervios a flor de piel.

– ¿Se supone que tengo que tomarme vacaciones?

Nunca me había parecido tan dura, tan indiferente.

– Dos días. Durante cuarenta y ocho horas deje todo lo que tiene entre manos y hágase a la idea. Después, vuelva al tajo.

– Gracias.

Me levanté y llegué a la puerta. En el momento en el que giraba el pomo, dijo:

– Una cosa más, Durey. Usted no tiene el monopolio de la tristeza. Yo también conocí bien a Soubeyras, cuando estaba con nosotros.

La frase no pedía respuesta. Pero, movido por la intuición, volví la cabeza y le eché una mirada. Tuve la certeza, una vez más, de que nunca comprendería a las mujeres.

Nathalie Dumayet, la mujer que dirigía la Criminal con mano de hierro, la poli que había arrancado una confesión a los terroristas del GIA, el Grupo Islámico Armado, y había desmantelado la filial de la heroína afgana lloraba en silencio, con la cabeza baja.

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