Jean-Christophe Grangé - Esclavos de la oscuridad

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Una novela deslumbrante que explora el filo entre la vida y la muerte, lo divino y lo satánico.
Tras el intento de suicidio de su mejor amigo, un policía decide investigar las razones que lo llevaron a tomar esa decisión. En el camino a la verdad descubrirá prácticas satánicas, drogas africanas y una serie de asesinatos horrendos sin explicación. Las víctimas comparten solo una cosa en común: experimentaron la muerte. ¿Cómo puede revivir alguien clínicamente muerto? ¿Qué ocurre si en vez de ver la luz, vio las tinieblas?
Una novela diabólica con todos los ingredientes para convertirse en un éxito y una referencia del género, por el maestro del thriller e indiscutible que nos acerca a una de las realidades más sorprendentes e intranquilizantes de la medicina moderna: las experiencias de muerte inminente.

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10

El limbo.

La palabra se me ocurrió cuando cruzaba las puertas de la unidad de reanimación. El limbo. Ahí donde se encuentran encerradas las almas de los justos del Antiguo Testamento, antes de que Jesús las liberase. El espacio misterioso donde moran las criaturas fallecidas antes de ser bautizadas. Un lugar indefinido, oscuro, asfixiante, donde uno espera a que se decida su suerte. «Ni la vida, ni la muerte», había dicho Svendsen.

Vestido con una bata atada a la espalda, gorro y zapatillas de papel, caminé por el oscuro pasillo. A la izquierda, el despacho de la enfermera, iluminado por una lamparilla de noche. A la derecha, un panel acristalado, dividido en celdas. Solo los chasquidos de los aparatos de respiración artificial y los bips de los monitores resonaban en las tinieblas.

Pensé en la cita de Dante en el Canto IV dedicado a los infiernos:

De que estaba en la proa me di cuenta

del valle del abismo doloroso

que de quejas acoge la tormenta.

Oscuro y hondo era, y nebuloso

tanto que, aunque miraba a lo profundo,

nada pude distinguir en aquel foso.

Número 18.

La habitación de Luc.

Estaba atado con correas a una cama reclinada treinta grados. Unos tubos translúcidos serpenteaban a su alrededor. Una sonda penetraba por una fosa nasal; otra por la boca, conectada a un fuelle negro que subía y bajaba con un chasquido. Una perfusión en el cuello, otra en el antebrazo. Una pinza sujeta a uno de sus dedos brillaba como un rubí. A la derecha, una pantalla negra atravesada por surcos verdes. Por encima de la cama, unas bolsas transparentes: líquidos de perfusión.

Me acerqué. Dicen que a las personas en coma hay que hablarles. Abrí la boca pero no salió nada. Quedaba la oración. Me arrodillé e hice la señal de la cruz. Cerré los ojos y murmuré, bajando la cabeza: «Confío en ti, mi Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo…».

Paré. Imposible concentrarme. Mi lugar no estaba allí. Mi lugar estaba en la calle, buscando la verdad. Me puse nuevamente de pie con una certeza en el corazón: yo podía despertarlo. A condición de que averiguara las razones de su acto. ¡Mi luz lo arrancaría de ese limbo!

En el vestíbulo de la unidad me dirigí a una secretaria y le pedí que llamara al doctor Eric Thuillier, el neurólogo con el que, la víspera, el anestesista me había aconsejado que hablara.

Tuve que esperar algunos minutos hasta que apareció el médico. En la cuarentena, aspecto de estudioso. Camisa Oxford, jersey hasta el cuello, pantalón de pana, demasiado corto y arrugado. Sus cabellos desordenados le daban un aire descuidado que sus gafas de carey desmentían.

– ¿El doctor Thuillier?

– Soy yo.

– Inspector Mathieu Durey. Brigada Criminal. Soy un compañero de Luc Soubeyras.

– Su amigo ha tenido mucha suerte.

– ¿Puedo hablar unos minutos con usted?

– Debo ir a otra planta. Venga conmigo.

Lo seguí por un pasillo largo. Thuillier comenzó su exposición, pero no me dijo nada nuevo.

– ¿Hay probabilidades de que despierte? -lo interrumpí.

– No puedo pronunciarme; su coma es profundo. Pero he visto casos peores. Cada año, más de dos mil personas se hunden en el coma. Solo un treinta y cinco por ciento de ellas sale indemne.

– ¿Y el resto?

– Muertas. Infecciones. Estado vegetativo.

– Me han dicho que permaneció cerca de veinte minutos sin vida.

– Su amigo sufre un coma anóxico provocado por un paro respiratorio. Es evidente que su cerebro no ha recibido oxígeno durante cierto tiempo. Pero ¿cuánto, exactamente? Seguramente hay millares de neuronas destruidas, en particular en la región del cortex cerebral, que condiciona las funciones cognitivas.

– Concretamente, ¿qué significa eso?

– Si su amigo despierta, con toda seguridad tendrá secuelas. Tal vez leves; tal vez graves.

Sentí que palidecía. Cambié de rumbo.

– ¿Y nosotros? Me refiero al entorno. ¿Se puede hacer algo?

– Pueden hacerse cargo de ciertos cuidados. Masajearlo, por ejemplo. Aplicarle bálsamos para impedir que la piel se seque. Son momentos para compartir.

– ¿Hay que hablarle? Se dice que eso puede ayudar.

– Honestamente, no lo sé. Nadie sabe nada. Según los exámenes que he realizado, Luc reacciona a ciertos estímulos. Son las llamadas «manifestaciones de conciencia residual». De modo que ¿por qué no? Tal vez una voz conocida le haría bien. Hablar al paciente puede ayudar también al que habla.

– ¿Ha hablado con su mujer?

– Le he dicho lo mismo que a usted.

– ¿Cómo la ha visto?

– Afectada. Y también, cómo diría… un poco obstinada. La situación es trágica. Y la única opción es aceptarla.

Empujó una puerta y bajó por la escalera. Lo seguí. Volvió la cabeza y me miró.

– Quería preguntarle algo. ¿Su amigo seguía algún tratamiento? ¿Con inyecciones?

Era la segunda vez que me hacían esa pregunta.

– ¿Me lo pregunta por las marcas de pinchazos?

– ¿Usted conoce el origen?

– No. Pero puedo garantizarle que no se drogaba.

– De acuerdo.

– ¿Eso cambiaría algo?

– Mi diagnóstico debe tener en cuenta todos los aspectos.

Cuando llegamos al piso inferior, se volvió hacia mí; sus labios esbozaban una sonrisa contrariada. Se quitó las gafas y se frotó el tabique de la nariz.

– Lo lamento, debo irme. Solo se puede hacer una cosa: esperar. Las primeras semanas serán decisivas. Llámeme cuando lo desee.

Se despidió y desapareció detrás de unas puertas batientes. Descendí a la planta baja. Trataba de imaginar a Luc como un drogadicto. No tenía ningún sentido. Pero ¿de dónde provenían esas marcas? ¿Estaba enfermo? ¿Se lo habría ocultado a Laure? También debía comprobar eso.

En el patio de urgencias, cerca de la entrada del centro médico penitenciario, había tantos uniformes azules como batas blancas. Me deslicé entre dos furgones de la pasma y accedí al portal.

En ese momento, me volví, sintiéndome espiado.

Una serie de sillas de ruedas abandonadas estaban encadenadas las unas con las otras, como los carritos del supermercado. Sobre la última estaba Doudou.

Había bajado el respaldo del asiento al máximo, para convertirla en una tumbona. Sostenía un cigarrillo en su mano derecha y no me quitaba los ojos de encima. Le hice una vaga señal con la cabeza y crucé la puerta. Tenía la sensación de tener una mira en la espalda.

«Un secreto -me dije-. Los hombres de Luc tienen un jodido secreto.»

11

– No hagas ruido. Las niñas duermen.

Laure Soubeyras se hizo a un lado para dejarme pasar. Maquinalmente, miré el reloj: las ocho y media. Cerrando la puerta añadió:

– Están agotadas. Y mañana tienen que ir al colegio.

Asentí, sin tener la menor idea de la hora a la que los críos debían ir a dormir. Laure cogió mi abrigo y luego me hizo entrar en el salón.

– ¿Te apetece un té? ¿Un café? ¿Una copa?

– Un café, gracias.

Desapareció. Me senté en el canapé y observé la decoración. Los Soubeyras vivían en un modesto apartamento de tres habitaciones en porte de Vincennes, en uno de esos edificios de ladrillo subvencionados por el ayuntamiento de París. La pareja lo había comprado inmediatamente después de su boda, inaugurando una larga serie de créditos. Todo parecía una grosera imitación: parquet flotante, muebles de contrachapado, bibelots baratos… La televisión funcionaba en sordina.

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