En el Sainte-Anne trato de rezar. Pero cada vez me deshago en lágrimas. Lloro como no lo he hecho nunca. Todo el día. Con una sensación en la que se mezclan el sufrimiento y el alivio. La respuesta al dolor del alma es un sosiego físico. Casi animal.
Reemplazo la oración con comprimidos, aunque lo vivo como si consumara mi destrucción. Mi percepción del mundo es mi fe. Influir en esa percepción es como pretender engañar a mi conciencia, por lo tanto a Dios. Pero ¿tengo todavía fe? No siento en mí convicción alguna, ni freno, ni límite. Bastaría que alguien abriera una ventana delante de mí para que saltara.
Septiembre de 1994
Cambio de tratamiento.
Menos comprimidos, más loquero. Yo, que solo he revelado mis pecados a los sacerdotes, que nunca he compartido mis dudas con nadie que no fuera el Señor, tengo que soltárselo todo a un especialista de la indiferencia, que no representa a ninguna entidad superior; su silencio es el único espejo en el que mi conciencia debe contemplarse. La idea en sí me parece atroz, fundada en una visión del alma humana agnóstica, reductora, desesperada.
Noviembre de 1994
A mi pesar, a pesar de todo, aparecen signos de mejoría. Mi parálisis disminuye, mis crisis de llanto son más espaciadas, mi deseo de suicidarme se atenúa. De doce comprimidos al día paso a cinco. Vuelvo a rezar. Balbuceos, palabras desordenadas, saliva. Los antidepresivos me hacen babear en el sentido estricto de la palabra.
Vuelvo a encontrar el sendero de Dios. Y me alejo de esa idea de que soy yo quien debe perdonarlo por lo que he visto allí. Recuerdo una frase de uno de mis profesores, en Roma: «El verdadero secreto de la fe no es perdonar, sino pedir perdón al mundo tal como es, porque no hemos sabido cambiarlo».
Enero de 1995
Regreso al mundo real. Escribo varias cartas a fundaciones religiosas, lugares de retiro, monasterios, solicitando un puesto de trabajo, cualquier cosa, siempre que esté en compañía de otros hombres. Un centro de formación en teología en Drôme contesta favorablemente a mi petición a pesar de mi estado, pues no he ocultado nada sobre mi enfermedad.
Me asignan un trabajo de archivero. A pesar de mi brazo inválido, me muevo, ordeno, clasifico. En medio de los expedientes, del polvo, de los seminaristas que hacen cursillos, paso inadvertido. Gracias a un puñado de comprimidos al día y a dos visitas por semana a un loquero de Montélimar, mantengo la compostura. Y consigo ocultar mi estado depresivo que, particularmente aquí, provocaría incomodidad, malestar.
A veces me sobreviene una crisis. Mis manos tiemblan, mi cuerpo se agita, me invade una actividad febril inexplicable. Otras, al contrario, mi conciencia llega a pesar tanto como un planeta inerte. Me vuelvo apático. Imposible mover un dedo. Me quedo así, varias horas, aplastado por las ideas que me desbordan: la muerte, el más allá, lo desconocido… En esos momentos, Dios ha desaparecido nuevamente.
Pero los recuerdos, ellos, siempre están presentes. A pesar de mis precauciones siempre me cogen desprevenido. Por mucho que evite la proximidad con radios, televisiones y otros sonidos transmitidos, si por desgracia un ruido blanco, un chisporroteo, llega a mis tímpanos, experimento inmediatamente unas náuseas implacables, un seísmo en el fondo de mis tripas. «¡Que ninguna cucaracha se os escape!» Corro al retrete a vomitar mi bilis, mi miedo, mi cobardía, y termino, como siempre, en una crisis de llanto.
Otro ejemplo. He pedido que me permitan comer siempre solo, para evitar el ruido de tenedores, cualquier chirrido metálico. Pero solo escuchar la estridencia de una mesa arrastrada sobre el parquet me propulsa a la carretera principal de Kigali. Los asesinos gritan y silban, los cuerpos se acumulan en las fosas, cuerpos que ya no se cuentan, que no cuentan. Lanzo un grito antes de empezar a tener convulsiones. Me despierto en la enfermería, sedado. Y me doy cuenta, una vez más, de que no estoy curado, que nunca lo estaré. El injerto no ha funcionado y no hay manera de extraer el cuerpo extraño.
Enero de 1996
Dejo el centro de teología para dirigirme a un monasterio aislado en el departamento de Hautes-Pyrénnées. Experiencia interior. Conocimiento trascendente. Búsqueda del Verbo Divino. Entre los monjes cistercienses, recupero la fuerza, la esperanza, la vitalidad. Hasta el día en el que lo cotidiano ya no me parece suficiente.
Después de lo que he visto, me resulta imposible permanecer allí, de rodillas, hablando al cielo mientras el infierno se ha adueñado de la tierra. Los monjes que me rodean son novicios en materia de almas. He viajado hasta otros confines. He visto el verdadero rostro del hombre. Piel arrancada, músculos desnudos, nervios desgarrados. Su odio irreductible. Su violencia sin límite. Hay que sanar de su mal al ser humano y no es en el silencio del aislamiento donde podré hacerlo.
Entonces me acuerdo de Luc.
Dos años en los que casi me he olvidado de él. Su silueta y su voz vuelven con nueva claridad. Luc siempre estuvo un paso por delante de mí. Siempre presintió las verdades groseras, contradictorias, subterráneas de la realidad. Hoy comprendo una vez más que debo seguir su camino.
Septiembre de 1996
Me incorporo a la Isla de los Cuervos.
La ENSOP, Escuela Nacional Superior de Inspectores de Policía, situada en Cannes-Écluse, Seine-et-Marne, llamada así porque todos llevan uniforme. No me siento fuera de lugar. He conocido la sotana. Ahora luzco la guerrera azul marino. Pasado el primer obstáculo, en el que los oficiales encargados de la formación me miran con desconfianza, dado que con mis diplomas podría haberlo intentado en Saint-Cyr-au-Mont-d’Or, la «fábrica de comisarios», mis logros hablan por sí solos.
En todas las asignaturas obtengo las mejores notas. Derecho penal, derecho constitucional, derecho civil. Procedimientos. Ciencias humanas. Ninguna dificultad. Todo eso sin contar el deporte. Atletismo, tiro, lucha cuerpo a cuerpo… Mi vida de asceta, mi inclinación al rigor, hacen de mí un adversario temible.
Pero es al finalizar los estudios, durante las prácticas sobre el terreno, cuando mi mejor cualidad se revela: un sentido innato del mundo de la calle. Intuición de lugares, instinto de caza, psicología… Y sobre todo, el don del camuflaje. A pesar de mi silueta de espárrago y de mi formación de intelectual, me mimetizo en cualquier parte, adoptando el lenguaje de los golfos, haciendo amistad con la peor gentuza.
Junio de 1998
Soy el número uno de mi promoción. Tengo treinta y un años. Gracias a mi calificación, tengo prioridad para escoger destino entre los cargos vacantes. Unos días más tarde, el director de la escuela me convoca.
– ¿Ha solicitado la Brigada de Represión del Proxenetismo?
– ¿Y…?
– ¿No le interesaría un cargo en una oficina central? ¿El Ministerio del Interior?
– ¿Hay algún problema?
– Se dice… Es usted católico, ¿verdad?
– No veo la relación.
– Corre usted el riesgo de ver historias bastante curiosas en la BRP y…
El hombre duda; luego, me dedica una amplia sonrisa paternalista.
– He pasado diez años de mi vida en la BRP. Es un universo muy particular. No estoy seguro de que los depravados que se encuentran allí tengan necesidad de un policía de su valía.
Le devuelvo la sonrisa, inclinando mi metro noventa.
– Se equivoca. Soy yo quien tiene necesidad de ellos.
Septiembre de 1998
Me hundo en los arcanos del vicio. En pocos meses enriquezco mi vocabulario. Coprofilia: desviación sexual consistente en alimentarse con excrementos. Urofilia: práctica en la que el placer se obtiene por medio de la vista o el contacto con la orina. Zoofilia: echo la mano de un stock de vídeos. Obvio los comentarios. Necrofilia: organizo un memorable delito flagrante en plena noche, en el cementerio de Montparnasse.
Читать дальше