Jean-Christophe Grangé - Esclavos de la oscuridad

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Una novela deslumbrante que explora el filo entre la vida y la muerte, lo divino y lo satánico.
Tras el intento de suicidio de su mejor amigo, un policía decide investigar las razones que lo llevaron a tomar esa decisión. En el camino a la verdad descubrirá prácticas satánicas, drogas africanas y una serie de asesinatos horrendos sin explicación. Las víctimas comparten solo una cosa en común: experimentaron la muerte. ¿Cómo puede revivir alguien clínicamente muerto? ¿Qué ocurre si en vez de ver la luz, vio las tinieblas?
Una novela diabólica con todos los ingredientes para convertirse en un éxito y una referencia del género, por el maestro del thriller e indiscutible que nos acerca a una de las realidades más sorprendentes e intranquilizantes de la medicina moderna: las experiencias de muerte inminente.

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– Quería decirte algo. He recordado un detalle.

– ¿Qué?

Yo estaba cubierto de polvo. Automáticamente, me levanté y me limpié las manos en el pantalón.

– Un día, le pregunté qué coño hacía en esta leonera. Solo me dijo: «He encontrado la garganta».

– ¿La garganta? ¿No dijo nada más?

– No. Parecía un loco. Alucinado. -Se calló, atrapada de repente por sus recuerdos-. Cierra la puerta de golpe si decides irte durante la noche. Y no olvides la misa de pasado mañana.

«He encontrado la garganta.» ¿Qué había querido decir? ¿Era una garganta en el sentido fisiológico del término o en el mineral? ¿Se refería a la anatomía de una persona o de un cañón, de un pozo de piedra?

Las horas pasaron. Acompañado por los frescos diabólicos de Fra Angelico y del Giotto, de las pinturas maléficas de Grünewald y de Bruegel el Viejo, del diablo con cola de rata de El Bosco, del diablo puerco de Durero, de las brujas de Goya, del Leviatán de William Blake…

A las tres de la mañana ataqué el último estante. Al tacto, noté que las subcarpetas ya no contenían reproducciones, sino radiografías médicas. Escáneres, resonancias magnéticas que representaban cerebros. Leí los títulos. Enfermos mentales en plena crisis, particularmente esquizofrénicos violentos.

No hacía falta ser un genio para descubrir el modo de proceder de Luc. A sus ojos, las representaciones contemporáneas del diablo podían ser esas convulsiones cerebrales captadas en el interior mismo del órgano vivo. Todo participaba de la misma lógica: identificar el mal en todas sus formas.

Miré rápidamente esos archivos y guardé algunas fotos para mi expediente, así como otras para Svendsen. Agotado, me instalé detrás del escritorio; no tenía fuerzas para irme a esa hora. Mis pensamientos empezaban a perder nitidez y me sentía cada vez peor.

No era solo el cansancio. Un malestar me había acompañado desde el principio de mi registro: Ruanda. La proximidad de las imágenes de la matanza me había arruinado la noche. Dado mi estado de agotamiento, comprendí que no podría resistirlo.

Estaba en las mejores condiciones para hacer un viaje de ida al infierno.

Al pozo de mi memoria.

13

Cuando descubrí Ruanda, el país no existía. En todo caso, no para el resto del mundo.

Una de las naciones más pobres del planeta, pero sin guerra, ni hambruna, ni catástrofes naturales; nada que motivara la organización de un concierto de rock o que llamara la atención de los medios de comunicación.

En febrero de 1993, llego allí. Ya todo está escrito. Ruanda vive sumida en la energía que proporciona el odio, tal como un moribundo aguanta gracias a sus nervios. Un odio que enfrenta a la mayoría tutsi, gente esbelta, refinada, contra la población hutu, baja, regordeta, que son el noventa por ciento de los habitantes del país.

Empiezo mi trabajo humanitario con los oprimidos tutsis. Enfrente, los milicianos hutus están armados con fusiles, garrotes y ya empiezan con los machetes. De un confín al otro del territorio golpean, matan, queman las chozas de sus enemigos con absoluta impunidad. Con Tierras de Esperanza atravesamos el país llevando víveres, medicinas; nos vemos obligados a negociar en cada control hutu, por lo que siempre llegamos demasiado tarde. Todo eso sin contar las delicias del trabajo humanitario: errores de entrega, envíos que se retrasan, problemas administrativos…

Finales de 1993

En las calles de Kigali resuenan los mensajes de odio de la RTML: Radio-Televisión Libre de las Mil Colinas, organismo hutu que llama a la matanza de las «cucarachas». Esa voz me persigue hasta el dispensario donde duermo. Repercute en las calles, en los edificios, se infiltra en el enlucido de los muros, en el calor sofocante del aire.

1994

Las primeras manifestaciones del genocidio se multiplican. Se importan 500.000 machetes. El número de controles aumenta progresivamente. Extorsiones, violencia, humillaciones. Nada detiene al Hutu Power. Ni el gobierno, ni la ONU, que ha enviado unas fuerzas que demuestran ser impotentes. Y siempre la voz de las Mil Colinas: «Cuando la sangre se ha derramado, ya es posible recogerla. Pronto habrá novedades. ¡El verdadero ejército es el pueblo! ¡La fuerza es el pueblo!».

Cada mañana, cada noche, rezo. Sin esperanza. En ese país en el que la población es un noventa por ciento católica, Dios nos ha abandonado. Ese abandono está grabado en la tierra roja. Se manifiesta en la voz de la abominable radio: «Estos son los nombres de los traidores: Sebukiganda, hijo de Butete, que vive en Kidaho; Benakala, encargado del bar… Tutsis: ¡os acortaremos las piernas!».

Abril de 1994

El avión del presidente hutu Juvenal Habyarimana es derribado.

Nadie sabe quién es el autor. Quizá el frente rebelde tutsi en el exilio o los extremistas hutu, que opinan que el presidente es demasiado débil. O bien una fuerza extranjera, por intereses oscuros. En todo caso, es la señal para el inicio de la matanza. «Esta es la RTLM. Esta mañana me he fumado un petardito. Saludo a los tíos del control… ¡Que no se os escape ninguna cucaracha!»

En cada barricada se piden los documentos de identidad. Una vez identificados, los tutsis son asesinados y luego arrojados en las fosas recién abiertas. A los tres días, se cuentan varios miles de muertos en la capital. Los hutus se organizan. Tienen un objetivo: ¡mil muertos cada veinte minutos!

En Kigali se eleva un ruido que nunca olvidaré: el ruido de los machetes rascando la calzada en señal de amenaza, en señal de alegría. Las hojas rechinan contra el asfalto, antes de hundirse en los cuerpos. Las hojas ensangrentadas aúllan después de haber atacado.

Los residentes extranjeros son evacuados. En Tierras de Esperanza decidimos permanecer allí. Nos instalamos en el Centro de Intercambio Cultural Franco-ruandés, donde los soldados franceses han establecido su base. Los tutsis vienen a esconderse buscando protección, pero los soldados ya se retiran. Debo explicar a los refugiados que no hay nada que hacer. Debo explicarles que Dios ha muerto.

Consigo partir en misión de reconocimiento con los últimos cascos azules de Kigali. La ONU ha llamado al noventa por ciento de sus tropas. Solo entonces, descubro los osarios que bloquean las carreteras, los puentes formados por cadáveres con los pantalones por los tobillos. Siento en mis huesos las sacudidas de los cuerpos que rebotan bajo las ruedas. Veo aldeas exterminadas, donde corren ríos de sangre. Veo a mujeres encinta destripadas y a sus fetos aplastados contra los árboles. Veo a muchachas violadas; las eligen vírgenes, para no coger el sida. Primero se las fuerza por placer, luego con palos y con botellas que se rompen dentro de sus vaginas.

No puedo precisar la fecha de mi primer desfallecimiento.

Tal vez a finales del mes de mayo, durante las operaciones de limpieza, cuando se queman los cadáveres putrefactos con gasolina. O quizá más tarde, cuando empieza la Operación Turquesa, la primera iniciativa humanitaria de envergadura, organizada en Ruanda bajo bandera francesa. Una certeza: la crisis sobreviene en los campos de refugiados, allí donde la enfermedad y la podredumbre prolongan el genocidio.

Primero, la parálisis del brazo izquierdo. Se piensa en un infarto. Pero un miembro de Médicos sin Fronteras emite su veredicto: mis síntomas no responden a causas orgánicas. Dicho de otra manera, se trata de un problema psicológico. Repatriación. Dirección: Hospital Sainte-Anne de París.

No resisto más. No puedo hablar. Creía que había superado el horror, ver la sangre. Pensé que lo había integrado, como un hombre que consigue vivir con una bala dentro de la cabeza. Me he equivocado. El injerto es incompatible. El rechazo comienza. El rechazo es esa parálisis. Primera señal de una depresión que me va a corroer completamente.

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