Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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– ¿Qué es esto?

– Un anestésico. Le calmará. No tenga miedo.

Niémans le asió la muñeca.

– Espere.

El policía leyó las indicaciones del producto. Xilocaína. Un anestésico con adrenalina que sin duda permitiría reducir sus dolores sin hacerle perder el conocimiento. En signo de asentimiento, Niémans dejó caer el brazo.

– No tenga miedo -murmuró Fanny-. Esto también reducirá la hemorragia.

Con la cabeza baja, Niémans no podía ver los gestos de la mujer pero le pareció que le pinchaba repetidamente en los bordes de la llaga. En pocos segundos, el sufrimiento empezó a remitir.

– ¿Tiene material de sutura? -masculló él.

– Claro que no. Tiene que ir al hospital. No tardará en sangrar de nuevo y…

– Póngame un apósito. Cualquier cosa. Debo continuar la investigación, conservar la mente clara.

Fanny se encogió de hombros y humedeció varias compresas con un aerosol. Niémans echó una mirada en su dirección. Sus muslos prestaban tirantez a los vaqueros, sus curvas resaltaban como líneas de fuerza que provocaban en él una sorda excitación, incluso en el estado en que se encontraba.

Se interrogó sobre los contrastes de la joven. ¿Cómo podía ser a la vez tan diáfana y tan concreta? ¿Tan dulce y tan brutal? ¿Tan próxima y tan lejana? Veía la misma contradicción en su mirada: destello agresivo de los ojos, infinita dulzura de las cejas. Preguntó, respirando el olor acre de los productos antisépticos:

– ¿Vive sola aquí?

Fanny limpiaba la llaga con pequeños golpes enérgicos. El policía apenas sentía el picor bajo el efecto creciente del analgésico. Ella volvió a sonreír:

– Usted no deja escapar ni una.

– Dis… discúlpeme… ¿Soy indiscreto?

Fanny se concentraba en su trabajo, muy cerca de él. Le murmuró al oído:

– Vivo sola. No tengo novio, si se refiere a eso.

– Yo… Pero… ¿por qué en la facultad?

– Estoy cerca de las clases, de la biblioteca…

Niémans volvió la cabeza. Ella se la puso enseguida en la misma orientación, con un gruñido. El policía dijo, con la cara inclinada:

– Es verdad, ahora me acuerdo… La diplomada más joven de Francia. Hija y nieta de profesores eméritos. De modo que usted pertenece a esos niños que…

Fanny le cortó en seco:

– ¿Qué niños?

Niémans se volvió ligeramente:

– No… Quiero decir… los superdotados del campus, que también son campeones…

El rostro de la joven se endureció. Su voz reveló una desconfianza brutal:

– ¿Qué busca usted?

El policía no contestó, a pesar de su furioso deseo de interrogar a Fanny sobre sus orígenes. Pero, ¿se pregunta a una mujer de dónde ha sacado su fuerza genética, dónde se encuentra la fuente de sus cromosomas? Fue su interlocutora quien continuó:

– Comisario, no sé por qué, en su estado, se ha empeñado en venir a mi casa. Pero si tiene preguntas concretas, formúlelas.

El tono de la orden era mordaz. Niémans ya no sentía ningún dolor pero habría preferido la mordedura de la herida a la de esta voz. Sonrió, confuso:

– Sólo quería hablarle de la revista de la facultad, para la que escribe…

– ¿Tempo?

– Sí, ésa.

– ¿Y bien?

Niémans hizo una pausa. Fanny puso las compresas en una de las bolsas plastificadas y colocó una venda en torno a la cabeza de Niémans. El policía prosiguió, sintiendo aumentar la presión alrededor de su cráneo:

– Me preguntaba si usted había redactado un artículo sobre un hecho extraño, ocurrido en los sótanos del hospital el pasado julio…

– ¿Qué hecho?

– Se encontraron unas fichas de nacimiento en los casilleros de Etienne Caillois, el padre de Rémy.

Fanny adoptó un tono indiferente.

– Ah, esa historia…

– ¿Redactó usted un artículo?

– Algunas líneas, creo, sí.

– ¿Por qué no me ha hablado de ello?

– ¿Quiere decir… que podría haber una relación entre esta historia y los asesinatos?

Niémans levantó la voz, enderezando la cabeza:

– ¿Por qué no me ha hablado de ese hurto?

Fanny puntuó su respuesta con un vago movimiento de hombros; todavía estaba colocando el vendaje sobre las sienes del policía.

– Nada prueba que fuera realmente un hurto… Con esos archivos en pleno desorden, todo se puede perder y recuperar. ¿Tan importante es?

– ¿Vio personalmente esas fichas?

– Sí, fui a los archivos donde están almacenadas las cajas de cartón.

– ¿No observó nada curioso en esos documentos? -inquirió el comisario.

– ¿Qué, por ejemplo?

– No sé. ¿No los comparó con los historiales originales?

Fanny retrocedió. La venda ya estaba puesta.

– Eran sólo hojas sueltas, garabateadas por enfermeras. Nada del otro jueves.

– ¿Cuántas había?

– Varios centenares. No veo por qué usted…

– En su artículo, ¿citaba los nombres de las fichas, de las familias implicadas?

– Sólo redacté unas líneas, ya se lo he dicho.

– ¿Puedo ver su artículo?

– No los guardo nunca.

Permanecía con los brazos cruzados, rígida, inclinada. Niémans prosiguió:

– ¿Cree que ciertas personas han podido ir a consultar esas fichas? ¿Personas susceptibles de encontrar su nombre o el de sus padres en esos documentos?

– Ya le he dicho que no cité ningún nombre.

– ¿Lo cree posible? ¿Que alguna persona haya bajado allí?

– No lo creo, no. Ahora todo está bajo llave… Pero, ¿qué importancia, qué relación tiene esto con su investigación?

Niémans no contestó enseguida. Evitando mirar a Fanny, atacó con una nueva pregunta, que se parecía más bien a un golpe bajo:

– ¿Y usted consultó esas fichas con detalle?

El silencio por toda respuesta. El policía levantó los ojos: Fanny no había cambiado de lugar, pero le pareció de repente muy lejana. Al final, respondió.

– Ya le he dicho que sí. ¿Qué quiere saber?

Niémans vaciló un instante, y luego:

– Quiero saber si encontró en esas fichas el nombre de sus padres. O de sus abuelos.

– No, no encontré nada. ¿Por qué esa pregunta?

El comisario se levantó sin contestar. Ahora estaban ambos de pie, enemigos, como dos polos invertidos. Niémans vislumbró su cabeza vendada en un espejo del extremo de la habitación. Se volvió hacia la joven y murmuró, en tono contrito:

– Gracias. Y discúlpeme por mis preguntas.

Agarró su abrigo y articuló:

– Por increíble que pueda parecer, pienso que esas fichas han costado la vida a uno de los policías que trabajaban en esta investigación. Un joven teniente que debutaba con este caso. Quería estudiar esos papeles. Y creo que lo han matado para impedírselo.

– Es ridículo.

– Ya lo veremos. Iré a los archivos a comparar las fichas y los historiales.

Se ponía el abrigo empapado cuando la joven le detuvo:

– ¡No irá a ponerse otra vez esos horribles andrajos! Espere.

Fanny salió y reapareció a los pocos segundos con los brazos cargados con una sudadera, un jersey, una chaqueta forrada de fibra polar y unas polainas impermeables.

– Esto no es de su talla -precisó-, pero al menos está seco y caliente. Y, sobre todo, póngase esto…

Con un solo gesto le encajó sobre el cráneo vendado una capucha de poliéster, cuyos bordes levantó por encima de las orejas. Niémans, sorprendido al principio, puso enseguida unos ojos cómicos. Prorrumpieron en una carcajada, al unísono.

Por un breve instante, su complicidad volvió, como arrancada al tejido de las tinieblas. Pero el policía dijo con voz grave:

– Debo partir. Continuar la investigación. Ir a los archivos.

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