Karim aparcó el coche y subió el prado en declive. La vivienda le recordaba la casa que la mujer había ocupado cerca de Sarzac; sus grandes piedras le daban el aire de un santuario celta. Se fijó en una inmensa antena junto a la barraca. Desenfundó el arma. Y se acordó de que ya tenía una bala en el cañón. Saberlo le serenó.
Antes de encaminarse hacia la puerta, se dirigió al garaje, que albergaba un break Volvo cubierto por una funda clara. El cerrojo no estaba echado. Abrió el capó y destruyó la caja de fusibles con varios gestos expertos. Si las cosas iban mal, Fabienne Hérault, ocurriera lo que ocurriese, no podría huir.
El policía caminó hasta el portal y llamó con varios golpes sordos. Se apartó del umbral, empuñando el arma.
Tras unos segundos furtivos, la puerta se abrió. Sin un clic. Sin deslizamiento de pestillo. Fabienne Hérault ya no vivía en la desconfianza.
Karim cruzó rápidamente el umbral, ocultando su arma.
Descubrió una silueta alta como él, cuya mirada desafiaba la suya. Hombros arqueados, una cara diáfana y muy regular, aureolada por una cabellera castaña y rizada, casi crespa. Unas gafas casi tan gruesas como bambúes. Karim no habría sabido describir aquel rostro, dulcemente soñador, casi ausente.
Dominó su voz:
– Teniente Karim Abdouf. Policía.
Ninguna señal de asombro por parte de la mujer. Miraba a Karim por encima de sus gafas, haciendo oscilar ligeramente la cabeza. Después bajó la vista hacia la mano que disimulaba la Glock. Abdouf creyó ver a través de los cristales un fulgor de malicia.
– ¿Qué quiere? -preguntó con voz cálida.
Karim permaneció inmóvil, petrificado en el silencio del campo nocturno.
– Entrar, para empezar.
La mujer sonrió y retrocedió.
Los postigos estaban cerrados, la mayoría de muebles revestidos de fundas multicolores. Un televisor mostraba su pantalla negra y un piano sus teclas lacadas. Karim vio una partitura abierta en el piano: una sonata en si bemol menor de Federico Chopin. Todo estaba sumergido en la penumbra vacilante de decenas de velas.
Sorprendiendo las miradas del policía, Fabienne Hérault murmuró:
– Me he sustraído al mundo y al tiempo. Esta casa es a imagen mía.
Karim pensó en la hermana Andrée, en su retiro de tinieblas.
– ¿Y la antena que hay fuera?
– Tengo que conservar un contacto. Debo saber cuándo resplandecerá la verdad.
– Está muy cerca de estallar, señora.
La mujer asintió, sin cambiar de expresión. El policía no se esperaba aquello: esa calma, esas sonrisas, esa voz reconfortante. Le apuntó con el arma, y sintió vergüenza por amenazar a aquella mujer.
– Señora -murmuró-, tengo muy poco tiempo. Debo ver fotos de Judith, su hija.
– Fotos de…
– Por favor. Hace veinte horas que le sigo la pista. Más de veinte horas que sigo su historia, que intento comprender. Por qué ha organizado este complot, por qué ha intentado borrar el rostro de su hija.
»De momento, sólo conozco dos hechos. Judith no era deforme, como temí al principio. Por el contrario, creo que era bella y encantadora. El otro hecho es que su rostro revelaba, no obstante, las claves de una pesadilla.
»Una pesadilla que la obligó a huir hace mucho tiempo, y que acaba de despertarse como un volcán maléfico. Así que enséñeme esas fotos y cuénteme toda la historia. Quiero oír las fechas, los detalles, las explicaciones, todo. ¡Quiero comprender cómo y por qué una niña muerta hace catorce años está perpetrando una matanza en una ciudad universitaria al pie de los Alpes!
La mujer permaneció inmóvil unos segundos y entonces enfiló un pasillo con sus pasos de giganta. Karim la siguió, pisándole los talones, crispado con su arma. Lanzando miradas a derecha e izquierda. Otras habitaciones, otras sábanas, otros colores. La casa vacilaba entre las mortajas y el carnaval.
En el fondo de un cuarto pequeño, Fabienne Hérault abrió un armario y sacó una caja metálica. Karim le agarró la mano, le impidió el gesto y abrió él mismo la caja.
Fotografías. Sólo fotografías.
La mujer, después de haber interrogado a Karim con la mirada, barajó esas superficies brillantes como si metiera la mano en agua pura. Al final, alargó una imagen al policía.
El sonrió, contra su voluntad.
Le miraba una niña de piel mate y rostro ovalado, enmarcado por bucles oscuros y cortos. Unos ojos altos y claros dominaban este triángulo de belleza desde las órbitas sombreadas, dibujadas por largas pestañas, un poco demasiado espesas. Este ligero toque masculino replicaba al brillo, casi demasiado violento, de los ojos azules.
Karim contempló la imagen. Le pareció conocer aquel rostro desde hacía mucho tiempo. Desde siempre.
Pero el milagro no se produjo. El poli había esperado que esas facciones le revelarían, de un modo u otro, el camino de la luz. Fabienne musitó, con su voz cálida:
– Esta fotografía se tomó varios días antes de su muerte. En Sarzac. Llevaba el pelo corto, nosotros…
Karim levantó la mirada.
– Esto no aclara nada. Esta imagen, esta cara deberían darme un indicio, una explicación. Y sólo veo a una niña muy guapa.
– Porque esta fotografía está incompleta.
Se estremeció. La mujer le alargaba ahora otro clisé.
– Aquí tiene la última fotografía escolar de Guernon, École Lamartine, CE2. Justo antes de que partiéramos hacia Sarzac.
El poli observó las caras sonrientes de los niños. Encontró la de Judith y luego comprendió la asombrosa verdad. Se lo había esperado. Era la única explicación posible. Sin embargo, no lo comprendía. Murmuró.
– ¿Judith no era hija única?
– Sí y no.
– ¿Sí y no? ¿Qué… qué me dice? Explíquemelo.
– No puedo explicarle nada, joven. Sólo puedo contarle cómo lo inexplicable destrozó mi vida.
La sala subterránea de los archivos albergaba un verdadero océano de papel. Una multitud de historiales, apretados, atados con cordel, abombados, que hinchaban las paredes más próximas en olas coléricas. En el suelo, paquetes desordenados obstruían la mayor parte de los pasillos. Más allá, bajo la claridad de los neones, se extendían murallas de documentos, perdiéndose en pálidas líneas borrosas.
Niémans salvó los montones y se encaminó hacia el primer pasillo. Los millares de historiales estaban retenidos por largas redes laterales, como para impedir la caída de esos peñascos de escritura. Mientras pasaba ante los registros, el policía no podía dejar de pensar en Fanny durante la hora inmaterial que acababa de vivir. El rostro de la joven, sonriente, en la penumbra. Su mano desollada apagando la lámpara. Huecos de piel oscura. Dos pequeñas llamas azuladas brillaban en las tinieblas: los ojos de Fanny. Todo un fresco discreto e íntimo, arabescos ligeros, gestos y murmullos, instantes y eternidades.
¿Cuánto tiempo había pasado entre sus brazos? Niémans no habría podido decirlo. Pero aún conservaba en los labios, en la piel magullada, una especie de tatuaje, de huella antigua que le asombraba. Fanny había sabido sacarle secretos perdidos, ímpetus olvidados, cuyo resurgimiento le trastornaba. ¿Era posible que hubiese encontrado, en el fondo del horror, en los confines de esta investigación, este reflejo de cáliz, esta dulzura de cirio?
Se concentró. Sabía dónde se encontraba el depósito de las fichas redescubiertas: había contactado por teléfono con el archivero quien, aunque adormilado, le había dado indicaciones precisas. Niémans caminó, dio media vuelta, caminó de nuevo. Por fin descubrió una caja de cartón cerrada, guardada en un espacio enrejado, sellado con un candado muy sólido. El guardián del hospital le había dado la llave. Si realmente «no eran importantes», ¿por qué proteger estos viejos documentos?
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