Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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Niémans farfulló unas frases y desconectó el teléfono.

Fue en ese momento cuando el coche surgió ante sus faros, saltando a su derecha. El policía tardó un segundo de más en reaccionar. El vehículo chocó de pleno contra su costado derecho. El volante se le escapó de las manos. La berlina se estrelló contra la roca del precipicio. El poli gritó e intentó enderezar la dirección. Un instante después logró dominar de nuevo el vehículo, lanzando una mirada nerviosa hacia el otro coche. Un 4X4 oscuro, con los faros apagados, que se disponía a embestir nuevamente.

Niémans retrocedió. El robusto vehículo se encabritó a su vez y giró hacia la izquierda, forzando al policía a frenar en seco. El policía aceleró de nuevo. El 4X4 se hallaba ahora delante de él y circulaba a toda velocidad, impidiéndole sistemáticamente adelantar. Costras de barro recubrían su matrícula. Con la mente en blanco, el policía intentó acelerar y adelantar al 4X4 por el exterior. En vano. El bloque negro devoraba todo el espacio, golpeando el costado izquierdo de la berlina cuando se acercaba, acorralando a Niémans hacia la muerte del precipicio.

¿Qué se proponía ese chiflado? Niémans aminoró la marcha de improviso, poniendo varias decenas de metros entre él y el vehículo asesino. Inmediatamente, el 4X4 hizo otro tanto, forzando a la berlina a aproximarse. Pero el oficial de policía aprovechó este cambio de táctica. Aceleró bruscamente y esta vez se deslizó por la derecha. Consiguió adelantar por los pelos.

El comisario dobló la velocidad, con el tacón sobre el acelerador. Vio en el espejo retrovisor cómo el vehículo todo terreno se disolvía en las tinieblas. Sin reflexionar, mantuvo la delantera y recorrió varios kilómetros.

Volvía a estar solo en la carretera.

Ahora seguía a toda velocidad el trazado del asfalto, sinuoso, confuso, atravesando las agujas de lluvia, horadando bóvedas de coníferas. ¿Qué había sucedido? ¿Quién le había atacado? ¿Y por qué? ¿Qué sabía ahora que pudiera costarle la vida? El asalto había sido tan rápido que el policía ni siquiera había logrado distinguir la silueta que iba al volante del vehículo.

Al final de una curva, Niémans divisó la carretera suspendida de la Jasse: seis kilómetros de puente de hormigón, en equilibrio sobre pilotes de más de cien metros de altura. No se hallaba, pues, a más de diez kilómetros de Guernon, el redil.

El policía aceleró otra vez.

Ya se internaba en la pasarela cuando un fulgor blanco le cegó, inundando súbitamente su cristal posterior. Unos faros largos. El 4X4 estaba de nuevo sobre su parachoques. Niémans bajó el retrovisor que le deslumbraba y fijó la vista en la carretera de hormigón, suspendida en la noche. Pensó con claridad: «No puedo morir. Así no». Y pisó a fondo el pedal del acelerador.

Los faros seguían estando detrás de él. Encorvado sobre el volante, miraba exclusivamente los raíles de seguridad que brillaban bajo sus propios faros, abrazando la carretera en una especie de beso salvaje, de halo susurrante que estallaba entre los vapores del agua.

Metros ganados al tiempo.

Segundos robados a la tierra.

Niémans tuvo una idea extraña, una especie de convicción inexplicable: mientras circulara por ese puente, mientras volara en medio de la tormenta, no le ocurriría nada. Estaba vivo. Era ligero. Invulnerable.

El impacto le bloqueó la respiración.

La cabeza, como lanzada por una honda, chocó contra el parabrisas. El retrovisor voló en mil pedazos. Su mango desgarró como un gancho la sien de Niémans. El poli se arqueó, gruñendo, con las manos entrelazadas sobre la cabeza. Sintió que su coche salía despedido hacia la izquierda, después hacia la derecha, daba otra vuelta… La sangre le inundaba la mitad de la cara.

Un nuevo sobresalto y de pronto el bofetón acerado de la lluvia. La frescura sin límites de la noche.

Hubo un silencio. Negrura. Unos segundos.

Cuando Niémans abrió los ojos, no podía creer lo que veía: el cielo y relámpagos, del revés. Volaba, solo, bajo el viento y la lluvia.

AI chocar contra el parapeto, su coche lo había expulsado y catapultado al vacío, por encima del puente. Estaba zambulléndose lentamente, en silencio, agitando suavemente los brazos y las piernas, interrogándose, de un modo absurdo, sobre la última sensación que le provocaría la muerte.

Un desencadenamiento de dolores le respondió al instante. Látigos de agujas. Ramas crujientes. Y su carne estallando en mil chispas de dolor a través de los abetos y los alerces…

Hubo dos choques, casi simultáneos.

Primero su propio contacto con el suelo, amortiguado por las ramas innumerables de los árboles. Después un estrépito de apocalipsis. Un impacto tremendo. Como si una enorme tapadera se hubiese abatido de repente sobre su cuerpo. El instante explotó en un caos de sensaciones contradictorias. Mordiscos de frío. Quemaduras de vapor. Agua. Piedra. Tinieblas.

Pasó un tiempo. Un eclipse.

Niémans volvió a abrir los ojos. Detrás de sus párpados le acogieron otros párpados, los de la oscuridad, los del bosque. Poco a poco, como una resaca de ultratumba, recobró la lucidez. Sacó progresivamente esta conclusión del fondo de su espíritu: vivo, estaba vivo.

Reunió varios jirones de conciencia y reconstruyó lo sucedido.

Había caído a través de los árboles y, por casualidad, había ido a parar a un tramo de desagüe lleno de agua de lluvia al pie de uno de los pilotes. Con el mismo ímpetu, siguiendo exactamente la misma trayectoria, su propio coche había volcado en la pasarela y caído como un enorme tanque de asalto justo encima de él. Sin acertarle: el chasis de la berlina, demasiado grande, había quedado bloqueado en los rebordes de la canalización.

Un milagro.

Niémans cerró los ojos. Múltiples heridas torturaban su cuerpo, pero una sensación más ardiente -una fluidez de fuego- palpitaba en la zona de su sien derecha. El oficial adivinó que el mango del retrovisor le había rasgado la carne en profundidad, encima de la oreja. En cambio, presentía que su cuerpo había sufrido relativamente poco en la caída.

Con el mentón pegado al torso, miró hacia arriba y vio la rejilla del radiador humeante de su coche. Estaba aprisionado bajo un techo de chapa, todavía candente, en el hueco de un sarcófago de cemento. Movió la cabeza de derecha a izquierda y se dio cuenta de que un trozo de parachoques le retenía en el conducto.

Con un esfuerzo desesperado, el policía hizo un movimiento lateral. Los dolores que hormigueaban a lo largo de su cuerpo trabajaban ahora a su favor: se anulaban mutuamente, sumiendo su carne en una especie de indiferencia mortificada.

Logró deslizarse bajo el parachoques y salir de su ataúd. Una vez liberados los brazos, se llevó enseguida la mano a la sien y sintió un flujo espeso que fluía de la carne abierta. Gimió al notar el dulce calor de la sangre fluyendo entre sus dedos doloridos. Pensó en un pico de pájaro cazado con liga, vomitando fuel, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Se enderezó, apoyando un brazo en el reborde del conducto y rodó por el suelo mientras a través de su conciencia vacilante le atenazaba otro pensamiento.

El asesino volvería. Para rematarlo.

Agarrándose a la carrocería, consiguió ponerse de pie. De un puñetazo, abrió el maletero abollado y cogió su escopeta de aire comprimido, así como un puñado de cartuchos desperdigados en el interior. Sujetando el arma bajo el brazo izquierdo -mantenía esta mano sobre la herida-, consiguió cargar con la mano derecha la cámara del fusil. Realizaba estas maniobras a tientas, sin ver prácticamente nada: había perdido las gafas y la noche era de una profundidad tenebrosa.

Con el rostro embadurnado de sangre y lodo y todo el cuerpo dolorido, el comisario se volvió y barrió el espacio con su arma. Ningún ruido. Ningún movimiento. Le asaltó un vértigo. Se deslizó a lo largo del coche y al final cayó de nuevo en el tramo de cemento. Esta vez sintió la mordedura del agua fría y se despertó. Ya se tambaleaba contra las paredes de cemento, en dirección a un río.

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